CAPÍTULO II UNA ADJUDICACIÓN VERDADERAMENTE PÚBLICA

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L primer cuidado de Roberto al día siguiente, 26 de abril, por la mañana, fue el de encaminarse
a ver de nuevo el cartel de que el día anterior se había servido la Providencia. Verdaderamente,
debíale en justicia esta peregrinación.
Fácilmente dio con la calle, con la larga pared negra y el sitio exacto en que había aguantado el
chaparrón; pero no le fue tan fácil descubrir nuevamente el cartel. A pesar de que formato no había
cambiado, los colores eran completamente distintos. El fondo grisáceo habíase trocado en un azul
rabioso, y las negras letras en un escarlata chillón. Sin duda lo había renovado la agencia Baker, al
ocupar Roberto la plaza de intérprete y hacer por consiguiente innecesario el pie del anterior cartel.
Quiso éste cerciorarse dirigiendo una rápida mirada al final de la hoja y no pudo menos que quedarse
sorprendido. ¡En lugar de solicitar un intérprete, el cartel anunciaba que un cicerone-intérprete que
dominaba todos los idiomas había sido agregado a la excursión!
- ¡Todos los idiomas! -exclamó Roberto-. ¡Pero yo no dije nada de eso!
Sin embargo, pronto halló la explicación del aparente contrasentido. Al alzar la vista, observó
que la razón social que encabezaba el cuartel no era la agencia Baker.
Agencia Thompson and Co., leyó Roberto admirado, y comprendió que la nueva noticia relativa
al intérprete no le concernía en lo más mínimo.
No tuvo que esforzarse mucho para descifrar el enigma, que, si por un instante al menos se había
presentado ante él, era únicamente debido a que los colores chillones elegidos por aquel Thompson
atraían las miradas de una manera irresistible, a expensas de los carteles que le rodeaban. Al lado
del nuevo cartel, tocándolo, incluso, aparecía el anuncio de la agencia Baker.
- ¡Bueno! -díjose Roberto, releyendo el cartel-. Pero, ¿cómo no me percaté ayer de esto? Y el
caso es que, si hay dos carteles, debe, por lo tanto, haber dos viajes.
Y, en efecto, así pudo constatarlo. Salvo la razón social, el nombre del navío y el del capitán,
ambos carteles eran en todo semejantes el uno al otro. El magnífico yate a vapor The Seamew
remplazaba al magnífico yate a vapor The Traveller, y el bravo capitán Pip venía a suceder al bravo
capitán Mathew; he ahí toda la diferencia. En cuanto al resto del texto, plagiábanse palabra por
palabra.
Tratábase, por lo tanto, de dos viajes, organizados por dos compañías distintas.
«He ahí una cosa bien extraña», pensó Roberto, vagamente inquieto.
Y su inquietud vino en aumento cuando advirtió la diferencia de precios existente entre las dos
ofertas. Al paso que la Agencia Baker and S.º exigía 78 libras esterlinas a sus pasajeros, la Agencia
Thompson and C.º contentábase con sólo 76. Roberto, que empezaba a preocuparse ya de los
intereses de sus patronos, preguntó si aquella pequeña diferencia no haría fracasar la proyectada
excursión de la agencia Baker.
Dominábale de tal manera esta preocupación, que por la tarde volvió a pasar por delante de los
carteles gemelos.
Lo que vio vino a tranquilizarle. Baker aceptaba la lucha.
Su discreto cartel había sido sustituido por uno nuevo más chillón si cabe que el de su
contrincante. Referente al precio, rebasaba la oferta de su competidor al ofrecer por 75 libras el
viaje a los tres archipiélagos.
Roberto se acostó algo más tranquilo, pero aún le inquietaba una posible contraoferta por parte
de la casa Thompson.
A la mañana siguiente vio confirmados sus temores. Desde las ocho de la mañana una lira
blanca había venido a partir en dos el cartel Thompson, y en aquella tira se leía:
Precio del recorrido, incluidos todos los gastos: 74 libras
No obstante, esta nueva rebaja era menos inquietante, toda vez que Baker había aceptado la
lucha. Indudablemente que continuaría defendiéndose. Así pudo comprobarlo Roberto, que vigilaba
los carteles anunciadores y vio como en el transcurso de aquel día las tiras blancas iban
sucediéndose unas a otras.
