Capítulo 25: El Último Suspiro

3 0 0
                                    

El sol ya se había puesto, pero la oscuridad no me hacía compañía

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

El sol ya se había puesto, pero la oscuridad no me hacía compañía. Era la culpa, esa sombra cruel que se aferraba a mi ser y que no me dejaba respirar. 

Mi cuerpo, agotado, pero mi alma desgarrada. No había consuelo, ni palabras que pudieran calmar lo que sentía.

Me había pasado tanto tiempo a su lado, tan feliz, viendo cómo su sonrisa iluminaba mis días, que nunca me imaginé que todo se desvanecería de esa forma. 

Nunca pensé que un simple momento de distracción, un segundo de desespero, podría tener tanto poder sobre nuestras vidas.

Estaba en la sala, con mi madre sentada frente a mí, sus ojos llenos de tristeza, de impotencia, pero también de comprensión. No podía mirarla, no podía enfrentarme a su dolor.

—Es mi culpa, mamá... —le dije entre sollozos, mi voz apenas un susurro. Las lágrimas caían de mis ojos, calientes, incontrolables, como si ya no pudiera detenerlas.

—No digas eso, hijo... —me respondió con la suavidad que siempre me daba, pero sus palabras no eran suficientes para borrar la sensación de estar fallando.

—Lo es. No debí haberme separado de ella, no debí haber dejado que su dolor creciera mientras yo estaba distraído con las cosas que no importaban. —me levanté de golpe, caminando hacia la ventana, intentando calmarme, pero el nudo en mi garganta se hacía más fuerte con cada respiración.

Recuerdo cómo sus manos temblaban la última vez que la toqué, cómo sus ojos mostraban el vacío que sentía por dentro. No podía olvidarlo. No podía olvidar lo que no hice por ella.

—Si solo hubiera estado más cerca, si solo la hubiera escuchado más, tal vez... tal vez todo sería diferente... —mi voz se quebró al final de esa frase. Y, como si esas palabras pudieran cambiar algo, caí al suelo, abrazando mi propio dolor.

Mi madre me miraba, con el corazón roto por ver el sufrimiento de su hijo, pero también sabía que mis palabras no cambiarían nada. 

Helia ya no estaba. Y por más que llorara, por más que gritara al cielo, ella nunca volvería.

Horas después, al ir al hospital, me quedé junto a su ataúd. La imagen de su rostro, tan sereno pero a la vez tan ajeno, era la que me iba a perseguir el resto de mis días.

No sabía si debía gritar o quedarme en silencio. Pero ahí, rodeado de familiares y amigos, solo pude llorar.

Era todo lo que quedaba: mi amor por ella, el remordimiento y la culpa.

—Te fallé, Helia. Lo siento tanto... —le susurré entre lágrimas, el sonido de mi voz ahogada por la multitud. Pero eso no cambiaría nada. Ya era tarde para palabras, ya era tarde para promesas.

Solo quedaban recuerdos que ya no podía tocar. El viento traía su nombre, pero ya no podía sentir su calor.

Mi alma se quedó vacía, y mis ojos no dejaban de buscarla, aunque sabía que nunca más podría encontrarla.

La alianza de los corazones oscuros.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora