Por fin parecía que íbamos a salir de la comisaría de Moratalaz para ir a ver al juez. Más o menos a mediodía unos maderos nacionales llegaron y nos sacaron de la celda en dos tandas. En la primera iba yo con el Pedro, Echeverría y el Gordo. De nuevo, desfilamos por los pasillos de la comisaría hasta llegar a una especie de patio donde había una lechera preparada para salir.
Los maderos organizaron un pequeño grupito de reos para meter en la furgoneta. Aparte de nosotros cuatro había dos moros, uno joven y otro como de treinta años. Los dos tenían muy mala pinta, cicatrices en el rostro y ojos feroces. «Por ahora parecen calmados ―pensé―, pero ojalá no me pongan con ellos en la siguiente celda». Por último, vino un tío viejo y gordo que estaba grogui perdido. El tío tenía la mirada ausente, no podía hablar y apenas se mantenía erguido. No parecía borracho, era como si le hubiesen lobotomizado, e incluso tuvimos que ayudarlo a subir en la furgoneta. Una vez arriba se sentó y cayó pesadamente hacia el lado sobre uno de los moros, quien lo empujó con violencia hacia el otro. Al final entre todos conseguimos mantenerlo en equilibrio mientras la lechera estaba parada, pero una vez que se puso en marcha, el saco de mierda se caía para todos los lados y tuvimos que estar sujetándole hasta llegar.
―Vaya diferencia entre la ida y la vuelta ―le dije al Pedro mientras me preguntaba qué habría sido de las chicas. Por lo visto, mi viaje de ida había sido una irregularidad bastante grave por parte de la Policía. Encerrar a hombres y mujeres juntos en una celda, o incluso en una furgoneta, es ilegal y va contra los derechos humanos. A mí en ese momento me pareció estupendo, pero puedo entender que quizá a las chicas no les hiciese tanta gracia ser encerradas con un tipo desconocido.
Tardamos como quince minutos en llegar a los juzgados de la Plaza de Castilla. Ese era nuestro destino y el lugar en el que un juez decidiría si me ponía en libertad o me mandaba a prisión. Una vez allí nos metieron de nuevo por unos pasillos y acabamos en una celda Echeverría, el Gordo y yo. Al Pedro no sé adónde se lo llevaron, pero al rato trajeron a otro compañero. El nuevo era un punki jovencito con cresta y todo. No le pregunté su nombre ni nos presentamos, pero yo en mi foro interno le llamaba el Indio, porque su cara morena y lampiña, junto con su cresta, me recordaban a la de un indio mohicano.
Esta nueva celda era relativamente grande y tenía la ventaja de tener un retrete y un grifo, aunque era más vieja y cutre que las que había en Moratalaz. En las paredes había cientos de pintadas y grabados artesanales, como si todo aquel que hubiese pasado por allí hubiese seguido el sagrado ritual de plasmar su nombre, su lema o sus más profundos anhelos, desde «Viva Romania» hasta «Muerte al capitalismo» o «Todas putas». Nuestra primera misión en la celda estaba clara, había que dejar constancia de nuestro paso por allí, así que nos dispusimos a ello con entusiasmo. El indio encontró un trozo de yeso, el cual dividimos en dos y nos pusimos a pintar en la superficie lisa del banco de piedra. El Indio pintó «Oi! Viva la unión punk-skin», mientras que yo, más individualista y menos sectario, me escribí un «Chencho estuvo aquí, marzo 98». Cuando concluimos nuestra obra nos quedamos mirándola. El Indio parecía satisfecho con su alegato unitario, pero a mí me parecía demasiado poco para mi ego. «¡Qué efímero! ―pensé―. El primer hijoputa que se siente en el banco borrará con su trasero mi glorioso sello». Por eso, me puse a buscar por el suelo de la celda algún objeto de naturaleza más dura, con el que pudiese grabar la huella de mi paso por aquel inmundo lugar. Después de unos minutos encontré un trozo pequeño de azulejo con el que pude plasmar mi nombre en la pared de escayola a una altura respetable.
Echeverría y el Gordo no se sumaron a nuestro ritual. Echeve era como un niño grande y se contentaba con mirar asombrado lo que hacíamos, a la vez que era la persona más feliz del mundo cometiendo algún pequeño destrozo o escupiendo algún lardo inusualmente asqueroso en el suelo. El Gordo creo que estaba deprimido porque no había hablado ni hecho nada desde que llegamos allí. Cuando terminamos de pintar el Indio y yo, simplemente cogió la tiza y puso en la pared: «Ánimo, todo va a salir bien», supongo que dedicado tanto a nosotros como a todos los desdichados que diesen con sus huesos allí en el futuro. «Joder, un gordo sensible y con sentimientos dándonos lecciones de humanidad. Lo que hay que ver».
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YOBBO 98
General FictionBienvenidos al Madrid de los noventa. Chencho, un joven ingenuo y algo neurótico, vive solo para el fin de semana, con sus botellones, sus bares, sus tribus urbanas, los colegas, las algaradas callejeras y multitud de problemas en los que se irá met...