VII

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«El mundo está lleno de libros preciosos, que nadie lee.»

—Umberto Eco.

—Vamos a morir. Vamos a morir. ¡Vamos a morir!

—¡¿Podrías dejar de decir eso?! ¡Me pones de los nervios! —gritó Warrior a mi lado. Sostenía con fuerza una de las ramas que había arrancado como un bate de béisbol. Yo mantenía mi pequeña navaja frente a mí como si fuera un crucifico mientras aferraba con la otra mano un par de piedras medianas. Temblaba como una gelatina y gritaba cada que el ninja frente nuestro se defendía con su espada de los bandidos.

Los tres hombres vestidos con harapos que habían corrido hacia nosotros lo atacaban haciendo uso de sus cadenas. Intentaba entender cómo es que no les dolía tirar tan bruscamente de sus collares oxidados; ellos no hacían siquiera una mueca de dolor, solo estaban ahí, sin emitir nada más que gritos incoherentes que me ponían la piel de gallina. Era como si ni siquiera supieran cómo comunicarse o sentir. Tan escalofriante.

El ninja... o Jiro, esquivó uno de los latigazos de metal por la derecha y brincó para evitar otro proveniente de la izquierda, al estar en el suelo se apoyó firmemente en sus pies y atacó con su espada dando un tiro certero a uno de los hombres andrajosos. Fue como si estuviera viendo todo en cámara lenta. Jiro le dio justo en el estómago clavando su arma con fuerza, lo atravesó por completo y —luego de dar un giro veloz sobre sus pies— sacó la espada rápidamente manchándose con la sangre que brotaba a borbotones. Pude ver incluso cómo parte de sus vísceras caían a los pies del ninja; vomitaba sangre, ahogándose con esta y finalmente cayendo sin vida con un golpe sordo. Sus ojos inyectados en sangre no se habían alcanzado a cerrar y seguían con la misma expresión de vacío en ellos. Estaba muerto. Y todo en menos de quince segundos.

Casi vomito.

Realmente estaba muerto, por Dios. ¡Lo había matado! Santo cielos... ¡Podía morir! Y acababa de caer en cuenta de eso. Que lo que estaba viviendo era real, que podíamos morir en un parpadeo. Dios, era más lenta que un caracol.

No me di cuenta cuando los jinetes se habían bajado de sus caballos hasta que escuché a Rupert advertir al ninja, para que nos ayudara. Estaba jodidamente aterrada y no me había movido de mi lugar observando al cadáver en el suelo casi esperando a que se levantara y nos comiera el cerebro, pero podía apostar que Jessie estaba igual que yo. Solo éramos dos chicos de casi dieciocho años, aun con todos los videojuegos y películas que hubiéramos visto en nuestras vidas, nada nos preparaba para situaciones reales como esta.

—¡Victoria, Jessie, muévanse! —gritó Rupert, peleando con uno de los andrajosos de ojos vacíos. Parpadeé varias veces, observando la situación a mi alrededor como una idiota en pausa. El ninja batallaba con el moreno y otro de los andrajosos mientras que el rubio estaba a un par de metros de mí, sonriendo de lado.

—Vamos, pequeña, ven conmigo y no le haremos nada a tus... queridos amigos —habló él, melosamente, extendiendo sus manos a los lados como una invitación.

—¿Por qué no te creo nada? —ironicé, tartamudeando patéticamente y poniendo frente a mí la patética navaja. Tan patético todo.

Esto pareció divertir al rubio grasoso, que se carcajeó, burlándose en grande.

—Tienes razón, lindura, igual los mataré así que, ¿por qué retrasar lo inevitable cuando podrías acompañarnos con Uro? —sonrió, sacó de los bolsillos de los lados dos enormes cuchillos y corrió hacia mí veloz pero entonces Jessie tomó mi mano y me arrastró hacia atrás mientras Spica aparecía entre nosotros y el hombre, aleteando tan fuerte que incluso su figura comenzó a desfigurarse por momentos...

No lo leas, ViDonde viven las historias. Descúbrelo ahora