28.- Tortitas con un vampiro

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Una de las ventajas de las vacaciones era poder bajar a desayunar tranquilamente en pijama, tomarse las cosas con calma, sin prisas, y disfrutar de ese sosiego. Ya desde el piso de arriba podía oler el delicioso aroma que llegaba desde la cocina y de pronto su estómago gruñó como para recordarle que estaba hambrienta y que no podía empezar bien el día sin llenarlo antes. Rose era de ese tipo de persona que no estaba completa hasta después del desayuno.

Casi bajó las escaleras de dos en dos y bailó su entrada en la amplia cocina.

-Buenos días, pequeña rosa- la saludó un Cecil sonriente desde detrás de la encimera- Veo que ya te has levantado. ¿Has dormido bien?

Aunque se apresuró a disimularlo tras una sonrisa a Rose no le pasó desapercibida su expresión de sorpresa. Una vez más no la había oído acercarse, había sido tan sigilosa como un inmortal, y los vampiros no acababan de acostumbrarse a no sentirla en todo momento. Si aguzaban sus sentidos estaba segura de que la detectarían por su olor o el latido de su corazón, pero eso requería cierto grado de alerta que no mantenían a todas horas. A pesar de que trataban de aparentar que todo iba bien Rose podía presentir su inquietud. Ni siquiera ellos estaban seguros de porqué los efectos de haber bebido la sangre de Inanna duraban tanto o cuándo desaparecerían. Estaba segura de que sus guardianes estaban tramando algo en las sombras, algo que no compartían con ella. Solo esperaba que no fuera nada peligroso. Incluso ella sabía que sus queridos "padres" no tenían posibilidad contra la vampiresa milenaria. Pero también estaba segura de que no se quedarían de brazos cruzados mientras una peligrosa antigua diosa caminaba a sus anchas por el vecindario. Por ahora todo lo que podía hacer Rose era sonreír e intentar fingir que todo estaba bien, darles cierta sensación de seguridad. Y tal vez, hacer sus propios planes en las sombras, intentar averiguar qué era l que Inanna quería de ella. Las terribles palabras de Madame La Laurie seguían pesando sobre ella.

Así que sonrió al atractivo vampiro rubio tras el fogón. Y él le devolvió la sonrisa, más blanca, más bonita y jovial. Ver a Cecil en la cocina era una rara ocasión. De algún modo se las ingeniaba para que incluso el delantal blanco le sentara bien. El inmortal era una de esas misteriosas criaturas que podía vestir harapos y aún parecer un príncipe de cuento de hadas. Envidiable.

-Pequeña rosa... ¡no vas a adivinar lo que he hecho hoy para desayunar!- comentó Cecil pareciendo increíblemente orgulloso de sí mismo -¡T...

-¡Tortitas!-lo cortó Rose echándose a reír.

El vampiro fingió una mueca de disgusto.

-¿Cómo lo has adivinado?- bromeó.

No era difícil adivinarlo teniendo en cuenta que el impresionante repertorio culinario de Cecil se limitaba a un solo plato: ¡Tortitas! Lo demás, permitir al vampiro acercarse al fuego para otra cosa que no fuera hacer su plato estrella era invitar a la muerte a darse un festín de carbón. Por lo general Marcus le tenía terminantemente prohibido acercarse a la cocina a nada que se pareciera remotamente a cocinar y era el vampiro moreno el que se encargaba de las comidas de Rose. Ella misma había insistido varias veces en que era mayorcita como para cuidar de si misma visto que los vampiros no comían, o al menos no en el sentido humano de la palabra. Pero el tema estaba fuera de discusión. Marcus era el encargado de la cocina y no había discusión alguna. Cecil le había explicado una vez que su compañero vampiro había pasado años investigando y perfeccionando una dieta nutritiva y equilibrada solo para ella. Rose no podía discutir al respecto.

Pero aquel día en vez de Marcus era Cecil el que estaba al otro lado de la encimera. Eso solo podía significar dos cosas: Marcus estaba ocupado en algo que desconocía o Cecil había tenido uno de esos raros momentos caprichosos.

El Hilo RojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora