1 - Un día no tan común.

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Abrió sus ojos disgustado por tener que verse obligado a abandonar el basto mundo de ensueño que Morfeo había creado solamente para él. La luz artificial de otro día invadió sin ningún respeto su ordenada y aburrida habitación. Acostado boca arriba sobre su apenas desordenada cama, extendió su mano para apagar el despertador que comenzaría a sonar a las 5:05 a.m. para cumplir con su determinado y monótono trabajo: despertar a ese joven de dieciséis años.

Miró a su alrededor aún adormilado mientras se sentaba al filo del colchón. Se colocó con pereza sus pantuflas y caminó hacia el armario. Dónde, entre prendas de vestir perfectamente planchadas y clasificadas por color y textura, tomó el conjunto que había seleccionado la noche anterior antes de dormir: Unos pantalones grises, camiseta de vestir blanca y un saco azul marino oscuro.

Entró al baño, orinó y seguidamente, se despojó del pijama y con agua tibia, enjabonó y enjuagó su cabello, su rostro, su cuerpo; secó hasta el último rincón con una toalla limpia, lavó sus dientes, y se vistió. Peinó sus castaños cabellos hacia atrás, fijándolos con un poco de cera. Boleó sus negros zapatos de vestir y acomodó el nudo de su corbata favorita. Llevando a cabo cada pequeña acción, en el orden que hacia años se había establecido para si mismo; sin faltar al más mínimo movimiento, sin saltarse ni un solo pasó, sin modificar, despojar o reordenar sus propios designios.

Tomó su mochila, en la que procedió a guardar un toper con comida que durante la noche, preparó justo para esa mañana; siguiendo de igual manera, el menú que tenía preparado para ese día de la semana en específico. Por ultimo y viéndose por última vez en el espejo, se dispuso a salir de esa casa pequeña y gris.

Hacia un día maravilloso. El sol brillaba con vehemencia sobre aquella pequeña villa; tanta era su belleza, que por un momento casi lo hizo olvidar que el clima era moderado desde la comodidad de una oficina en el centro de la ciudad. Inhaló y exhaló profundamente ese aire de cotidianidad, dispuesto a emprender su camino. Ese que debía recorrer en un tiempo determinado.

Así, recorrió las mismas calles de siempre: largas, estrechas, luminosas gracias a el blanquecino color del asfalto cubierto de piedra de rio preseleccionada. Con sus casas perfectamente alineadas por tamaños y colores claros y brillantes, la zona en la que vivía era considerada la ''Zona F'' la más baja en la categoría social. Por no decir la más pobre e ignorada. Sin embargo, en esa utopía monitoreada por el hombre, la clase más baja disfrutaba sin problemas de un buen salario con el cual pagar un buen servicio de luz, agua, gas, y renta. Buena comida, vestimenta. Un seguro. E incluso algunos lujos.

Las casas de la zona, por su parte, podían ser algo más pequeñas, pero eran bellas desde su fachada hasta el interior. Modernas y espaciosas a su manera; en realidad, no había nada de que quejarse. Las calles eran seguras durante el día y también por las noches. No existía la violencia, por lo tanto las muertes solo eran comunes en los ancianos y muy de vez en cuando, por enfermedades que no se detectaban a tiempo o por simples descuidos, en personas jovenes. Con la armonía que existía en su mundo, por ende, en aquellas escenas del día a día, no había nada interesante que admirar. Voltease a dónde voltease...paz y tranquilidad era todo lo que podía respirarse. Armando tragó saliva cuando, durante su camino, se topó con la sonriente cara de su vecino más anciano; un hombre alto y regordete sumamente amable que todas las mañanas, sin falta, iba a correr  (o mejor dicho a caminar y en ocasiones a trotar) al parque.

— ¡Buenos días Joven! —Saludó el hombre con cortesía, deteniendo su paso como solía hacer de lunes a viernes. — ¿Listo para la escuela?

Un saludo común entre ellos puesto que como mínimo, tres veces por semana se topaban en el mismo lugar hasta que, para ambos, se hizo común esa pequeña conversación matinal a la que él joven, solo sonreía y asentía con la cabeza y en ocasiones, con monosílabos que sólo buscaban terminar la charla de una sola vez. Al final, se despedía y le deseaba un buen día al buen hombre que hacía lo mismo, mientras se alejaba con su afable mirada adornando su arrugado rostro.

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