Parte XXVI

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"No te acuso, querido mío, no te acuso. Perdona si de vez en cuando una palabra hiriente hacia tu corazón se desliza en mi pluma, perdóname; mi hijo, nuestro hijo, está muerto bajo la luz vacilante de las cuatro velas; he amenazado con mis puños a Dios y le he llamado asesino, pues tengo mis sentidos locos y turbados. ¡Perdóname la queja! Sé que en el fondo eres bondadoso y compasivo y que ayudas a cuantos reclaman tu auxilio, incluso al más desconocido, pero tu bondad es muy curiosa; es una bondad que, en efecto, está abierta para todos y al alcance de lo que cada uno pueda tomar, pues ella es infinita, pero al mismo tiempo es indolente. Quiere que vayan hasta ella a tomarla. Tú ayudas cuando se te quiere, cuando se te pide; concedes tu auxilio por pudor, pordebilidad, no por la alegría que da el hacerlo. Más amor sientes- te lo digo francamente- por el hombre feliz que por el atormentado.
"Y a los hombres como tú, incluso a los mejores entre ellos resulta difícil pedirles nada.

Una vez siendo yo niña, vi a través del vidrio de mi puerta como le dabas limosna a un mendigo. Se la diste apresuradamente, mucho antes de que el mendigo te hubiera pedido nada. Se la diste con cierta preocupación temerosa, como si huyeras de ver sus ojos. No he podido olvidar aquella manera inquieta y a la vez tímida de dar limosna, huyendo de la gratitud. Por eso nunca me he dirigido a ti. Tengo la seguridad de que me hubieras  ayudado en aquella época, aun no teniendo la seguridad de que se trataba de tu hijo; me hubieras consolado, me hubieras dado dinero... mucho dinero, pero siempre con el inquieto afán de apartar de ti lo desagradable. Sí, creo que hubieras llegado a persuadirme de que me separase de mi hijo, y yo lo hubiese hecho, porque, ¿qué podría negarte? Pero este hijo lo era todo para mí por ser tuyo; eras tú mismo, pero no tú el feliz, el despreocupado que podría escapárseme a cada momento, sino el dedicado- así lo creía-para siempre a mí, el ligado de por vida a mí. En él podía sentir crecer tu vida en mis venas, podía alimentarte, darte de beber, hacerte caricias, besarte cuando en mi alma ardiera tal deseo. Ya ves, querido; por todo eso me sentía tan dichosa al saber que iba a tener un hijo tuyo, y por ello lo callaba; así ya no te me podrías escapar.

Carta de una desconocidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora