-vas a ir a un colegio nuevo –me dijo mi mamá cuando yo tenía
once años de edad.
Al mes siguiente nos mudaríamos del departamento de tres ambientes del barrio de Villa del Parque a una casa en Flores.
Hasta ese momento, yo había concurrido al “Santa Rita”, un colegio de curas sólo para varones.
Y estaba bien que fuera solo para varones. Por qué andar mezclando, si puede haber colegios para varones por un lado y colegios para mujeres por otro, pensaba en aquel momento.
El cambio fue radical. No sólo pasé del pantalón de franela, camisa celeste, corbata azul y saco gris, a un simple guardapolvo, sino que además, la escuela 22 “Provincia del Chaco” era mixta.
-¿Mujeres en mi misma escuela? –pensé- Mmmmm… qué raro. Comencé sexto grado en el nuevo colegio con bastante tranquilidad a pesar del cambio. Nunca había tenido problemas con el estudio. Hasta podría decir que el día más esperado era aquel en el que me entregaban el boletín de calificaciones. Ese día mi mamá se ponía muy contenta y esperábamos ansiosos la llegada de mi padre para que también él se alegrara con mis notas. En esta nueva etapa escolar, no había motivo para que esto cambiara. Yo era un buen alumno y lo sabía. También era una persona bastante sociable, por lo que no tuve problemas en relacionarme desde el primer día con los varones de mi grado.
El segundo día de clase, ya pasada la expectativa del primer día, mientras formaba fila en el patio para entrar a clases, presté atención a la fila de al lado. Era la de séptimo grado. Nada menos que los más grandes del colegio. Los que estaban a un paso de la escuela secundaria. Los miré con cierto respeto, como si existiera un abismo entre las edades de ellos y la mía.
El séptimo grado estaba formado por tres varones y como veinte mujeres.
Mi mirada se detuvo en el final de esa fila. Una chica alta, de cabello castaño claro, ojos verdes y una carita preciosa, que luego supe que se llamaba Karina, me distrajo la atención. La de al lado también era hermosa: igualmente alta, pero morocha y de ojos negros.
Me sentí raro. Eran las primeras veces en mi vida que compartía tanto tiempo y un espacio en común con esos seres tan distintos llamados “mujeres”.
Las dos chicas de séptimo grado, como era lógico, estaban totalmente en otra. Para mí, esas no eran nenas. Eran mujeres que estaban a punto de terminar la escuela y al lado de ellas me sentía más insignificante que un mosquito.
Con disimulo, las observé caminar hasta su aula sin que, obviamente, se percataran de mi existencia. Ese episodio se repitió durante tres días. Al otro lunes, mientras formábamos la fila, dirigí nuevamente mi mirada hacia la rubiecita de ojos claros y me pegué uno de los primeros grandes sustos de mi vida: me estaba mirando. Desvié inmediatamente mi vista hacia el frente y me quedé inmóvil durante unos segundos. Luego, lentamente comencé a torcer el cuello como para comprobar si lo que había visto era verdad.
Y sí… Era verdad. La rubiecita seguía mirándome, a la vez que comentaba algo con la morocha, que más tarde me enteré que se llamaba Roxana, y que también me estaba observando, mientras sonreía tímidamente.
Sin entender el motivo de esas sonrisas y miradas, volví la vista al frente y así me quedé hasta que cada grado se fue hacia su aula.
Al sentarme en mi banco, una terrible duda me asaltó: ¿Por qué se estarían burlando de mí? ¿Estaría despeinado? ¿Sería simplemente por ser nuevo?
Luego del primer recreo, la gorda Fernández, compañera de mi grado y con la cual yo tenía menos onda que una regla, se me acerca y con cara de culo, pero como disfrutando del chisme, me dice: “Karina y Roxana de séptimo grado gustan de vos”. ¡Zas!, se mamó la gorda, fue lo primero que pensé.
-¿Qué decís, nena? –le dije como molesto por la pavada que acababa de escuchar.
-Sí nene, ¿Sos sordo? Recién en el recreo me vinieron a preguntar cómo te llamabas y me dijeron que sos muy lindo.
Evidentemente la gorda me estaba jodiendo, porque desde el primer momento nos caímos antipáticos mutuamente. La gorda era demasiado traga y chupamedias y yo para ella no era más que el varón nuevo.
-¿Por qué no dejás de hablar pavadas? –le dije molesto por lo que me pareció una broma de pésimo gusto.
-¡Qué ordinario! –me respondió al tiempo que me daba vuelta la cara y se retiraba hacia su banco.
En el recreo siguiente, mientras estaba agachado jugando a las figuritas, sentí que alguien me arrancaba un pelo.
Al darme vuelta, sólo vi un tumulto de chicos y no reconocí al agresor. Al rato, esto sucedió nuevamente y alcancé a descubrir a un alumno de séptimo grado que salía corriendo. ¿Había sido él?
Al recreo siguiente, volvió a suceder lo mismo, pero tampoco pude descubrir con exactitud si en verdad este chico era el que me daba los tironcitos en el pelo, porque siempre me agarraba desprevenido y se escapaba velozmente.
Al otro día, lo veo en el patio hablando con Karina y Roxana, las diosas de séptimo. Me acerco sigilosamente y escucho que Karina le dice: -Dale Román, traeme más pelitos…
Entonces, se dan vuelta y me descubren parado detrás de ellos. Román se escapó, Roxana comenzó a reírse nerviosamente y Karina se quedó mirándome tapándose la boca.
Me quedé duro sin saber que decir. En ese momento, como a los boxeadores, a los tres nos salvó el timbre.
Una vez de regreso en el aula, sentado en mi banco, tenía una extraña mezcla de sentimientos. Por un lado me sentía un winner total por saber que era cierto nomás que las dos chicas más lindas del colegio estaban muertas conmigo; pero por otro lado, había quedado sin poder reaccionar ante tal situación, sintiendo una combinación de vergüenza y miedo.
Ese fue el comienzo. A partir de ese momento, nada volvió a ser igual. Mejor que no les cuente lo que fueron mis boletines de allí en más. Las figuritas, la tele, la pelota, pasaron a ocupar un segundo lugar, para dejar el primero a las chicas. Esos seres extraños que me atraían como nada, pero que en aquella primera experiencia me habían dejado paralizado y sin reacción. Había mucho por aprender.