Primera Parte, Capitulo 5.

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Caminó lentamente hasta el centro de la sala como le indicaron. Observó a todos los hombres que estaban en la reunión, muchos, notó.

La sala era circular, le recordó vagamente a un anfiteatro. Delante de si tenía una mesa larga y elegante, y sentada detrás de ella había siete hombres, los más viejos del lugar, vestidos con túnicas negras y guantes grises. Uno de ellos se puso de pie y la observó.

—Bienvenida a Nuevo Edén señorita Bárbara Mills —dijo él con voz seria—. Nosotros somos el concejo de esta ciudad y estamos aquí para asignarles a los mejores hombres que se adecuen a su usted.

Todos los ancianos observaron unos apuntes en la mesa unos minutos, luego hablaron entre ellos y al acabar asintieron. Esto no duro más de cinco minutos.

—Hemos llegado a una conclusión—-. Bárbara abrió su boca. Tan pronto, pensó, ni siquiera le iban a pregunta ¿qué quería?, ¿cuáles era sus preferencias?, ¿la consideración no era parte de esta charada?

—Pasen a delante —dijo el hombre —Garrett de Barbaros —un hombre de pelo oscuro y largo se puso de pie, llegó a un lado del lugar y se detuvo—, Alec Front —un hombre atlético y delgado caminó hasta el primero, tenía el cabello castaño y enrulado—, Isaac Gutter —un hombre rubio e igual de alto se les unió—, y —continuó el anciano. Solo eso, pensó ella divertida —Martin Silas —el último hombre era el más bajo de todos, con el cabello muy corto y oscuro.

Al verlos en fila notó que todos se parecían un poco, su color de piel variaba entre lo moreno y más pálido, y sus cuerpos musculosos y delgados, por lo menos tenían buen gusto.

—Ancianos —dijo el General y todos lo miraron—, debo incluir a alguien más.

Los hombres a su alrededor hablaron entre ellos.

—¿A qué se debe esto General? —preguntó el hombre.

El General se movió hacia el grupo para hablar en voz baja. Luego de unos minutos asintieron.

—Entonces, dados los acontecimientos, el último en ser asignado el día de hoy es Altaír Letelier.

Eso sí le sorprendió, tanto, que abrió su boca por la sorpresa. Miró a un lado para ver a Altaír caminar tenso hasta los demás hombres, su mandíbula estaba apretada y mantenía sus ojos en el piso.

Los hombres a su lado lo miraron y luego entre sí como si todo esto fuera raro, bueno, más raro de lo que parecía.

—Bien —dijo el anciano—, con esto damos por terminada la reunión, si la señora —¿señora? pensó —tiene alguna duda, sus asignados le ayudaran en todo, dentro de unos meses tendremos otra reunión para saber cómo van las cosas.

Llevaron a Bárbara a una sala y la hicieron espera un poco.

Se había vuelto loca o estaba muerta y esto era algún tipo de infierno o paraíso perturbador, de lo única que estaba segura era de que no entendía nada y ni siquiera sabía si quería llegar a entender.

El General y Anabela vinieron a la sala para despedirse de ella. La mujer le dijo que tenía a una amiga en ella si lo deseaba y le dio su número telefónico, luego la acompañaron a un automóvil. Bárbara permaneció de pie observándolo.

—No estoy segura de esto —les dijo—, ¿qué se supone que pasa ahora?

Anabela suspiró y se acercó suavemente.

—Estarás bien, en serio —Bárbara la miró—. Ahora iras a la casa que les asignaron, es tu nuevo hogar.

—Casa —repitió un tanto angustiada y miró al General—, ¿en serio? se supone que debo subir a esto —apuntó con su mano al automóvil —para que me lleve a una casa que desconozco completamente, en un lugar extraño y lo más importante —movió su mano hacia los hombres que le habían asignado, todos parados a un costado de diferentes automóviles mirándolos —con un grupo de extraños.

El General asintió.

—No te harán daño, parte de su deber es protegerte, cuidarte, jamás te habrían asignado a cada uno de ellos si consideraran que podían hacerte el más mínimo daño.

—Esto es...—no supo cómo decirlo, luego bajó los hombros derrotada—. ¿Por lo menos podré recuperar mis cosas? —preguntó.

Anabela apuntó el maletero del vehículo.

—Están ahí —ella asintió.

—Bien —murmuró —pero juro que la primera cosa extraña que vea me largo de allí y no me va a importar nada lo que los demás piensen—. Ambos asintieron.

Sí claro, pensó.

Luego de despedirse subió al auto y este se puso en marcha, ella observó a los automóviles que la seguían. Ellos están para protegerte, recordó, pero quien iba a protegerla de si misma.

El Deseo de BárbaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora