IX

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«La infancia no va de una edad concreta a otra. El niño crece y abandona los infantilismos. La infancia es el reino donde nadie muere»

—Edna St. Vincent Millay

—¿Quiénes son? —preguntó la chica de voz dura como el acero y actitud intimidante. Pobre de aquel se dignara a contestarle.

—Bueno, nosotros... —comenzó Rupert, con calma. Ay, no.

—No te hablé a ti —ladró ella, callándolo al instante, posando su vista en el niño al lado de Annie sin dejar de apuntar el arma hacia nosotros—. ¿Quiénes son? —repitió, señalándonos con su ballesta. De verdad deseaba que no estuviera cargada pero sabía que no tenía tanta suerte para eso.

—Ellos me ayudaron a escapar —dijo el niño rubio entonces, acercándose a la extraña mujer como si nada—. De Uro. Me habrían vendido si no fuera por ellos.

La joven mujer alzó una coloreada ceja, su ojo crítico repasándonos de pies a cabeza. Intercambiando señas con el niño, lentamente bajó su ballesta, más no la descargó.

—¿Es eso cierto? —escupió hacia nosotros. No sé los demás, pero yo asentí al instante, como niña regañada. Vamos, ella parecía como que podría matarte de un momento a otro con solo respirar mal. Algo así como la maestra a la que siempre le caes mal en secundaria.

—Bien —sonrió de pronto, atrayendo al pequeño consigo en un fuerte abrazo, para luego golpearlo bruscamente en la cabeza—. Te dije que no salieras hasta tarde, mocoso —El pequeño asintió cabizbajo con un pequeño quejido. Nos señaló, indicando el pequeño espacio a nuestro alrededor—. Así que, ¿ustedes fueron los del alboroto allá afuera? —dijo, sin esperar una respuesta—. Pueden sentarse ahí e irse cuando todo se calme un poco.

No esperé que me lo dijera dos veces, me dejé caer con un pequeño jadeo al suelo, sin mucha gracia, seguida de Annie, los demás y la pequeña niña de cabellos negros como la noche. Se recargó en mí, abrazándome con fuerza, y se quedó dormida al instante. Parpadeé aturdida, pasando mis manos por su cabeza y espalda, llena de moretones. ¿Cómo es que alguien tan pequeño y delicado como un niño podía sufrir de esta forma?

Mi corazón dolía.

Jiro seguía levantado, su más de metro ochenta elevándose por encima de todos nosotros, incluidos Jessie y Rupert, junto con Spica en su hombro. Jalé con cuidado su capa, haciendo señas a ambos de que se sentaran y descansaran un poco, por lo menos. No creí que me hicieran caso sin embargo, y para mi sorpresa, lo hicieron. La joven mujer se había ido a curar los brazos del pequeño amigo de Annie al cuarto de al lado, sus murmullos se escuchaban y sabía que hablaban de nosotros, pero no tenía cabeza para pensar en eso ahora. Tenía algo que hacer.

Cargué mejor a la criatura en mis brazos, cuidando que no se despertara, y me acerqué vacilante a Annie, mi estómago hecho un nudo. ¿Cómo te disculpabas con alguien por hacer que casi lo maten? Papá decía que solo los valientes se disculpaban, ahora entendía por qué.

Tomé aire y la miré. Sus ojos curiosos y cansados me observaron y lo solté.

—Lo siento —grazné, mi voz rasposa—. Siento todo esto, perdón por no escucharte cuando me llamaste, que te hayan lastimado tanto y estés en esta situación. Lo siento por todo, Annie, nunca debí llevar ese libro, nunca debí haberlo dejado en tu casa, de verdad lo siento... Yo... solo... no espero que me perdones, solo...

Pero mis disculpas murieron cuando ella me sonrió y me dio un pequeño abrazo.

—Está bien, no llores —dijo, sus manos en mi rostro. ¿Había estado llorando? La miré asustada, limpiando con rapidez mis ojos. Ella no lo sabía, pero tenía pánico a llorar. Cuando uno empezaba, lo difícil era terminar—. No fue culpa de nadie, es decir, no sabíamos que este tipo de cosas pudieran pasar por un simple y feo libro de la biblioteca.

No lo leas, ViDonde viven las historias. Descúbrelo ahora