Los Hombres

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Su simpatía por los hombres aumentaba de día en día, y también de día en día anhelaba más llegar a ellos. El mundo de éstos le parecía más extenso que en el que el sirenito vivía; sabían cruzar el mar con barcos, escalar enormes montañas cuyas simas se encontraban más allá de las nubes, se deleitaban en inmensas selvas y campos verdes. Sus hermanos no satisfacían su curiosidad. Cierto día conversó ampliamente de esta cuestión con su abuela, quién conocía el mundo más elevado.

Si los hombres no se ahogan – preguntó el sirenito –, ¿entonces viven eternamente? ¿No mueren como nosotros?

Si mueren – contestó la anciana –, y su vida es todavía más breve que la nuestra. Nosotros llegamos a vivir hasta trescientos años; luego, cuando dejamos de existir, nos convertimos en espuma, debido a que en el fondo del mar no hay sepulcros para recibir a los difuntos. Nuestro espíritu no es eterno; con la muerte termina todo. Los hombres, en cambio, tienen un espíritu que vive perpetuamente, que vive incluso después de que su cuerpo se ha transformado en polvo; este espíritu sube hasta el cielo, a placenteros lugares, gigantescos e inalcanzables para los pueblos del mar.

Pero, ¿por qué nosotros no tenemos un espíritu eterno? – dijo el sirenito desconsolado–. Daría con agrado los cientos de años que todavía he de vivir, por ser hombre, aunque sólo fuese por un día, y gozar luego del mundo celestial

¡No digas esos disparates! – Contestó la abuela–. En las profundidades somos mucho más dichosos que los hombres allá arriba.

¿Es necesario, entonces, que un día muera y que me convierta en un insignificante montón de espuma? ¿Habrá algún medio que me permita tener espíritu eterno?

Sólo uno; sin embargo, es casi improbable. Es necesario que un hombre te tenga un amor grandioso; que te ame más que a sus padres. Entonces, unido a ti con todo su espíritu y corazón, si logra que un sacerdote una su mano derecha a la tuya jurándote lealtad eterna, su espíritu se adherirá a tu cuerpo, y podrás disfrutar de la felicidad de los hombres. Pero es difícil que ocurra esa situación. Lo que aquí en el mar son una gran belleza tus aletas de pescado, a ellos les parece repugnante. ¡Desdichados hombres! ¡Para ser bellos piensan que es necesario contar con esas cosas con dedos pequeños que llaman pies!

El sirenito suspiró afligidamente contemplando sus aletas de pez.

¡Alegrémonos – Dijo la anciana –; nademos y divirtámonos a lo que podamos durante los trescientos años de nuestra vida! ¡A fe mía que es un tiempo suficiente, del que después reposaremos con más deleite! ¡Esta noche habrá fiesta en la corte!

El salón de baile era un enorme cristal en el que millones de caracoles colocados en fila a cada extremo alumbraban la sala con una luz azulina, que a través de las paredes cristalinas iluminaban también el mar. En medio del salón pasaba un ancho río, en el cuál danzaban los delfines y los sirenos al ritmo de su propia voz, que era magnifica. El sirenito fue el que cantó mejor; y le aplaudieron tanto que por unos minutos el gusto le hizo olvidar las grandezas de la tierra. Pero en seguida retornó de nuevo a sus anteriores aflicciones, pensando en el apuesto príncipe y en su espíritu eterno. Dejó de cantar y divertirse. Salió silenciosamente del castillo y se fue a sentar a su jardín.

El SirentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora