Parte II

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"Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos no podían ya más, y se me cerraban sin que yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte. Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le han cruzado las manos sobre la camisa blanca, y cuatro velas arden a los costados de la cama. No me atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues cuando tiemblan las llamas de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la impresión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podría yo pensar un momento que no había muerto, que podía despertar para decirme con su voz clara alguna palabra llena de cariño infantil.
Pero sé que está muerto y no quiero mirarle para no volver a abrigar una vana esperanza y verme de nuevo desilusionada. Lo sé, lo sé; mi hijo ha muerto ayer y ahora no me queda en todo el mundo nadie más que tú; tú, que no sabes nada de mí; tú, que entretanto te distraes con tus asuntos o con otros hombres. Sólo te tengo a ti, que nunca me conociste, a quien  siempre he querido.

Carta de una desconocidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora