01. Ádrian, el Vampiro

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Cayó la noche. Con un sombrero negro y una larga capa que cubría su cara pálida y famélica, salió en busca de alimento antes de que todo vampiro emergiera de su agujero para divertirse. Debía ir con cuidado. Si algún vampiro le reconocía, sería su fin, pues hacía siglos que no se alimentaba debidamente y estaba demasiado débil para batirse con alguien de su misma raza.

Llegó a la ciudad. Caminaba lentamente por las calles mojadas de la lluvia que había caído durante el día. Estaba todo tranquilo, ningún humano se atrevía a pasear una vez caída la noche. Se acercó a la carnicería de siempre, ya cerrada. Golpeó la puerta y, tras unos segundos, le abrió un hombre bajito y grueso con un delantal manchado de sangre.

—Buenas noches, Ádrian —dijo con voz temblorosa—. Creí que no ibas a venir hoy.

Ádrian lo agarró de la camisa y lo empujó al interior de la tienda rápidamente, cerrando la puerta a su paso.

—¿Cuántas veces te he dicho que no me llames por mi nombre, viejo? —dijo malhumorado—. Ahora dame lo que he venido a buscar. —Lo soltó de la camisa y lo empujó hacia un lado.

—Claro señor, lo siento. —Se metió en un cuartillo y, después de unos minutos, salió con un tarro de cristal en las manos—. Esto es todo lo que he sacado hoy, señor... Espero que sea suficiente. —Le ofreció el bote, aún tembloroso.

—Es muy poco —se quejó—. Veo que por aquí no andan muy bien las cosas. —Se apoyó en el mostrador y dejó su sombrero encima de este, descubriendo su larga cabellera negra. En seguida empezó a beber la sangre del interior del tarro, ya templada. Se la terminó en un momento, dejó el bote encima del mostrador y se relamió los afilados colmillos que asomaban tras sus labios.

—Si todos los vampiros fuesen como usted, señor... —dijo el carnicero juntando las manos en modo de ruego.

—¡No digas tonterías! —gritó clavando sus ojos rojos en los del hombre, que, asustado, retrocedió unos pasos—. Los vampiros —se colocó el sombrero—... no deberían existir.

Una vez dicho eso, salió por la puerta, cerrándola tras él. Caminó unos metros hacia el puente que cruzaba la ciudad y se detuvo tras escuchar un fuerte grito. Miró hacia un lado. En un callejón se distinguían las figuras de dos vampiros y un niño, ya muerto. Ádrian apretó los puños.

—¡Malditos! —susurró enfurecido, y reanudó el paso.

Caminaba lentamente, para no llamar la atención de ningún vampiro, hacia la casa en ruinas donde vivía, cuando algo lo alertó. Rápidamente se giró y sacó su afilada espada de debajo de la capa. Detuvo una patada que un muchacho intentó propinarle. El joven cayó al suelo y se levantó lentamente, sonriendo con maldad. Ádrian se encontró acorralado por unos diez jóvenes que no sobrepasaban la mayoría de edad.

—Maldito vampiro —dijo el chico acabando de ponerse en pie—. Vas a pagar por todo lo que has hecho —gritó—. ¡Nunca más volverás a tocar el cuello de nadie! —Se le lanzó encima nuevamente, esta vez con dos cuchillas en las manos.

Ádrian volvió a defenderse. Se deshizo de las cuchillas con un golpe de espada y golpeó con la empuñadura el estómago del joven, que cayó dolorido al suelo. El vampiro lo agarró del cuello y lo elevó, con la punta de la espada apoyada en el suelo.

—¿Así es como vas a privarme de beber la sangre de nadie? —dijo malhumorado—. ¿Tú quién eres para juzgarme? ¿Acaso me conoces, niño? —Ádrian apretó el cuello del muchacho, que jadeaba e intentaba soltarse con las dos manos.

—¡Déjalo, monstruo! —gritó otro joven apuntándole con una flecha—. Si no lo sueltas ahora, te mato. Vamos a encargarnos de que desaparezcáis de la faz de la tie... —No había acabado de hablar cuando se dio cuenta de que el vampiro ya no estaba frente a sus ojos y que su compañero había caído al suelo, intentando volver a respirar normalmente.

—No deberías decir cosas que no puedes cumplir. —El joven, todavía apuntando con la flecha, notó los susurros en el oído—. ¿Qué ocurre? ¿No puedes competir con la velocidad de un vampiro? —dijo Ádrian, acercando los colmillos al cuello del muchacho. Este se giró, pero el vampiro ya no estaba. Todos lo buscaron por alrededor, completamente asustados, hasta que lo encontraron sentado sobre una roca a pocos metros de allí.

—¿Por qué no me decís lo que planeáis? —dijo tranquilamente, y se guardó el arma bajo la capa—. A lo mejor os interesa saber que yo también estoy en contra de los vampiros. —Los miró fijamente. Solo se veía su silueta y aquellos ojos rojos brillando en la oscuridad.

—¡¿Qué intentas decir?! —gritó el muchacho del arco, viendo que todos susurraban sorprendidos por las palabras que acababan de salir de la boca del vampiro—. Todos saben que ningún chupasangre se enfrentaría a sus iguales. Estarías muerto si fuera así.

—De hecho, debería estarlo, pero supongo que tuve suerte —dijo aún muy tranquilo—. Y ahora, ¿me vais a decir lo que habéis pensado para acabar con todos los vampiros de la ciudad? Porque a mí me suena a chiste.

—¡Maldita sea! ¡Cierra la boca! —gritó el mismo joven—. No somos solo nosotros los que luchamos contra los vampiros. Cada vez somos más en número, y volverá a haber guerra si con eso conseguimos nuestra libertad.

—¡Oh! Ya veo —dijo en tono de burla—. Así que estáis formando una gran banda antivampiros, ¿me equivoco?

—¡Di lo que quieras! —gritó ofendido—. ¡Algún día acabaremos con todos vosotros!

—Por supuesto. —El vampiro saltó al suelo y volvió a emprender su camino—. Os deseo suerte en vuestro propósito, aunque supongo que no os volveré a ver. Vigilad vuestros cuellos, niños —dijo despidiéndose con la mano mientras se alejaba.

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Bajo la piel del vampiro ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora