Con todas estas tonterías de enamorado los días fueron pasando lentamente, hasta que un lunes por la mañana descubrí que entre el correo había una carta para mí. El remitente era la Seguridad Social británica y dentro venía una pequeña tarjeta azul donde estaban escritos mi nombre y ocho dígitos que identifiqué como el deseado número que me abriría las puertas de un trabajo remunerado. Presa de la emoción me vestí a toda prisa y reuniendo todos mis documentos, pasaporte y demás historias en un gran sobre blanco, me dirigí a la agencia de trabajo temporal para formalizar mi inscripción como aspirante a currante.
Mientras caminaba iba repasando mentalmente todo lo que tenía que decir para hacerme entender. En este tipo de trámites me sentía un poco inseguro con el idioma, porque mi dominio del inglés se limitaba más bien a los asuntos de andar por casa y me solía perder bastante en la jerga técnico-legal. Cuando llegué me di cuenta de que la suerte me sonreía, pues allí estaba mi amigo David el catalán arreglando un asunto sobre un día de vacaciones. Nada más verme el tío me saludó efusivamente, y al enterarse de que ya tenía todos los permisos y requisitos en orden, me insistió en que le dejase a él hablar con las empleadas de la agencia. No sé cómo lo hizo ni qué les contó, pero al cabo de diez minutos ya tenía un puesto de trabajo en el mismo sitio donde él curraba.
La empleada que me atendió después era muy simpática y me ayudó bastante con todos los trámites. Su nombre era Amanda y, aunque rebasaba ampliamente la treintena, se notaba que disfrutaba provocando a los currantes masculinos de la ETT. El ajustado vestidito blanco que llevaba aquel día se trasparentaba bastante y cuando se levantaba a coger un documento o algo, todos los hombres en la oficina podían comprobar que no llevaba nada debajo de él salvo un minúsculo tanga. Ella entonces sonreía consciente de toda la atención que recibía y se volvía a sentar cruzando las piernas a lo Sharon Stone. A pesar de sus jueguecitos, Amanda fue muy amable conmigo, informándome de todo y proporcionándome un par de botas de puntera de acero necesarias para el desempeño de mi trabajo.
―This isn't a present ―me dijo― the cost will be deducted from your first wages. Sorry but you got to wear them for safety reasons.
«Vaya sorpresa, yo creía que las botas con punta de acero eran solo para patear nazis y pegar hostias en los conciertos, y resulta que sirven para currar. En fin, todos los días se aprende algo».
Por suerte o por desgracia tenía que empezar a currar ese mismo día haciendo el turno de tarde en un almacén que Orange, la empresa de telefonía móvil, tenía en la cercana localidad de Chipping Wardington. Lo mejor era que trabajaría en el mismo turno que tenía mi colega David, por lo que no iría solo. Además, el salario no estaba mal, casi seis libras la hora, lo que a la semana supondría según mis cálculos unas doscientas. Para llegar hasta allí, un microbús nos recogía a todos los trabajadores a la una y media frente a la agencia y nos traía al acabar a las diez de la noche.
Como todavía eran las doce del mediodía me daba el tiempo justo para volver a casa, cambiarme de ropa y prepararme algo para comer allí. Una vez que hice todo esto y me mentalicé para afrontar el primer día de trabajo de toda mi vida me presenté en el lugar indicado a la una y media, me subí al microbús y me senté al lado de David. Alrededor nuestro iban unas ocho personas más. La mayoría de ellos eran jóvenes estudiantes que aprovechaban el verano para sacar algo de pasta, aunque también había viejos fracasados y algunos inmigrantes que no tenían otra opción que currar para una ETT. Una vez que estábamos todos dentro el conductor arrancó y nos llevó por una serie de carreteras secundarias que atravesaban la campiña inglesa y nos mostraban un paisaje verde y bien cuidado. La verdad es que el campo en ese país era bastante bonito en comparación con algunas ciudades que resultaban de lo más triste. A ambos lados de la carretera se veían prados, trigales, arboledas y de vez en cuando algunas ovejas pastando. Ocasionalmente también atravesamos alguna aldea pintoresca, apenas tocada por la negra mano de la industrialización, pero este bucólico paisaje cambió cuando llegamos a nuestro destino, una enorme nave industrial en la que pasaríamos las siguientes ocho horas currando.
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YOBBO 98
General FictionBienvenidos al Madrid de los noventa. Chencho, un joven ingenuo y algo neurótico, vive solo para el fin de semana, con sus botellones, sus bares, sus tribus urbanas, los colegas, las algaradas callejeras y multitud de problemas en los que se irá met...