SELECTIVIDAD

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Al día siguiente me esperaban los libros para empezar mi último y desesperado repaso para los exámenes de selectividad. La vuelta a esta realidad fue dura pero necesaria, así que empleé todo el sábado reuniendo y preparando mis apuntes para el mes de estudio que me esperaba, y también me planifiqué cómo distribuir el tiempo entre las asignaturas. El domingo hice un tibio intento de empezar a estudiar y el lunes reanudamos las clases de nuevo en el colegio.

Estas clases de repaso para selectividad fueron bastante diferentes de las maratonianas sesiones tomando apuntes a las que estábamos acostumbrados y se centraron más en cuestiones prácticas que nos podían aparecer en los exámenes. Esto era hacer muchos comentarios de texto en Lengua y Filosofía, y muchos ejercicios en las demás asignaturas. Algunos de mis compañeros ya tenían esto totalmente dominado, pero yo estaba bastante pez en casi todas las materias.

Todos los días me volvía de clase con un taquillo de ejercicios de varias asignaturas corregidos y me lo empollaba en casa con la esperanza de que dichas preguntas cayesen en mis exámenes. También me elaboré unos apuntes ultrarresumidos de cada asignatura, donde estuviese únicamente la información esencial para aprobar. Hice esto porque me vi incapaz de memorizar largos y plomizos textos en el poco tiempo del que disponía, así que decidí estudiar con el objetivo de aprobar y no de lucirme sacando buenas notas. La asignatura que peor llevaba era el Dibujo Técnico, hasta tal punto que decidí dejar el examen en blanco cuando llegase el momento, excepto una de las preguntas que siempre era igual todos los años y ya me sabía de memoria. Así me quité toda una asignatura de un plumazo y pude dedicar el tiempo a estudiar otras en las que tuviese más probabilidades de hacer algo. Los dos puntos que valía el único tipo de ejercicio que sabía hacer serían una buena recompensa, teniendo en cuenta que el esfuerzo invertido en la asignatura sería cero.

Así me dividí el tiempo entre seis asignaturas e intenté estudiar lo mejor que pude durante aquellos días. Cuando por fin llegó el finde anterior a la semana de selectividad, estaba tan nervioso y alterado que no conseguía aprenderme ni el camino a la Facultad de Derecho de la Complutense, que era donde tendría lugar la temida prueba. Por fortuna, logré convencer a mi amigo Nico, un joven sensato y estudioso, para quedar en el metro de Sol y dirigirnos a los exámenes juntos. Así, cuando llegó la fatídica mañana de lunes en la que empezaban, nos encontramos a las ocho en punto donde habíamos acordado.

El Nico se mostraba tranquilo y confiado ante los exámenes, todo lo contrario que yo, que estaba hecho un manojo de nervios. En cierta manera creo que si no hubiese tenido alguien que me llevase casi de la mano hasta la Facultad de Derecho, hubiese sido incapaz de encontrarla por mí mismo. Mientras íbamos en el metro en dirección a la Ciudad Universitaria, matábamos el tiempo intentando pronosticar las preguntas de los exámenes que haríamos aquel día. Estos eran nada más y nada menos que cuatro. Matemáticas, a las nueve; Física, a las doce; y por la tarde, Filosofía e Inglés. Yo, que soy una persona a la que le gusta que los problemas vengan de uno en uno, lo pasé bastante mal los días anteriores simplemente para decidir qué asignatura debía de repasar la última o qué partes eran más importantes.

Después del metro nos dimos un pequeño paseíllo por la Ciudad Universitaria y llegamos a la Facultad de Derecho sobre las nueve menos cuarto. Allí estaban ya todos nuestros compañeros de clase y también algunos profesores que habían venido a prestarnos apoyo moral, y quién sabe si secretamente a regodearse con nuestro sufrimiento.

A las nueve en punto se abrieron las puertas del aula donde haríamos el examen de Matracas y nos fueron llamando por orden alfabético para entrar y tomar asiento. Este proceso se prolongó casi media hora, machacando mis ya de por sí alterados nervios. No creo que hiciese demasiado calor, y es posible que incluso hiciese fresco, sin embargo, me recuerdo sudando como un cerdo y con una sensación de agobio considerable mientras esperaba que dijesen mi nombre. Una vez que me llamaron enseñé el DNI y entré a clase, donde todavía la cosa fue peor. Una vez allí nos tuvieron sentados otros veinte minutos antes de empezar a repartir las hojas. Ya no se podía decir que estuviera nervioso, ahora directamente me encontraba mal, estaba mareado y tenía ganas de vomitar y de cagar a la vez. Cuando por fin me dieron el examen, la situación tampoco mejoró.

YOBBO 98Donde viven las historias. Descúbrelo ahora