Helia y Román lo tienen todo: inteligencia, carisma y una rivalidad explosiva.
En el campo académico, son enemigos declarados, pero entre debates y desafíos, las chispas que vuelan podrían encender algo más que su odio mutuo.
Porque a veces, el ve...
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Después de la boda, el mundo parecía brillar de una manera diferente. Cada rincón del lugar, cada momento, estaba impregnado de felicidad y amor.
Nos habíamos casado, y aunque el camino hasta aquí había sido largo y lleno de altibajos, ahora estábamos juntos, más fuertes que nunca.
La luna de miel fue nuestro refugio, un lugar donde todo lo demás desaparecía. Decidimos ir a un pequeño rincón apartado del mundo, una isla rodeada de aguas cristalinas, palmeras que se mecían suavemente con la brisa y noches estrelladas que parecían hablarnos en un idioma que solo nosotros entendíamos.
Fue perfecto. Pasábamos las horas explorando, riendo, descansando bajo el sol y compartiendo cada detalle del día como si fuera el primero.
Pero lo que más me sorprendió fue ver a Helia tan tranquila, tan serena. Parecía que, finalmente, después de tanto, había encontrado un equilibrio.
Las tardes se llenaban de risas mientras caminábamos por la orilla, con las olas besando nuestros pies, y las noches, de conversación y miradas cómplices bajo las estrellas.
En esos momentos, mi amor por ella solo crecía más y más. Había pasado tanto tiempo viéndola luchar, y ahora, verla tan feliz era un regalo para mi alma.
Una noche, mientras nos preparábamos para dormir, todo pareció cambiar en un abrir y cerrar de ojos.
Helia comenzó a moverse inquieta en la cama, y antes de que pudiera comprender lo que sucedía, su respiración se volvió errática, acelerada.
Me levanté rápidamente, mirando a su rostro, que reflejaba un miedo que no había visto en tanto tiempo.
Mi corazón se aceleró, y el miedo comenzó a invadirme, pero me negué a entrar en pánico. Sabía lo que tenía que hacer.
Había aprendido, a través de todo lo que habíamos vivido juntos, cómo lidiar con esos momentos.
—Helia... —dije con voz suave, tomando su mano. —Respira conmigo. Estoy aquí.
Pero ella no podía oírme. El miedo había comenzado a envolverla con fuerza. No podía ver más allá de la ansiedad que la dominaba, como si todo se estuviera desmoronando alrededor de ella.
El primer impulso fue llamarla por su nombre, con la esperanza de que mis palabras la alcanzaran. Pero no parecía escucharme.
Vi sus ojos llenos de lágrimas y su cuerpo tenso, atrapado en la tormenta de su mente.
—Helia, por favor, mírame. Yo estoy aquí. Todo está bien.
Ella empezó a temblar, y mi corazón se rompió al ver cómo luchaba. La ansiedad la estaba ahogando, y yo no podía hacer más que quedarme allí, a su lado, sosteniendo su mano, intentando que su mente regresara al momento presente.
Quería que supiera que todo estaría bien, que nada de lo que temía era real, que yo estaba con ella, y que no la dejaría sola.
Recordé las técnicas que habíamos practicado antes, las respiraciones profundas, los enfoques mentales, pero en ese momento, no importaba lo que sabía. Solo me importaba estar con ella.