Tratado

• Ego •

─Edward─

—¡Maldición! —Se quejó Edward cómo por enésima vez al verse frustrado por no poder tocarla como lo deseaba—. Estúpida Lara —dijo golpeando el volante de su auto—. ¿Hasta cuándo me vas a dejar tocarte? —Se preguntó más que furioso porque encima de que él intentaba portarse como todo un caballero, ella le hacía ver películas tontas, comprarle antojitos bobos y besarla cada vez que ella ponía esa ridícula cara de ternura sin que él tuviera ninguna clase de recompensa más que esa ilustre sonrisa.

Era cierto que ninguna mujer se había resistido a abrirle las piernas en cuanto él la besaba, pero ella, Lara, simplemente no cedía. Para Edward aquella chica no era más que una santurrona anticuada cuyo lema de seguro sería: "Virgen hasta el matrimonio".

—¡Bah! —Se quejó en un gemido mientras viraba su auto de forma violenta.

Era claro que él odiaba a esa chica con la cual, desafortunadamente iba a casarse y todo por la culpa de sus padres que decidieron que la única forma de resolver sus problemas era hacer eso. Edward tenía que casarse con la hija los Evans para así formar una nueva sociedad y no irse a la quiebra. Era un total sacrificio que él tenía que hacer pero que al final valdría la pena, y aunque estaba inconforme con eso ya no podía hacer nada, el compromiso ya estaba hecho.

Exhaló con enojo y maldijo a su hermano, Leonard tenía tanta suerte de estar en esos momentos en el extranjero porque de no haber sido así, Edward seguiría estando soltero.

Chasqueó los dientes y aceleró un poco más.

Por suerte, para él Lara no era tan fea como se la había imaginado, al contrario, ella era bonita y rara a la vez por el color de sus ojos y su cabello, jamás había conocido a alguien así, tan peculiar. Tenía bonitas piernas y su cadera era perfecta ya que tenía la forma exacta para tomarla y penetrarla con fuerza. También, tenía una linda cintura la cual la hacía lucir con un maravilloso cuerpo, aunque para él, ella tenía un enorme defecto, sus senos eran pequeños.

—¡Mierda! —vociferó disgustado porque ella era casi perfecta.

Edward volvió a girar en una de las esquinas, ya casi estaba a punto de llegar a esa casa en la cual sabía que lo recibirían como se merecía, y aunque Amelia no era el tipo de chica que él admiraba, al menos agradecía que ella supiera como consentirlo.

Minutos después estacionó su auto y enseguida le llegó un mensaje.

"La puerta está abierta. Te espero en mi bañera".

El chico sonrió de forma pervertida y torciendo la boca en un gesto lujurioso se adentró en ese departamento.

Se quitó los zapatos y aflojó su corbata al tiempo en que se iba desvistiendo; subió las escaleras y llegó aquel cuarto; tomó el picaporte y abrió la puerta, adentrándose ansioso por hacerla suya de cualquier forma que le fuera posible.

Al entrar al baño pudo oler el dulce perfume de Amelia, a él le encantaba ese aroma y quizá esa era una de las muchas razones por las cuales él no había podido dejarla.

Al estar cerca de la tina escuchó el sonido del agua cayendo y pudo imaginarla bajo la ducha, deseosa por tenerlo. Edward sonrió complacido, así le gustaba que fuera ella, atrayente y excitante; le gustaba jugar con ella y dejarla con las ganas cada vez que él así lo quería y cuando conseguía lo que quería, simplemente se retiraba.

Para Edward no había más placer que complacerse a sí mismo.

Terminó de desvestirse de forma lenta, se quitó la camisa y después el pantalón del cual de uno de sus bolsillos cayó una pequeña tarjeta rosada con corazones y toda clase de cursilerías. Era una postal de Lara, ella se la había dado esa mañana en la cual había escrito de su puño y letra algo que Edward solo miró de forma superficial debido a que a él no le importo lo que ella hubiera escrito, sin embargo, su vista de inmediato lo descifro.

"Feliz día de San Valentín. Te amo".

Edward bufó al viento, Lara aún seguía siendo tonta, inmadura e infantil, algo que él odiaba en las mujeres y algo que jamás se atrevería a decirle porque no quería verla llorar, ya que esa era una de las tantas cosas que él más odiaba en la vida.

El chico recogió la tarjeta y la metió de nuevo su bolsillo. Se quitó la ropa interior y caminó hacia la puerta del baño, tomó la aldaba y se adentró cerrando de manera perversa mientras sonreía elevando su ego para complacer a su propio cuerpo.

Amelia gimió varias veces a lo cual él fue más violento que nunca, ya que los gemidos de ella lo excitaba de una forma descontrolada, pero de algún modo, Edward no podía concentrarse y llegar a donde él quería.

La tomó de la nuca y le dio la vuelta con fuerza recargando su pecho contra la dura pared, la cogió por las caderas y se hundió sin poder llegar al placer; llevaban más de media hora así. Para él era la peor tortura de todas, ya que no podía concentrarse y terminar.

—Di mi nombre. —Le ordenó en un intento fallido por sentirse hombre, más ella solo podía seguir gimoteando ante la crueldad y hostilidad con la que Edward la penetraba—. ¡Que digas mi nombre! —repitió al pensar en que quizá ella no lo había escuchado, pero al igual que antes no hubo respuesta.

Molesto por ello, salió de ella sin algún tipo de aviso, luego la giró para verla de frente.

—¡Que digas mi nombre! —Le gritó una última vez mientras la tomaba de las piernas y la elevaba por sobre su cadera.

Amelia lo miró y mencionó su nombre, sintiendo como él la trataba de una forma brutal.

—Edward, me estas lastimando. —Le dijo con dolor, pero este no paro—. Por favor, Edward, detente. Me duele —reiteró en una súplica, sin embargo, el chico la calló devorando sus labios, sin cuidado.

Edward no podía detenerse, aún no había llegado y quería hacerlo ya que Lara no le había permitido tocarla.

—¡¿Qué te ocurre, Edward?! —Le gritó Amelia cuando logró separarse—. Estas siendo muy brusco conmigo. —Le dijo limpiándose la sangre de su boca—. Tú no eres así, ¿qué te pasa? —La chica le dio la espalda y estiró una de sus manos para alcanzar una toalla.

Él la miró y observó cómo ella se retiraba, aunque antes de que lo hiciera alcanzó a tomarla del brazo, la halo con suavidad y la besó dulcemente, fue cuidadoso y tierno al acariciarla. Edward se dejó llevar por el momento, su cuerpo volvió a excitarse y, finalmente, llegó tras un solo nombre.

—Lara —susurró separándose al imaginarla frente a su rostro, con su cabello húmedo y con esos ojos color esmeralda que lo miraban con dulzura, pero al darse cuenta de a quién estaba mirando, se sorprendió.

—¿Lara? —inquirió Amelia molesta mientras lo aventaba—. Creo que te equivocaste, ¡idiota! —Le gritó con enfado—. Ya conoces la salida—. Y con una mueca en su rostro la pelirroja salió azotando la puerta, dejando a Edward bajó el agua y con la cara enrojecida.