Primera Parte: Capítulo 10

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Por la noche, me quedé dormida junto con Rixon y Angüelo. Había estado esperando a eso de lo que "debía estar atenta", según mi abuela. Pero el sueño había podido conmigo. Tumbada de costado, con la cabeza apoyada junto a la cabeza de Rixon. Angüelo se encontraba tumbado con prácticamente todo su cuerpo sobre nosotros. He de admitir que, con toda aquella nieve, no venía nada mal amontonarse con los amigos a la hora de dormir.

A medianoche me despertó la voz de mi madre:

-Cariño mío, levanta. Ha llegado el momento de que conozcas toda la verdad.

Entreabrí un ojo y la miré adormilada. Cuando fui a levantarme, noté que Angüelo ya no estaba tendido sobre Rixon y sobre mí, sino que se encontraba ya despierto y levantado, a unos metros de mí.

Me levanté y miré a madre. Le brillaban los ojos en la oscuridad. Así vista, era realmente hermosa. Sonreí ampliamente, a pesar de que el sueño aún me perseguía. Ella acarició mi mejilla con la suya. Luego, me dio un leve empujón con el hocico y me instó a caminar.

Angüelo se puso a mi lado y me miró con una sonrisa. Iba acompañado de una joven yegua. No era pegaso. Supuse que era su madre. Era de color canela, al igual que Angüelo.

-¿Es tu madre? -le pregunté a mi amigo, mientras caminaba hacia el bosque sin saber muy bien a dónde nos dirigíamos. Tanto mi madre como la yegua, caminaba tras nosotros.

-Sí, lo es. -m respondió con un susurro.

-Entonces, ¿tu padre es pegaso? -volví a preguntar con gran curiosidad.

-Sí. -volvió a contestar- Se conocieron hace muchos años. Me han contado la historia de cómo se conocieron muchas veces. Me encanta escuchar cómo la cuentan.

-¿Me la contarías a mí? -sonreí ampliamente. Se le veía feliz hablando de aquello, e inevitablemente me contagió esa felicidad. Angüelo también irradiaba paz y tranquilidad.

-¡Por supuesto! -dijo con una enorme y dulce sonrisa- Mi padre conoció a mi madre una mañana de...

-Niños, guardad silencio un momento, por favor. -pidió la madre de Angüelo. Ambos nos detuvimos para mirar a nuestras respectivas madres. Mi madre se acercó a mí y me dijo:

-Observa. Esto te gustará. -susurró con una sonrisa cerca de mi oreja. Su cálido aliento me produjo cosquillas e inconscientemente sacudí la oreja.

Madre rió leve y señaló con una gesto de la cabeza frente a nosotros. Esperamos unos segundos, y a los pocos momentos comenzaron a aparecer pequeñas criaturas circulares. Sus grandes cabezas eran bolas de fuego azul, unidas a delgados y pequeños cuerpos blanco-azulados. Se veían, en cierto modo, un poco descompensados. Pero, aún así, se veían lindos. Sus adorables y pequeños rostros nos observaban entre curiosos y temerosos.

-¿Qué son, madre? -pregunté con los ojos muy abiertos.

-Fuegos fatuos. -me respondió simplemente.

-¡Quiero uno! ¡Quiero uno! -exclamó Angüelo con una risa y cuando saltó sobre uno de ellos, este se desvaneció, apareció unos metros de él. Volvió a intentarlo de nuevo, pero de nuevo se le volvió a escapar. Reí al verle.

-Angüelo, hijo, deja a los fuegos fatuos. Son ellos quienes deben enseñarnos el camino. -dijo la yegua.

-Lo siento, madre. -respondió Angüelo, con una leve sonrisa y agachando la cabeza un poco.

Los fuegos fatuos formaron una fila, formando un camino que se internaba en el interior del bosque. Angüelo y yo nos mostrábamos curiosos y seguíamos a los fuegos con los ojos extremada abiertos. Cuando nos acercábamos mucho a uno de aquellos seres, éste desaparecía y nos acercábamos corriendo de nuevo al siguiente, con la esperanza de alcanzarlo antes de que se desvaneciera. Aunque en ningún conseguimos alcanzar ninguno.

-Un momento, ¿tú sabes dónde vamos? -le pregunté a Angüelo tras un rato.

-Mi madre dice que tiene que ver con la tregua entre nosotros y los unicornios. -dijo Angüelo con una sonrisa amplia y tranquilizadora. Ladeé la cabeza un tanto confusa. Me volví hacia mi madre.

-Madre...

-Estamos a punto de llegar. -me respondió ella, sonriendo de nuevo.

El camino que habían formado los fuegos fatuos se había acabado y solo quedaba un fuego, flotando a escasos centímetros del suelo. Acerqué el hocico a la pequeña criatura, pero esta vez no desapareció, sino que me estampó de repente un beso en el hocico y, después, ya por fin, desapareció.

Sacudí la cabeza ante el repentino beso y estornudé. Angüelo rió dulce y pasó caminando a mi lado. Su madre y la mía hicieron lo mismo. Ahora nos encontrábamos en un claro no muy grande. No daba para cobijar a muchos pegasos. En su centro se podía ver una fuente. En su interior, el agua plateada se mantenía tranquila y en calma. La taza de la fuente era muy baja, apenas unos quince centímetros de altura. En su centro, unas figuras de mármol blanco se entrelazaban entre sí, y en lo alto de todo, la figura de lo que parecía una gran ave. Del pico del ave surgía un chorro de agua silencioso que caía en la taza. A pesar del agua que caía, la superficie de la taza permanecía quieta, sin hondas.

La Luna llena desparramaba sus rayos blanquecinos por todo el claro, por lo que podía verse perfectamente.

-Madre, ¿qué hacemos aqu...? -no terminé la frase, puesto que vi aparecer la figura de un gran unicornio, ostentando su fino cuerno perlino en la amplia y blanca frente.

-¡Wow! -exclamamos Angüelo y yo al unísono. Mientras que mi amigo retrocedía intimidado por el unicornio, yo permanecí en mi lugar.

Olvidar significa morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora