Parte XXIII

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"Pero yo me defendía y me ocultaba; prefería parecer una tonta a sacrificar mi secreto.
"Imagínate que todo cuanto veía se hallaba impregnado de mi pasión, y cada cosa se me aparecía como un símbolo de mi infancia, de mi anhelo; la puerta donde te había aguardado miles de veces; la escalera en la que resonaban tus pasos y en la que te vi por primera vez; la ventana a través de la cual toda mi alma te había estado espiando; la estera de delante de tu puerta, sobre la cual, en una ocasión, me había arrodillado; el ruido de la llave que me había despertado; toda mi infancia, toda mi pasión animada en aquellos pocos metros: allí estaba toda mi vida y toda ella caía sobre mí como una
tempestad en aquel instante, en que todo lo soñado se realizaba, porque iba contigo, ¡Contigo a tu casa, a nuestra casa! Considera- parece una simpleza, pero no puedo explicarme de otro modo- que para mí, la realidad, el mundo me habían parecido cosas torpes y banales durante toda la vida hasta llegar a tu puerta y que, traspasando aquel umbral, comenzaba el país encantado de los niños, el reino de Aladino; considera que  miles de veces había mirado con ardientes miradas aquella puerta por la que entraba entonces vacilante. Tú puedes presentir- pero nada más que presentir, pues nunca lo sabrás del todo, querido- las horas de mi vida que palpitaron en aquel brevísimo instante.
Pasé contigo toda la noche. No te diste cuenta de que ningún hombre antes que tú había contemplado y tocado mi cuerpo jamás. ¿Cómo hubieras podido sospecharlo, amor mío, si yo no te oponía ninguna resistencia, si reprimía toda pudorosa indecisión, con el sólo propósito de que no adivinases el secreto de mi amor, que te hubiera asustado seguramente? Porque tú no concibes el amor sino como una cosa ligera y juguetona, sin
ninguna importancia; temes mezclarte en el destino de una extraña; quieres gustar sin medida todas las alegrías del mundo, pero rehuyes el sacrificio. ¡Amado mío, si ahora te declaro que era pura y virgen cuando me entregué a ti, no tomes en mal sentido mis palabras! No te acuso de nada, puesto que no me sedujiste, no me mentiste; fui yo misma la que me ofrecí, la que me lancé a tu pecho, la que me arrojé a mi destino. No te acusaré nunca, no; por el contrario, te lo agradeceré siempre pues aquella noche fue para mí infinitamente hermosa y resplandeciente de alegría y me encontraba como sumergida en felicidad. Al abrir los ojos en la oscuridad y sentirte a mi lado me pareció extraño, no ver arriba estrellas, pues sentía tan cerca el cielo. No, mi adorado, nunca, nunca me he arrepentido de aquella hora. Todavía recuerdo que, mientras tú dormías y sentía yo tu aliento y me veía tan cerca de ti en la oscuridad, lloraba de alegría.

Carta de una desconocidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora