Parte X

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"A pesar de todo, yo no hacía otra cosa que esperarte y vigilarte. Había en nuestra puerta una ventana redonda por la cual yo veía la tuya. Aquella ventana - no sonrías, querido, que aun hoy mismo no siento vergüenza de aquellas horas- era el ojo del mundo para mí; en aquella antesala fría, con miedo de que mi madre lo sospechase, permanecía sentada, con un libro en las manos, tardes enteras, durante meses y años. Me hallaba
siempre cerca de ti, esperándote o siguiéndote; pero tú no podías darte cuenta, no podía prestarme más atención que a la cuerda de tu reloj, que en la oscuridad de tu
bolsillo va contando pacientemente las horas; que te acompaña a todas partes con sus
imperceptibles latidos, semejantes a los del corazón y al que sólo muy de cuando en cuando lanzas una hojeada entre millones de segundos. Sabía cuanto a ti se refería; conocía todas tus costumbres, cada una de tus corbatas, cada uno de tus trajes; distinguía a cada uno de tus muchos conocidos y los iba clasificando en dos grupos: los que me eran simpáticos y los que no me agradaban. Desde mis trece hasta mis dieciséis años todas las horas de mi vida han sido para ti. ¡Ah, que tonterías hacía! Besaba el pestillo que tu mano había tocado, levantaba la colilla de un cigarro tuyo como cosa sagrada, porque había estado en tus labios. Cien veces cada tarde corría con un pretexto cualquiera a la calle, para ver en qué lugar de tu habitación había luz y sentir mejor tu presencia invisible.
Durante las semanas en que andabas viajando - se me paraba el corazón cada vez que veía al buen Juan con tu bolso de viaje amarillo-, durante aquellas semanas, mi vida no tenía sentido y era como si estuviese muerta... me volvía loca, me aburría y enfermaba, esforzándome al mismo tiempo por que mi madre no notase mi desesperación ni mis ojos irritados, deshechos de llorar.

Carta de una desconocidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora