MORATALAZ

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Fui invitado a entrar en la parte de atrás de una lechera y allí me senté de mala gana. El hecho de estar dentro de un vehículo me sugirió que me trasladaban a otro lugar, probablemente la cárcel. El hecho de que el vehículo todavía no se hubiese movido indicaba que no iba a ser yo el único detenido que sería trasladado, porque si lo fuese habríamos arrancado ya, deduje con un sagaz razonamiento. Enfrascado en tales pensamientos estaba cuando vi aparecer al primero de mis compañeros de viaje. Casi entro en estado de shock.

No daba crédito a mis ojos. ¡Una tía! Una chica mulata, jovencita y bien parecida entró en la furgoneta y se sentó enfrente de mí. ¿Qué hace un bombón como tú en un furgón como este? Me sentí tentado a preguntar, pero en su lugar le dirigí un neutral e inofensivo «Hola» a la vez que mis ojos se desviaban irremediablemente hacia unas peras redonditas y firmes, cuyas formas se adivinaban bajo una camiseta de algodón Adidas.

Ella me respondió también «Hola», con una mezcla de cautela y solidaridad carcelaria. «Joder, esto no es tan malo», me dije a mí mismo mientras intentaba iniciar una conversación para intentar intimar un poco con la mulatita malasañera. Empezamos a hablar acerca de las típicas cosas que se suelen decir un hombre y una mujer cuando se conocen bajo custodia policial.

―¿Dónde te detuvieron? ―A mí me detuvieron en bla, bla, bla... ―A ver si nos sueltan pronto bla, bla, bla... ―Nuestra romántica conversación fue interrumpida por la llegada de otro de los pasajeros de la furgoneta.

«¡Joder, otra tía!». No me lo podía creer. Otra chica de unos dieciocho años y de buen ver, aunque esta vez blanca, entró en la lechera y se sentó junto a la mulata, a quien parecía conocer de antes. «Esto es de coña», pensé mientras me preguntaba si aquel no sería mi día de suerte. Ya sé que en los últimos minutos había sido sorprendido varias veces, pero cuando por fin la furgoneta se llenó de peña y echó a andar, no cabía en mí más que asombro. Todos los ocupantes de la furgoneta, excepto yo, eran chicas de edades comprendidas entre los dieciocho y veintipocos años. Todas buenas mozas, guapas y simpáticas.

«Vaya cambio, salir de una celda llena de meados y tíos apestosos y acabar aquí rodeado de chochos jóvenes y frescos, y sin posibilidad de escapar». Por primera vez me alegré de estar detenido, la vida me debía esta compensación después de tantos años sin comerme un colín. «¡Por fin se hacía justicia!», pensé, y deseé con todas mis fuerzas que a todos los ocupantes de la furgo nos encerrasen en la misma celda. «Joder, cinco tías y yo encerrados juntos, durmiendo juntos, en las duchas... Si la cárcel es así, que me encierren de por vida. Ya me siento mejor, hasta me apetece cantar...».

Desperté al amor

En una furgoneta

Una polla, dos cojones

Y cinco pares de tetas

Seguí fantaseando durante todo el viaje al tiempo que charlaba de vez en cuando con todas las tías. Un pensamiento que me atormentaba era el hecho de que allí sentado era lo más cerca que había estado de una chica en todo lo que iba de 1998, y eso era bastante patético. Si sigo así de torpe con el bello sexo, mis probabilidades de echar un polvo serán tan reducidas como las que tiene el Real Madrid de volver a ganar la Copa de Europa antes de que acabe el milenio. Aun así, el camino se me hizo corto y muy agradable rodeado de las chicas hasta que al final llegamos a la cárcel de Moratalaz o algo así, y nos invitaron a bajar de la lechera. Me dolió bastante cuando me separaron de las moziñas, pues ya me veía casi como el sultán de Brunei con harén y todo. «Mierda, la poligamia tendrá que esperar», me lamenté amargamente mientras me llevaban por los pasillos y me encerraban en una celda con otros dos gilipollas, esta vez de sexo masculino.

YOBBO 98Donde viven las historias. Descúbrelo ahora