Helia y Román lo tienen todo: inteligencia, carisma y una rivalidad explosiva.
En el campo académico, son enemigos declarados, pero entre debates y desafíos, las chispas que vuelan podrían encender algo más que su odio mutuo.
Porque a veces, el ve...
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Habían pasado varias semanas desde aquel día en que decidí no soltarla, y aunque parecía que las cosas entre Helia y yo empezaban a calmarse, en el fondo sabía que aún quedaban muchas piezas por encajar.
Los murmullos seguían, las miradas furtivas también, pero había algo diferente en su actitud. Algo en ella que me decía que, tal vez, estaba dispuesta a darme una oportunidad, aunque aún no estuviera completamente segura de lo que quería.
Aquel día, como tantos otros, la vi entrar al campus desde lejos, caminando sola, con los auriculares puestos y ese aire pensativo que siempre la rodeaba.
Desde que habíamos comenzado a hablar más abiertamente, me di cuenta de lo mucho que me gustaba observarla.
Era como si todo en ella tuviera una historia, como si cada gesto, cada mirada, tuviera un significado que solo yo podía entender. Y me gustaba. Me gustaba mucho.
Pero también sabía que había algo que debía hacer. Había una conversación pendiente, algo que había estado rondando en mi cabeza desde hace días.
Había notado que Helia estaba alejándose un poco nuevamente, y aunque no lo dijera, había algo en su mirada que me decía que no estaba lista para dar ese paso definitivo.
Quizá, lo que más me preocupaba era que ni ella misma supiera qué quería. Yo, por mi parte, ya lo sabía. Y me preocupaba que esa incertidumbre la estuviera alejando de mí.
Después de la clase de la mañana, la esperé en el pasillo, cerca de su taquilla. Cuando me vio, su expresión cambió ligeramente.
Había algo en su mirada, una mezcla de inseguridad y duda, como si quisiera acercarse, pero no pudiera.
Me sentí culpable por no haber sido más claro con ella, por no haberle dejado saber cuánto significaba para mí. Así que, sin pensarlo mucho, decidí acercarme.
—Helia —dije, con voz suave, pero lo suficientemente clara como para que me prestara atención.
Ella me miró, pero no dijo nada, solo levantó una ceja en señal de curiosidad.
—¿Podemos hablar un momento? —pregunté, sintiendo el peso de la conversación en mi pecho.
Sus ojos se entrecerraron, como si estuviera evaluando si valía la pena escucharme o no. Pero, al final, asintió y me siguió hasta un banco vacío en el patio.
Nos sentamos, y el silencio entre nosotros se hizo más pesado de lo que hubiera querido. Podía ver cómo sus dedos jugaban con la correa de su mochila, una pequeña señal de que estaba nerviosa. Yo también lo estaba, pero no podía darme el lujo de mostrarlo.
—¿Qué pasa? —preguntó finalmente, mirando al frente. Su tono no era áspero, pero había algo en él que me decía que estaba protegiéndose de alguna manera.
Suspiré antes de responder, buscando las palabras adecuadas.
—Helia... sé que las cosas no han sido fáciles entre nosotros. Y que he cometido errores. Pero lo que quiero decirte es que, por mucho que me cueste admitirlo, estoy dispuesto a ser paciente. A esperar el tiempo que sea necesario, porque... —me detuve un momento, buscando el valor necesario para continuar—. Porque quiero estar contigo. Y si eso significa dar un paso atrás y esperar que tú también lo sientas, lo haré.