(II) Cap 13- El regreso a Colombia (Second Part)

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30 de Noviembre

8:54 PM

Sábado

Vivian Pov:

Desde la muerte de mi abuelo, el padre de mi madre, todo cambió. Algo se quebró dentro de ella, y de alguna manera, también se quebró entre nosotras. No sé si fue la tristeza, la culpa o simplemente el vacío que dejó la pérdida, pero desde ese momento las cosas no fueron iguales. Mi madre, la mujer que antes me abrazaba y me daba consuelo, se convirtió en una figura distante. Su dolor la consumió, pero más que eso, me hizo a mí invisible.

Recuerdo aquellos días en los que mi madre, sumida en su propio sufrimiento, me ignoraba. Me sentía como un estorbo para ella, como si mi existencia fuera algo que solo le molestaba. Las palabras de cariño se convirtieron en críticas. "Deja de quejarte, Vivian", "¿Por qué no puedes ser como las demás?", y mi favorita, "No eres suficiente". Cada una de esas frases me desgarraba un poco más por dentro. Mientras veía a mis amigas abrazando a sus madres, riendo juntas, yo estaba en mi habitación, en el rincón más oscuro de mi mente, deseando que ella viniera a mí, pero nunca lo hacía.

A menudo, me encontraba comparando mi madre con las de mis amigas. Ellas hablaban de las meriendas que sus madres les preparaban, de cómo se sentaban a charlar sobre sus días, de los abrazos y besos antes de dormir. Yo, en cambio, me conformaba con el silencio. Mi madre nunca me preguntaba cómo me sentía, ni cómo me había ido en la escuela. Nunca se sentaba a mi lado, nunca compartíamos un momento juntas. Estaba sola, incluso cuando estábamos en la misma casa.

Las tardes en Bogotá eran grises y frías, como todo lo que sentía en mi interior. Recuerdo que, después de la escuela, me quedaba en casa sin saber qué hacer. Mi madre estaba ocupada con sus propios problemas, y yo no era capaz de acercarme a ella. Se sumergía en la televisión o en el teléfono, como si no tuviera espacio para mí en su vida. Yo me sentaba a la mesa de la cocina, mirando al vacío, esperando que al menos una vez me preguntara cómo me había ido, pero no sucedía.

Pasaba mucho tiempo sola, en el parque cerca de la casa, observando a las madres con sus hijas. Veía cómo se abrazaban, cómo compartían risas, cómo se preocupaban unas por otras. Y me preguntaba por qué no podía tener eso, por qué mi madre nunca me ofreció ese tipo de amor. Yo solo deseaba un poco de su atención, de su cariño, pero todo lo que recibía eran críticas, indiferencia y silencio. No era suficiente para ella.

Con los años, empecé a guardarme todo para mí. Dejé de intentar acercarme a ella. Ya no le pedía que me llevara a actividades, que me ayudara con la escuela. Sabía que sería inútil. Si lo hacía, solo escucharía quejas y regaños. A veces me sentía tan rota por dentro que ni siquiera las lágrimas salían de mis ojos. Estaba tan acostumbrada a su frialdad que dejé de esperar algo diferente.

Hoy, cuando mi madre me dijo que nos íbamos a Bogotá, sentí un nudo en el estómago. A pesar de que había encontrado un poco de consuelo en Fede y en mi vida en México, sabía que esto no era una buena noticia. Ella decía que el cambio sería lo mejor para nosotras, que era "una nueva oportunidad", pero yo sabía que no era cierto. Para ella, era solo una excusa para separarme de todo lo que había logrado en México.

El trayecto al aeropuerto fue en silencio. Ella no me dirigió la palabra en todo el camino. Yo trataba de mirar por la ventana, de distraerme, pero mi mente no dejaba de volver a todo lo que estaba dejando atrás. A Fede, a los momentos que había vivido allí. Me sentía atrapada en esta vida que mi madre había decidido para mí.

El silencio fue roto por su voz, fría y distante: "Deja de llorar, Vivian. No tienes motivo para estar así. Ya basta de excusas". Mi garganta se apretó al escucharla. Era como si no hubiera ninguna empatía en sus palabras, como si ni siquiera comprendiera por qué me dolía tanto. "¿Por qué no puedes ser más madura? Las demás niñas de tu edad son más responsables", dijo, con ese tono que siempre usaba para hacerme sentir inferior. Esas palabras me hicieron sentir tan pequeña, como si no tuviera derecho a estar triste, como si todo fuera mi culpa.

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