LUNA

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Por fin parecía que los maderos se habían cansado de repartir hostias o bien ya no les quedaba más espacio en las lecheras para encerrar desgraciados, así que apurando los últimos porrazos se dispusieron a levantar el tenderete, llevándonos al Pedro y a mí con ellos. He de reconocer que, sin embargo, el paseo en furgoneta desde la calle Fuencarral hasta mi próximo destino, la comisaría de la calle Luna, no estuvo mal. Nunca imaginé que los furgones policiales fuesen tan cómodos y espaciosos, con asientos ergonómicos y mazo de sitio para los pies. En la parte de delante solo viajaban dos maderos, conductor y acompañante. En la parte de atrás íbamos el Pedro y yo contemplando una panorámica nocturna de la Gran Vía madrileña desde una perspectiva bastante poco usual. El único punto negativo fue que en nuestra lechera también viajaba «el amigo culpable de nuestra detención», más conocido como el Contreras, quien no dejó un momento de molestarnos, tanto a nosotros como a los maderos, haciendo preguntas, comentarios impertinentes, ruiditos y sonándose los mocos con un pasamontañas que encontró tirado en uno de los asientos. «Este tío es la hostia ―pensé―, incluso retenidos hay gente que no sabe guardar la debida compostura».

Nada más tengo que resaltar de este paseo nocturno, aparte de la pericia al volante del madero conductor, quien a pesar de ir a toda hostia por el centro de Madrid esquivó con suma habilidad a coches y peatones, adivinándose en él una prestancia y dominio de la conducción poco comunes. Cuando llegamos a Luna, el comité de bienvenida se mostró bastante más amable que los antidisturbios. Estos policías eran simplemente chupatintas de comisaría y no pegones profesionales, así que prescindieron de empujones, amenazas e insultos. Bajamos de la lechera de uno en uno y descubrimos que estábamos en una especie de garaje, ya en las tripas de la propia comisaría de la calle Luna. Mientras avanzábamos por los sombríos y húmedos corredores, yo me esforzaba en abrir bien los ojos y retener hasta el más mínimo detalle del edificio, los policías y los detenidos, no solo para saber a qué sitio había ido a parar, sino también por curiosidad. Creo que ya había pasado por allí antes para renovar el carné o el pasaporte, pero ahora estaba en calidad de reo. Todo me parecía bastante irreal, una especie de sueño molesto del que no tardaría en despertar. Como el edificio era bastante viejo, los pasillos eran estrechos, con el techo muy bajo y la pintura, en tonos pastel, estaba bastante deteriorada. Los despachos eran de tipo espartano, sillas de oficina y mobiliario cutre sobre el que se acumulaban innumerables papeles, expedientes y tochos. En cierta manera, me recordó al colegio donde había hecho la EGB años atrás.

El madero que me escoltaba me dirigió hacia una especie de mostrador donde me preguntaron mi nombre y algunas otras cosas, no sé para qué, pues ni se molestaron en escucharme. En su lugar me dieron un cuestionario para rellenar con todos mis datos personales. Después me pidieron que me identificase con mi DNI, el cual me había requisado uno de los agentes en la calle. Eso le dije al poli del mostrador, pero él me dijo que esto no era posible. ―Pues a mí me han quitado el carné sus compañeros ―le respondí bastante preocupado. Ahora no podían identificarme hasta que el antidisturbios de turno tuviese la bondad de devolver mi carné. Esto no me hacía mucha gracia, primero porque entre todo el barullo un carné se puede perder tranquilamente y, además, no me fiaba de esos antidisturbios cocainómanos. Era muy posible que se lo acabasen vendiendo a la mafia búlgara a cambio de dinero, cocaína o favores sexuales.

Luego vino una pregunta a la que no supe muy bien qué responder.

―¿Solicita usted un abogado de oficio?

―¿Eh? Pues, no sé ―respondí de manera bastante dubitativa ante el gesto contrariado del agente.

―¿Quieres un abogado de oficio, sí o no?

YOBBO 98Donde viven las historias. Descúbrelo ahora