A las diez y media la agencia Baker bajó el precio hasta 73 libras; a las doce y cuarto sólo
reclamaba Thompson 72; a las dos menos veinte afirmaba Baker que una suma de 71 libras era, con
mucho, suficiente, y a las tres en punto había declarado Thompson que su agencia tenía bastante con
70.
Fácil es imaginar la diversión que causó a los transeúntes esta pugna entre las dos agencias. La
cual continuó sin interrupción durante el resto del día y terminó con la victoria momentánea de la
agencia Baker, cuyas pretensiones no excedían ya de 67 libras.
Los periódicos de la mañana se ocuparon de estos incidentes, y los juzgaron de muy distinta
manera. El Times, entre otros, vituperaba a la agencia Thompson por haber declarado aquella guerra
propia de salvajes. El Pall Mall Gazette, por el contrario, seguido del Daily Chronicle, la aprobaba
por entero: ¿no se beneficiaría al fin y al cabo el público con aquella rebaja de las tarifas, motivada
por la competencia?
Comoquiera que fuese, semejante publicidad no dejaría de ser provechosa para aquella de las
dos agencias que resultara vencedora, y así s^ evidenció en la mañana del 28. Los carteles se
hallaron este día rodeados de grupos compactos, en los que se hacían los más arriesgados
pronósticos y se gastaban bromas de todo género.
La lucha arreció. A la sazón no se dejaba pasar una hora entre las dos respuestas, y el espesor
de las tiras superpuestas alcanzaba notables proporciones.
Al mediodía la agencia Baker pudo almorzar tranquila en la posición conquistada. El viaje
entonces había llegado a ser posible, a su juicio, mediante un desembolso de 61 libras esterlinas.
- ¡Eh, oiga usted! -gritó un muchacho al empleado que había puesto la última tira-. Yo quiero un
billete para cuando se haya llegado a una guinea. Tome usted nota de mis señas: 175, Whitechapel,
Toby Laugehr… Esquire -añadió, hinchando los carrillos.
Una carcajada cortó la ocurrencia del muchacho. Y, sin embargo, no faltaban precedentes que
autorizaran a contar con una semejante rebaja. ¿No constituiría, por ejemplo, un buen precedente la
encarnizada guerra de los ferrocarriles americanos, el Lake-Shore y el Nickel-Plate, y, sobre todo, la
competencia que se estableció entre los Trunk Lines, durante la cual llegaron las compañías a dar
por un solo dólar, los 1.700 kilómetros que separan Nueva York de San Luis?
Si la agencia Baker había podido almorzar tranquila sobre sus posiciones, la agencia Thompson
pudo dormir sobre las suyas; pero i a qué precio! A la sazón podía efectuar el viaje todo el que poseyese 56 libras esterlinas.
Cuando se puso en conocimiento del público este precio apenas si serian las cinco de la tarde.
Baker tenía, pues, tiempo para contestar. No lo hizo, sin embargo. Sin duda se replegaba para asestar
el golpe decisivo.
Esta fue al menos la impresión de Roberto que empezaba a apasionarse por la enconada pugna.
Los acontecimientos le dieron la razón. A la mañana siguiente hallóse ante los carteles en el
momento en que el empleado de la agencia Baker pegaba una última tira de papel. La agencia Baker
rebajaba de una sola vez seis libras esterlinas; el precio del viaje quedaba reducido a 50. ¿Podía
Thompson, de una manera razonable, rebajar algún chelín más?
Transcurrió el día entero sin que la agencia Thompson diera señales de vida, y Roberto opinó
que la batalla había sido ganada.
Sin embargo, grande fue su desilusión en la mañana del día 30. Durante la noche habían sido
arrancados los carteles Thompson. Otros nuevos vinieron a remplazados, mucho más estridentes y
chillones que los anteriores. Y sobre aquellos nuevos cartelones se podía leer en enormes caracteres;
Precio del viaje comprendidos todos los gastos: 40 libras esterlinas
Si Baker había abrigado la esperanza de asombrar a Thompson, éste había querido aplastar a
Baker. ¡Y, en verdad, habíalo conseguido con creces!
