VII

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Alaska había propuesto ir a su bar, pero el moreno no quería tener que pasar su tiempo libre metido ahí también, por lo que eligieron otro de los muchos locales de la calle. Iban por la segunda copa, cuando Byron notó a su amigo distanciado de la conversación, con la mirada perdida en algún punto de la barra y la copa de whiskey, intacta, frente a él.

—Moon —dijo, poniendo la mano en su hombro y acercándose a su oído—. Sé fuerte un ratito más y no le entristezcas la noche a la chica, anda.

Salem reaccionó al instante y buscó a Alaska con la mirada.

La encontró sentada en un taburete a pocos metros de él, balanceando las piernas a un ritmo que ella misma se había marcado y un vaso de refresco entre las manos. Miraba a todos lados de forma distraída y sonreía de vez en cuando. Lo cual le contagió también a Salem.

Se fijó en como las luces de colores la resaltaban a toda ella. En cómo su pelo caía en cascada por su espalda, y en el alegre compás de sus piernas al moverse. Le pareció más bonita que de costumbre.

Se levantó, dejando a Byron atrás, y fue hacia ella, poniendo la barbilla en su hombro y colando las manos bajo sus brazos, hasta entrelazarlas en su cintura.

—Siento estar comportándome como un capullo —susurró y besó su mejilla—. ¿Te apetece bailar, cielo?

Alaska se sacudió ligeramente a causa del escalofrío que el chico había causado en ella y, tras dar un sorbo a su bebida, le miró.

—Me apetece saber la verdad —dijo ella—. Y ver si puedo ayudarte.

Salem sonrió de medio lado y volvió a darle un beso en la mejilla, solo que esta vez dejó los labios allí durante más tiempo.

—Un baile y seré todo tuyo.

Alaska bajó del taburete con un animado saltito y dejó el vaso sobre la barra del bar, cogiendo la mano de Salem después.

—Bailemos, entonces.

Salem sonrió con amplitud y le besó la mano antes de llevarla hacia la pista de baile.

Apartó amablemente a un par de personas, quienes se disculparon exageradamente; a lo que Alaska rió.

—Impones demasiado.

Salem cogió sus brazos e hizo que los pasara alrededor de su cuello. Después, colocó las manos con suma delicadeza sobre su cintura y le dio un suave tirón para pegarla a su cuerpo. Alaska se sonrojó.

—Olvida al resto de la gente por un rato, ¿quieres? —bajó la cabeza hasta que sus labios rozaron el lóbulo de la chica, el cual besó, y dijo—: Finge que no existen durante unos cuantos minutos. Solo estamos tú y yo, Al.

Alaska no respondió. Se limitó a asentir y a apoyar la cabeza sobre el pecho del chico. En aquel mismo instante la música comenzó a sonar y Salem la reconoció al segundo, pero dudaba de que fuera a ocurrirle lo mismo a Alaska.

Los acordes fluyeron por la mente de Salem incluso antes de que estos sonaran. Y es que había escuchado aquella canción tantas veces que parecía como si él mismo la hubiera creado. Le costó tragar; no supo muy bien si la propia saliva o la cantidad de recuerdos que la melodía le hacía rememorar, pero pasó un mal rato, hasta que se convenció a sí mismo de que no todo lo que la canción acarreaba eran malos momentos. También tenía sus partes buenas. Como cuando se despertaba en mitad de la noche y la escuchaba sonar; y al llegar al salón de aquella lúgubre casa se encontraba con esa mujer, mirando por la ventana mientras tomaba un trago de Dios sabe qué.

Entonces ella le hacía acercarse, sentarse en su regazo, y volver a dormirse. Aunque él siempre lo fingía, porque le gustaba quedarse escuchando la canción entera, el ritmo de los latidos acelerados del corazón de la mujer y el choque del vaso cada vez que esta lo volvía a dejar sobre el alfeizar de la ventana.

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