Aquel viernes había quedado con mis amigos a las ocho en el Café Comercial para ir a Malasaña. Los exámenes de la segunda evaluación acababan de terminar, y todos los chavales de la clase de COU de mi colegio estábamos deseosos de celebrar el fin de la tortura con un monstruoso botellón en la Plaza del Dos de Mayo. Desde hacía un par de años nos solíamos reunir allí para beber, no solo la gente de mi clase, sino la mayoría de la peña de bachillerato del colegio privado donde estudiábamos.
En 1998 todavía estaba permitido consumir alcohol en las calles de Madrid sin exponerse a recibir un multazo por parte de los agentes del orden público, así que nuestro principal pasatiempo de fin de semana era irnos quince o veinte personas al barrio de Malasaña, comprarnos unos cuantos litros de vinacho peleón y Coca Cola, mezclarlo en los propios bricks del vino y bebérnoslo sentados en una plaza. Este proceso se llamaba botellón y estaba de puta madre, porque con tres libras te ponías hasta arriba de kalimocho y, además, no tenías que aguantar las estrecheces y los ruidos propios de un bar. La contrapartida era que dejábamos el barrio hecho una puta mierda, con todas las esquinas llenas de meados, las calles hasta arriba de basura y a los pobres vecinos les daban las tantas sin poder dormir. Sobre todo, porque no éramos solo nosotros, sino que la zona se había puesto de moda últimamente y medio Madrid hacía botellón allí.
Ese día en concreto no nos sentamos en la plaza porque estaba hasta arriba de gente, sino que nos quedamos al final de Velarde, que es una de las calles que desembocan en ella. Rápidamente formamos una especie de corro, con la mitad de la gente apoyada contra la pared y la otra mitad enfrente, todos sentados en la acera. Todo el barrio estaba así ocupado por grupos de jóvenes sentados en las calles, por lo que para andar por ellas había que hacerlo por la calzada. Por fortuna, había poca gente que se atreviese a meter el coche en fin de semana por las estrechas calles de Malasaña, por temor a quedarse allí atascado o sufrir algún desperfecto, así que se podía circular con cierta facilidad. Dentro del centro de Madrid, Malasaña era el territorio de los punkis, los sharperos y, en general, de todos los que les gustaba el rollo alternativo, en contraposición a los nazis que en teoría estaban en la zona de Bilbao. Así cada tribu urbana solía tener su zona, los bakalas se reunían en los bajos de Argüelles, los pijos en Alonso Martínez y Castellana, los gays en Chueca, los guiris en Huertas y los moros en Lavapiés. Nosotros, que no éramos ni pijos ni bakalas, ni por supuesto nazis, nos sentíamos más identificados con los rojeras de Malasaña y por eso hacíamos el botellón allí. Aunque íbamos parcialmente disfrazados de tribu urbana, en realidad solo éramos «niños bien» de colegio de pago jugando a ser rebeldes de fin de semana.
Una vez sentados en la acera, algunos de mis colegas se pusieron a liarse porros mientras el resto decidía quién subiría a comprar el kalimocho a los chinos que estaban un poco más arriba, casi en la esquina con la calle de la Corredera Alta.
―Déjame liarme un peta ―le pedí a mi colega Davo que se sentaba a mi lado. El Davo era todo un entusiasta de la marihuana, el hachís y, en general, de todas las drogas, aparte de un borracho, pero ya me tenía calado.
―No, Chencho ―me respondió―. Tú nunca pillas costo y siempre estás fumando de los demás.
―Vale, lo lío yo, pero te lo fumas tú ―insistí de nuevo sabiendo que según una norma no escrita, el que se lo lía tiene derecho al menos a la primera calada.
No tuve éxito y el tío me contestó―: No, que se lo líe el Guti, que los hace mejor. ―Mientras, le pasaba un trozo de chocolate a él. El Guti cogió el tema y se lió un canuto en dos segundos, el cual se fumaron entre él y el Davo sin ofrecerme nada―. Ya os chuzaréis y me daréis de fumar sin daros cuenta, cabrones ―pensé lleno de rencor. Por suerte, los dos que habían subido a por la priva ya bajaban con un montón de bricks de vino y todo lo necesario para empezar el botellón. Visto que no tenía canutos que fumar, me cogí, para consolarme, un vaso de mini y lo llené a partes iguales de vinacho y Coca Cola después de ponerle tres hielos.
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YOBBO 98
General FictionBienvenidos al Madrid de los noventa. Chencho, un joven ingenuo y algo neurótico, vive solo para el fin de semana, con sus botellones, sus bares, sus tribus urbanas, los colegas, las algaradas callejeras y multitud de problemas en los que se irá met...