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Al llegar el postre a la mesa, también llegaron las complicaciones.

Tío Gerard apartó su copa de Whisky a un lado y miró detenidamente a Marcus.

— ¿Cómo van tus estudios, Marceline? 

Travis apretó el puño bajo la mesa y respiró hondo repetidas veces para calmarse. Una vez estuvo más tranquilo, miró a su tío y sonrió sin ganas.

— Su nombre es Marcus, tío Gerard.

— Oh, ¿de verdad? —dijo fingiendo sorpresa— ¿Es ese el nombre que le pusieron sus padres?

Marcus no levantaba la cabeza. Se aferraba con fuerza a los laterales de la silla y hacía grandes esfuerzos para no echarse a llorar allí mismo.

— No —intervino Alaska—. Pero es el nombre que aparece en todo documento legal que le pertenezca, ya que se lo cambió. Y eso es tan válido como que usted se llame Gerard, ¿no cree?

— No, no lo creo así, jovencita —replicó el hombre—. Lo que yo, y la gran mayoría de las personas creemos, es que es antinatural lo que esta joven está haciendo. Dios te ha creado a su juicio, y eso es algo que no se puede cambiar. Si naces mujer —miró a Marcus—, da igual cuán masculino te vistas, sigues siendo mujer.

— ¡Papá! —gritó Riley, levantándose de la mesa— ¡Basta ya!

— Oh, ¿acaso te estoy incomodando, Marceline?

Marcus no pronunció palabra. Se limitó a alcanzar la mano de su amiga y aferrarse a ella. Alaska entrelazó los dedos con los suyos, ejerciendo más presión de la pensada.

— Adoro a las mujeres —rió tío Gerard—. No saben ni cuándo deben utilizar esas lenguas de cotorras.  

La sala se quedó sumida en el más pulcro silencio. Nadie se hubiera esperado comentario peor proveniente de aquel hombre.

Travis miró a su madre, disgustado porque en ningún momento callara al que era su hermano. Pero lo que de verdad hirvió su sangre, fue ver que tanto el novio de su madre, como el de su prima, compartían ligeras risotadas por lo bajo, y disfrutaban del espectáculo sin ningún escrúpulo.

Alaska se levantó estrepitosamente de la mesa y tiró de Marcus, dispuesta a marcharse. Recogieron sus cosas y se encaminaron, junto con Travis, hacia la puerta.

Sin embargo, antes de que ninguno de los tres pudiera siquiera cruzar el umbral del comedor, Salem habló:

— Hay algo en lo que he de decirle que tiene usted razón, señor Pritchez.

El hombre se asombró por la intervención de Salem y le miró. 

— ¿Eso crees, joven?

— En realidad, estoy más que seguro de que su afirmación es correcta —sonrió—. Quiero decir que, usted ha dejado claro que si alguien es mujer, da igual como se vista, porque va a seguir siendo mujer, ¿no es así?

El hombre asintió.

— Por lo tanto, sucedería lo mismo en el caso contrario. Con un hombre.

Salem juntó las manos sobre la mesa y miró a los familiares de su amigo. Al no recibir respuesta, prosiguió:

— Me lo tomaré como un sí —dijo con gracia—. Yo soy un hombre, me visto como un hombre, por lo que, según usted, soy un hombre. Marcus es un hombre, se viste como tal, así que... es un hombre. No creo que haya más complicación que esa.

— No creo que me hayas entendido.

— Oh, sí, sí que lo he hecho —dijo levantándose y cogiendo su chaqueta—. Lo que pasa es que sus argumentos me parecen absurdos. Casi tan absurdos como definir el género de alguien por la anatomía con la que nació.

Tío Gerard fue a hablar, mas Salem levantó la mano y negó.

— No —dijo—. Y respecto a su comentario sobre la lengua de las mujeres...—rió— Yo creo que tienen muy claro cuando deben utilizarla. Por lo menos, su hija estuvo bastante segura de cómo hacerlo conmigo.



          



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