PARQUE DEL OESTE

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Al día siguiente me levanté tarde y no fui a clase a pesar de ser lunes. Lo único que me apetecía era estar en mi casa y recuperar fuerzas para el interrogatorio que me esperaba el martes en el colegio. Por la tarde me animé un poco y salí a dar un paseo alrededor de mi casa con el perro. En cierta manera me llevé a Piletus, porque pensaba que ningún madero me iba a detener si llevaba un perro conmigo, y también me cuidé de ir convenientemente documentado con mi DNI. Después del paseo me entretuve ordenando y preparando los apuntes y demás material escolar hasta que llegó la hora de cenar. Una vez cenado vi un poco la tele, creo que ponían «Expediente X», luego me fumé un cigarrito a escondidas en el baño y a dormir.

Mis padres me llamaron alrededor de las siete y media de la mañana. No me apetecía nada levantarme, pero sabía que tenía que volver a clase si no quería perder el tren de selectividad. Me metí en la ducha todavía atontado por el madrugón y me vestí con la ropa que había preparado el día anterior. Después me afeité, me peiné un poco, cogí mis cosas y me lancé a la calle sin desayunar. Mientras me dirigía a la estación de metro de Sol intentaba figurarme cuál sería la reacción de la gente al verme, puesto que me había convertido, junto con el Pedro, en el protagonista indiscutible del fin de semana, y también planeaba mi actuación ante todos ellos. «Ojalá me dejasen en paz», pensé, pero sabía muy bien que no sería así. Repasé de memoria todas las preguntas posibles y probables que me iban a hacer, y pensé en cómo contestarlas sin dar muchos detalles ni hacerme el interesante. También decidí mantener la versión de la historia en la que era completamente inocente, sobre todo por los profesores y dirección del colegio. Tomé el metro en Sol y me bajé en Moncloa, al final de la línea tres. Según iba subiendo la calle que lleva hasta el colegio de pago donde cursaba el COU, mis pasos se hacían cada vez más cortos y mis ganas de darme la vuelta e irme a casa aumentaban. Al final me armé de valor, crucé las puertas pintadas de verde y me dirigí hacia las escaleras para subir al piso donde estaba mi clase. Había poca gente por los pasillos, ya que había llegado un poco tarde aposta para evitar el mogollón de la entrada, pero no me libré de la charla de los celadores. Nada más verme se acercaron a mí, me hicieron todo tipo de preguntas y me aseguraron que si era necesario, incluso testificarían a mi favor en un futuro juicio. ―Muchas gracias ―les dije―, pero por ahora estoy bien.

Luego llegó el temido momento de entrar en clase cubierto de gloria y ser el blanco de todas las miradas. «Ahí va, ese es el presidiario, vaya careto que trae...», me imaginaba a todos los compañeros comentándolo en voz baja y haciendo gestos acusadores. Entré por la puerta cuando ya casi todos estaban sentados y desfilé, con toda la dignidad que pude reunir, hasta el que era mi sitio. Los tres segundos desde la puerta hasta mi silla se me hicieron eternos con todos los chavales y chavalas mirándome, aunque afortunadamente nadie hizo ningún comentario ni ninguna coña. Los años de taekwondo y las peleas en el patio me habían dado una reputación de tío, en general majo, aunque voluble e imprevisible, por lo que nadie se atrevió a tocarme los cojones. Cuando me senté, saludé y hablé un poco con los peñistas de alrededor, pero evitando el asunto obvio. Después empezó la clase y todos nos pusimos a tomar apuntes como locos.

Durante el resto del día casi nadie me molestó con el tema de mi detención, excepto algunas chicas que me preguntaron un poco qué tal estaba. En el «recreo» me rodeé de mis mejores amigos y más que yo contarles nada fueron ellos los que me contaron a mí todo lo que había ocurrido mientras yo estaba detenido. Después de la última clase me fui a casa rápidamente para evitar los típicos corrillos que se formaban a la salida. Una vez allí comí algo y me eché una siesta. El resto de la tarde lo pasé estudiando como pude y después la rutina de todos los días: cenar, prepararse para el día siguiente y a dormir.

YOBBO 98Donde viven las historias. Descúbrelo ahora