¡Cuarenta libras por un viaje de treinta y siete días! Constituía esta cifra un mínimo que parecía
imposible rebasar. Y este debió de ser el parecer de la agencia Baker, ya que dejó transcurrir el día
entero sin responder al ataque.
Roberto, no obstante, abrigaba alguna esperanza. Creía en que alguna maniobra de última hora
salvaría el prestigio de su agencia; pero una carta recibida aquella misma tarde disipó toda duda. Se
le citaba para el día siguiente a las nueve de la mañana en la agencia Baker.
Se presentó con toda puntualidad y fue introducido rápidamente a presencia del subdirector.
- He recibido esta carta… -comenzó Roberto.
- ¡Perfectamente, perfectamente! -interrumpióle el subdirector, a quien no gustaban las palabras
inútiles-. Queríamos solamente informar a usted que hemos renunciado al viaje a los tres
archipiélagos.
- ¡Ah! -exclamó Roberto, admirado de la calma con que se le anunciaba esta noticia.
- Sí; y si usted ha visto alguno de los carteles…
- Los he visto -replicó Roberto.
- En ese caso comprenderá que nos es completamente imposible persistir en la pugna
emprendida. Al precio de cuarenta libras esterlinas, el viaje tiene que resultar un fraude, un engaño
para la agencia o para los viajeros o para ambos a la vez. Para atreverse a proponerlo en semejantes
condiciones se necesita ser un farsante o un necio. ¡No hay término medio!
- ¿Y… la agencia Thompson? -insinuó Roberto.
- La agencia Thompson -afirmó el subdirector en un tono que no admitía réplica- está dirigida
por un farsante o por un necio.
Roberto no pudo menos de sonreírse.
- Con todo -objetó-, ¿y vuestros viajeros?
- Se les ha devuelto por correo los depósitos efectuados, más una cantidad igual, a título de
justa indemnización; y precisamente para concretar sobre el importe de la de usted es por lo que hube
de rogarle que pasara hoy por aquí.
Pero Roberto no aceptó indemnización alguna. Otra cosa hubiera sido el que hubiese efectuado
el trabajo; especular con las dificultades con que había tropezado la sociedad que le admitiera, era
cosa que no entraba en sus principios.
- ¡ Muy bien! -dijo su interlocutor sin insistir nuevamente-. Por lo demás, puedo en cambio darle
a usted un buen consejo.
- ¿Y es?
- Sencillamente, que se presente usted en la agencia Thompson para ocupar en ella la plaza a
que aquí estaba destinado, y le autorizo para que se presente de nuestra parte.
- Demasiado tarde -replicó Roberto-; la plaza está ya cubierta.
- ¡Bah! ¿Ya? -interrogó el subdirector-. ¿Y cómo lo ha sabido usted?
- Por los carteles. La agencia Thompson ha llegado a anunciar que posee un intérprete con el
que en manera alguna podría yo rivalizar.
- Entonces, ¿sólo es por los carteles…?
- En efecto, sólo por ellos.
- En ese caso -concluyó diciendo el subdirector, levantándose-, intente usted la prueba, créame,
Roberto se halló en la calle completamente desorientado. Acababa de perder aquella
colocación apenas otorgada. Preso de la irresolución vagó al azar; pero la Providencia parecía velar
por él, puesto que, sin advertirlo, se encontró delante de la agencia Thompson.
Con gesto mezcla de duda y de apatía empujó la puerta y se halló en un amplio vestíbulo,
lujosamente amueblado. A un lado veíase un mostrador con diversas ventanillas, una sola de las
cuales permanecía abierta y a través de la misma podía verse un empleado absorto en el trabajo. Un
hombre se paseaba por el vestíbulo, leía un folleto, y se movía a grandes pasos. En la mano derecha
tenía un lápiz y sus dedos ostentaban tres sortijas y en la izquierda, que sostenía un papel, ostentaba
cuatro. De mediana estatura, más bien grueso, aquel personaje movíase con vivacidad, agitando una
cadena de oro cuyos numerosos eslabones tintineaban sobre su abultado vientre. Doblábase a veces
su cabeza sobre el papel, elevábase otras hacia el techo, como para buscar en él inspiración: sus
gestos todos eran verdaderamente ampulosos.
