8. Los medio demonio

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Sus dedos, callosos y huesudos, se deslizaron con lentitud sobre la pálida y fría piel de la mejilla de Hall. Su lengua mojó sus labios libidinosamente mientras sus ojos negros no se despegaban de aquel cuerpo bien formado. Tenía que admitir que Hall se había convertido en un hombre atractivo. Ya las bellas facciones de sus padres prometían un hermoso vástago, pero aquellos ojos cobalto, aquellos jóvenes y fríos labios rojos y aquel apuesto rostro de líneas duras y pómulos altos sobrepasaban sus más altas expectativas.

Deseaba al muchacho. Lo deseaba desde que Hall, con tan solo once años, le miró firmemente y se negó a matar a una loba que acababa de regresar de amamantar a sus crías. Odió su debilidad, y le castigo por ello, pero no pudo dejar de admirar la rigidez de su espalda, sus jóvenes y firmes músculos en tensión o aquella inquebrantable fidelidad a lo que pensaba.

Pero que poco le había durado aquello. La mente era un instrumento frágil. Con la debida presión y perseverancia, toda voluntad terminaba cediendo.

Su mano recorrió los duros pectorales, desnudos y fríos como la misma muerte. Bajo su palma, el latido lento pero constante desmentía el aspecto que mostraba el joven. Hall no abría sus ojos desde hacía dos semanas.

—Ya es hora de que despiertes, mi rebelde pupilo. Ya es tiempo de sanar tus heridas.

Sus dedos se clavaron en la piel, dejando que los pequeños regueros de sangre descendieran por los costados del dormido cuerpo. El sello de magia que contenía el indómito espíritu se rompió. Y con él, su control sobre Hall.


—¿Crees que funcione? —preguntó un angustiado Jared a nadie en particular.

—Eso espero. No podemos seguir así por demasiado tiempo.

Jared se giró hacia Erick. Sus ojos, abiertos de par en par, mostraban todo su dolor.

—Pero él no quiere volver a la realidad. ¿Tenemos derecho a obligarle? ¿De verdad es bueno para él hacer que reaccione ahora?

Erick suspiró, se levantó de la silla que estaba ocupando y se acercó hasta él. Sus lagos brazos le rodearon. Agotado tanto mental como físicamente, se dejó caer contra el cálido cuerpo, pegando su rostro al pecho de Erick y dejando que el conocido y penetrante aroma le calmara.

—Puedo sentir su dolor.

—Lo sé. Todos podemos sentirlo —contestó Erick apretando su abrazo—. Pero es algo inevitable. Negarse a despertar no le devolverá a su padre.

—¡Maldito sea! ¿Cómo pudo hacernos esto? ¿Por qué? ¡Yo creía que era nuestro amigo!—Sus dedos se clavaron en la fina tela del jersey de Erick, mientras se aferraba a él con todas sus fuerza. No le importó que las lágrimas mojaran su cuello —¿Cómo pudo...? ¿Cómo pudo hacerle esto a él?

—Nos engañó a todos.

—Pero él... ¡mierda! ¡Compartí mi comida con él, le ofrecí mi amistad sin reservas! Y Rory... ¡Rory le quería!

No le importó que Erick no contestara. Se dejó llevar por sus sentimientos, derramando la rabia que aún no había podido dejar salir y que le corroía por dentro. Frente a ellos, el largo y oscuro pasillo que albergaba el cuarto cerrado de Rory parecía llamarles. No hacía ni cinco minutos que Killian Walter había entrado por la inmensa puerta blanca que durante dos semanas había supuesto una invencible barrera mágica.

Sintió como Erick enterraba la nariz entre sus rubios cabellos, aspirando con fuerza. Cerró los ojos, pensando en el cambio que había tomado su relación desde que ambos llegaron allí, heridos y moralmente hundidos, hacía dos semanas. Las peleas cesaron y las miradas sutiles pasaron a convertirse en toques de necesidad.

La venganza de un hijo [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora