David.

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Observa fijamente el cigarrillo que está en el piso consumido, junto a él, en la mesa está la botella de vodka a la mitad, las viejas revistas de las modelos de los 50, un pequeño televisor que apenas muestra dos canales, y Bruno Mars de fondo en aquella habitación, con la vista a la calle que muestra la lluvia, y a todos corriendo para evitar mojar sus ropas. David, tiene casi veinte años y no recuerda cuándo fue la última vez que sonrió de verdad, no sabe si fue en el cumpleaños de su madre, ya que nunca celebró uno con ella, cuando el nació, ella había partido pocos días después, o quizá cuando se fugaba con sus amigos de aquel barrio, ese en el que perdías todo lo bueno, en el que eras nada. David recuerda a su hermana siendo violada por su padrastro, lo recuerda a él suplicándole para que no lo matara, recuerda los gritos de su hermana, sus súplicas, recuerda la risa enferma de ese imbécil que acabó con la inocencia de su hermana, y lo recuerda a él, tendido en el piso, con un disparo en medio de sus ojos, y las manos llenas de sangre, con su hermana, tendida en la cama, con la mirada vacía y sus piernas llenas de sangre. Y David enciende otro cigarrillo, y fuma, sigue bebiendo, y ahora empieza a llorar, a odiar su vida, nada lo llena, ni siquiera aquella foto de su hermana, ni siquiera saber que pudo hacer justicia. Él está solo, sí. Jodido, sin ánimos siquiera de respirar, y se vuelve nada, no siente, no ama, no vive.



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