Era sin disputa de esas personas siempre agitadas, siempre en movimiento, y para las cuales no
es normal la existencia más que cuando se halla salpicada de continuo por emociones nuevas y que se
suceden con rapidez, producidas por dificultades inextricables.
Lo más sorprendente, sin duda, era que fuese inglés. Al observar su buen aspecto, su color
bastante moreno, sus bigotes de un negro de carbón, el aire general de su persona, continuamente en
movimiento, hubiérase jurado que era uno de esos italianos que llevan siempre el «excelencia» en
los labios. Los pormenores hubieran confirmado esta impresión del conjunto. Sus frecuentes
carcajadas, lo remangado de su nariz, su frente oculta por la crespa y rizada cabellera… Todo
indicaba en él una sutileza algo vulgar.
Al descubrir a Roberto, interrumpió el paseante su marcha y precipitóse a su encuentro, saludó
con gran derroche de amabilidad y preguntó:
- ¿Tendríamos, caballero, el placer de poder serle útil en algo?
Roberto no tuvo tiempo de articular palabra. Aquel personaje prosiguió:
- ¿Trátase, sin duda, de nuestra excursión a los tres archipiélagos?
- En efecto -dijo Roberto-; pero…
De nuevo se vio interrumpido.
- ¡Magnífico viaje; viaje admirable, caballero! -exclamó su interlocutor-. Y viaje, yo me atrevo
a afirmarlo, viaje que nosotros hemos reducido al último extremo de lo económico. Tome usted,  caballero, tenga la bondad de mirar este mapa. Vea usted el recorrido que hay que efectuar. Pues
bien: nosotros ofrecemos todo esto, ¿por cuánto? ¿Por doscientas libras? ¿Por ciento cincuenta? ¿Por
cien…? No, señor, no; lo ofrecemos por la módica, por la insignificante, por la ridícula suma de
cuarenta libras, en las que se incluyen los gastos. ¡Alimentación de primera clase; yate y camarotes
confortables, carruajes y guías para excursiones, estancias en tierra en hoteles de primer orden…!
Vanamente intentó Roberto detener aquella perorata. Es como tratar de detener un expreso a
todo vapor,
- Sí… Sí…; usted conoce todos esos pormenores por los carteles anunciadores. Entonces
también sabrá usted la lucha que hemos tenido que sostener para conseguirlo. ¡ Lucha gloriosa,
caballero; yo me atrevo a afirmarlo!
Durante horas hubiera podido continuar fluyendo así aquella elocuencia.
- ¿Mr. Thompson, por favor? -cortó impaciente Roberto, tratando de poner fin a aquel torrente
de palabras.
- Yo mismo…, y estoy a sus órdenes.
- El motivo de mi visita, Mr. Thompson, es el de asegurarme de que efectivamente su agencia
cuenta ya con un intérprete.
- ¡Cómo! -gritó estupefacto Thompson-. ¿Duda usted de ello? ¿Cree que sería posible un viaje
semejante sin intérprete? Contamos, en efecto, con un intérprete, un admirable intérprete, que domina
todos los idiomas, sin ninguna excepción.
- Entonces -dijo Roberto-, ruego dispense la molestia causada…
- ¿Cómo…? -preguntó Thompson, totalmente desconcertado.
- Mi deseo era el de solicitar ese empleo…; pero toda vez que la plaza se halla ocupada…
Después de haber pronunciado estas palabras, Roberto se dirigió hacia la puerta al mismo
tiempo que saludaba cortésmente.
No llegó a atravesarla. Thompson se había precipitado tras él, al propio tiempo que decía:
- ¡Ah, ah, era para eso…! ¡Haberlo dicho antes…! ¡Diablos de hombre…! Veamos, veamos;
sígame, por favor.
- ¿Para qué? -replicó Roberto.
- ¡Vamos, hombre; venga usted, venga!
Roberto se dejó conducir al primer piso, a un modesto despacho cuyo mobiliario contrastaba de
un modo singular con el de la planta baja. Una mesa desprovista de su barniz por el uso y seis sillas
de paja constituían todo el mueblaje de la estancia.
Thompson tomó asiento invitando a Roberto a hacer lo mismo con un amable gesto.
- Ahora que estamos solos -dijo aquél-, he de confesarle, sin tapujos, que no tenemos intérprete.
