18. Número de Ciudadano.

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― ¿Por qué el mundo se está desmoronando frente a mí? ―Murmuró. Miraba aterrorizado las llamas que envolvían sin piedad alguna su tierno hogar; ese lugar donde creció, donde amó y fue amado.

Colgando aún del hombro de Nariz Grande, luchaba por poder incorporarse con sus manitas apoyadas en la espalda de ese asqueroso intento de ser humano que hasta hace minutos atrás, había ordenado a Mastodonte, bañar hasta el último rincón de la casa con abundante gasolina.

― ¿Disfrutando de la vista? ¿Eh? Eres un pillo. ―Se burló el hombre mientras se giraba para ver la casa que se calcinaba a sus espaldas. ―Mmm. Simplemente hermoso. ¿Sabes? Me recuerda a las enormes fogatas que solían hacer hace mucho tiempo; Un montón de hombres semi-desnudos con solo un taparrabos. Bailaban alrededor del fuego. Al son de los tambores. Proferían estruendosos gritos al cielo. Quizás blasfemias o algo así. La verdad, solo son gritos para mi... ¿Qué? ¿No me crees? ―Preguntó sacudiendo levemente el cuerpo del niño que colgaba de su hombro en total silencio.

Sintió como las uñas del niño se incrustaban con fuerza en su espalda mientras su pequeño cuerpo temblaba.

Nariz Grande sonrió maliciosamente.

Le divertía pensar que ese niño comenzaría a guardarle rencor. No había nada más satisfactorio para él que ver como un pequeño niño de ocho años se corrompía por completo. Una linda y tierna alma en la que el odio y la frustración se albergaban era para él un sinónimo del arte en su máxima expresión.

Dio unos cuantos saltos, tal cual lo haría un niño que sale a la calle después de una tormenta para saltar sobre los charcos que se acunaron en el frio asfalto. ― ¿Quieres ver? ― Preguntó emocionado. Meneó la cabeza, una y otra vez, extasiado. Y sin esperar respuesta continuó:

― ¡Oh! ¡Claro que quieres hacerlo! ¿Quién no querría verlo? Después de todo, siempre es gratificante ver el fruto de Tú arduo trabajo. ― Y dejando que la mente del pequeño Armando se carcomiera lentamente con esas palabras, se giró, dándole la espalda a la casa nuevamente solo para mostrarle una vez más el infierno qué había sido liberado sobre esa bella casita que albergaba todo dulce recuerdo entre la estructura de sus paredes. ―Tú serás mis ojos. Asegúrate de verlo todo por mí. ¿Quieres?

Un extraño sentimiento se arremolinó en el interior del pequeño y comenzaba a atenazársele en el estómago. El mundo del pequeño Armando se tornó rojo en un abrir y cerrar de ojos.

Las calles solitarias de esa noche titilaban por la llameante luz del fuego que parecía danzar al compás de la canción que Nariz Grande tarareaba sin cesar; mientras que, con su mano libre, simulaba sostener una batuta con la que dirigía las sombras danzantes en las paredes vecinas. Por un momento, Armando creyó en la sobrenatural posibilidad de que Nariz Grande manipulara a su antojo aquella orquesta apocalíptica llena de destrucción.


<< ¿Por qué nos hacen todo esto?>> 


Se preguntaba y miraba a ambos lados en busca de ayuda. Pero parecía que esos amables vecinos con los que convivían de vez en cuando, en las salidas al parque o al centro comercial, jamás habían existido. 


<< ¿Dónde están todos? ¿Por qué no nos ayudan?>> 


Armando creyó haber visto a alguien que se asomaba desde arriba, por la ventana de la casa de al lado, la cual se encontraba a varios metros lejos. Era esa mujer que siempre que podía cocinaba junto a Margarita, compartiendo recetas y tips de cocina. Ambas eran muy unidas. Según tenía entendido. Armando pensó que bajaría de inmediato al ver su rostro asustado. Después de todo, la casa de su amiga estaba incendiándose y no sabía si ella seguía adentro o no. Esperaba verla salir a toda prisa, con tubos de plástico enrollados en sus cabellos y con las pantuflas saliéndose de sus pies. Con el teléfono en mano, llamando a la policía o a los bomberos.

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