- Pero si aún no hace cinco minutos… -replicó Roberto.
- ¡Oh, oh! -contestó Thompson-. ¡Hace cinco minutos yo le tomaba por un cliente!
Y se echó a reír estrepitosamente, mientras Roberto, por su parte, no pudo menos que sonreírse.
Thompson continuó:
- La plaza está libre; pero antes de continuar le agradecería que diera algunas referencias.
- Creo que será suficiente -respondió Roberto- el hacerle saber que yo pertenecía a la agencia
Baker no hace todavía una hora.
- ¿Viene usted de la casa Baker? -exclamó Thompson.
Roberto relató todo lo ocurrido.
Thompson estaba radiante; no cabía en sí de gozo. ¡Quitarle a la agencia rival hasta el propio
intérprete… eso era el colmo! Y reía a carcajadas, se golpeaba las piernas, se levantaba, se sentaba, volvíase a levantar, mientras profería exclamaciones.
- ¡ Soberbio, extraordinario, magnífico, graciosísimo…!
Y, luego de calmarse, continuó:
- Desde el momento en que eso es así, el asunto está concluido, mi querido señor; pero dígame:
¿a qué se dedicaba usted antes de entrar en casa Baker?
- Era profesor de francés, mi lengua nativa.
- ¡Bien! -dijo Thompson con muestras de aprobación-. ¿Qué otros idiomas posee?
- ¡Caramba! -respondió Roberto riendo-. No los domino todos como su famoso intérprete. Pero
además del inglés, según puede usted apreciar, poseo el español y el portugués.
- ¡ Magnífico! -exclamó Thompson, que sólo hablaba inglés, y aún no muy bien del todo.
- Si eso es suficiente, mejor -dijo Roberto.
Thompson tomó nuevamente la palabra.
- Hablemos ahora de los honorarios. ¿Sería indiscreto preguntar el sueldo ofrecido por la
agencia Baker?
- Se me había asegurado unos honorarios de trescientos francos por el viaje, libres de todo
gasto-respondió Roberto.
Thompson pareció de pronto distraído.
- Sí, sí -murmuró-, trescientos francos; no es demasiado, no.
Se alzó del asiento.
- No -dijo con energía-, no es demasiado, en efecto.
Volvió a sentarse y se abismó en la contemplación de una de sus sortijas.
- Con todo, para nosotros, que hemos llevado el coste del viaje a los últimos límites de lo
económico, compréndalo; para nosotros ese sueldo sería tal vez un poco elevado.
- ¿Habrá, por consiguiente, de rebajarse algo? -preguntó Roberto.
- Sí… tal vez.. -suspiró Thompson-. Tal vez sería necesaria una rebaja… una pequeña rebaja.
¡Mi querido señor! -añadió con voz persuasiva-. Yo me remito a usted mismo. Usted ha asistido a la
lucha a que esos condenados Baker nos han empujado…
- Bien, bien -interrumpió Roberto-, ¿de modo que…?
- De modo que nosotros hemos llegado a rebajar hasta un cincuenta por ciento sobre los precios
estipulados al principio. ¿No es ello cierto, caballero? Por consiguiente, para poder mantener esta
rebaja, preciso es que nuestros colaboradores nos ayuden, que sigan nuestro ejemplo…
- Y que reduzcan sus pretensiones en un cincuenta por ciento -concluyó Roberto, con evidentes
muestras de disgusto.
A estas muestras de desagrado contestó Thompson con su desbordante elocuencia. Había que
saber sacrificarse a los generales intereses. ¡Reducir a casi nada los viajes, tan costosos de
ordinario! ¡Hacer accesibles a los humildes los placeres reservados otro tiempo a los privilegiados!
¡Qué diablo! Era una cuestión de humanidad, ante la cual no podía permanecer indiferente un corazón
bien nacido.
Después de breve reflexión Roberto aceptó. Aun habiendo disminuido sus emolumentos, no por
eso era menos agradable el viaje y dada su precaria situación no podía mostrarse excesivamente
exigente. Sólo era de temer la posible competencia de otras agencias. Y entonces, ¿a qué extremo
llegarían a descender los honorarios del cicerone-intérprete?

Julio Verne
 Agencia Thompson y Cia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora