CAPÍTULO V AL LARGO

14 1 0
                                    

Poco a poco fue tomando su curso normal y regular la vida de a bordo. A las ocho se avisaba
para el té, y después la campana llamaba a los pasajeros al almuerzo, y más tarde a la cena.
Según se ve, Thompson había adoptado las costumbres francesas. So pretexto de que las
numerosas comidas inglesas serían imposibles durante las excursiones proyectadas, las había
suprimido a bordo del navío. A ninguna de ellas había perdonado, ni aun siquiera al five o’clock, tan
caro a los estómagos británicos. Muy seriamente pregonaba la gran utilidad y conveniencia de
aquella revolución gastronómica, y pretendía habituar de ese modo a sus compañeros de viaje al
género de vida que había de serles preciso adoptar cuando tuvieran que recorrer las islas.
Precaución verdaderamente humana, que tiene el doble mérito de ser al propio tiempo económica.
Vida en realidad monótona, es cierto, la vida de a bordo, pero no vida fastidiosa. El mar siempre es
un espectáculo ciertamente hermoso, eternamente sugestivo y eternamente cambiante. Vislúmbranse
otros buques y asoman en las lejanías tierras que rompen el geométrico horizonte.
Bajo este último aspecto, cierto es, no tenían mucha suerte los huéspedes del Seamew. Sólo el
primer día una tierra lejana había indicado, hacia el sur, la costa francesa de Cherburgo. Después
ningún punto sólido se había destacado en el inmenso disco líquido, cuyo movedizo centro lo
constituía el buque.
Los pasajeros parecían irse acomodando a aquella existencia. En conversaciones y paseos
pasábanse las horas no abandonando apenas el spardek, a la vez salón y plaza pública.
Bien entendido que entre estos sólo figuraban los pasajeros sanos, cuyo número no se había
aumentado por desgracia, desde que el auditorio de Thompson se viera tan diezmado por el mareo.
El buque, sin embargo, no había tenido que luchar hasta entonces con ninguna dificultad real. El
tiempo, en boca de un marino, habría merecido siempre el epíteto de bello. Pero un humilde terrestre
tiene el derecho de mostrarse un poco más exigente. No faltaban los terrestres a bordo del Seamew, y
no se recataban para maldecir aquel viento demasiado fresco que hacía que el mar, ya que no malo,
estuviera, cuando menos, revuelto y agitado.
Justo es, con todo, reconocer que el barco no parecía haber tomado en serio aquella agitación
del mar; que la ola viniera por la proa, o de costado, la nave se portaba con honradez y bondad. En
muchas ocasiones había podido comprobarlo el capitán Pip, y el alma hermana, en la posición
reglamentaria, había recibido la confidencia de su satisfacción, como antes recibiera la de su
inquietud y desasosiego.
Sin embargo, las cualidades náuticas del Seamew no podían impedir que hubiese enfermos y el
señor administrador general no podía hacer gala de sus talentos de organizador más que ante un
público muy reducido.
Entre los intrépidos figuraba siempre Saunders. Iba de un lado a otro, bien acogido siempre por
sus compañeros, a quienes divertía mucho su numen feroz. Cada vez que se cruzaban Thompson y él,
cambiaban alguna de esas miradas que equivalen a puñaladas. El administrador general no había echado en olvido la bochornosa observación del primer día y conservaba de ella un amargo rencor.
Saunders, por su parte, nada hacía para disipar su enojo; antes al contrario, aprovechaba todas las
ocasiones de ser desagradable. El desdichado administrador general había llegado incluso a pensar
en el medio mejor de deshacerse de aquel odioso pasajero a la primera oportunidad.
Saunders hallábase ligado de un modo especial a la familia Hamilton; para lograr vencer su
pasivo desdén había constituido un precioso talismán la homogeneidad de sus gustos y aficiones. Sin
ningún motivo ni razón, mostrábase, en efecto, Hamilton tan desagradable como Saunders. En todas
sus reclamaciones tenía Saunders en él un segundo. Hamilton era su eterno eco. Thompson tenía
continuamente encima a aquellos dos perpetuos descontentos, que se habían convertido en su
tormento.
El terceto Hamilton, transformado en cuarteto por la adición de Saunders, no había tardado
mucho en convertirse en quinteto. Tigg era aquel feliz privilegiado, habiendo sido recibido con gran
locuacidad por el baronet. Para él, el padre, la madre y la hija habíanse despojado de su inflexible
tiesura. Es de suponer que los Hamilton no habían obrado a la ligera, que habían recogido
informaciones; ¡y la existencia de Miss Margaret permitía bastantes hipótesis!
Sea de ello lo que quiera, Tigg, guardado y vigilado de aquel modo, no corría riesgo alguno.
Bess y Mary Blockhead se habían visto remplazadas… ¡Ah, si ellas se hubieran encontrado allí! Pero
las señoritas Blockhead no habían reaparecido, como tampoco su padre, su madre y su hermano.
Aquella interesante familia continuaba sufriendo todas las torturas del mareo.
Dos de los pasajeros sanos formaban simétricamente el contraste de Saunders y de Hamilton.
No reclamaban nunca; parecían enteramente satisfechos.
Van Piperboom, de Rotterdam, era uno de esos dos afortunados. El prudente holandés,
renunciando a correr en pos de lo irrealizable, se había creado una vida puramente animal. De tarde
en tarde, por una especie de compromiso de honor, soltaba todavía la famosa frase, que la mayor
parte de los pasajeros comenzaban a recordar de memoria. Durante el resto del tiempo comía,
digería, fumaba, dormía… enormemente; su vida se hallaba contenida entera en esos cuatro verbos.
Johnson hacía pendant a ese filósofo. Dos o tres veces al día se le veía aparecer por el puente.
Durante algunos minutos, recorríalo brutalmente, rezongando, escupiendo, jurando, rodando como
una barrica, pues sus gustos y actitudes habían acabado por darle esa apariencia. Volvíase después al
aparador y pronto se le oía pedir a gritos algún cóctel o algún grog. Si no era agradable, no era
tampoco, cuando menos, angustioso.
En medio de todo este mundo llevaba Roberto una existencia apacible y tranquila. De tiempo en
tiempo cambiaba algunas palabras con Saunders, y a veces también con Roger de Sorgues, que
parecía hallarse en las más excelentes disposiciones para con su compatriota. Pero éste, si bien había
vacilado hasta entonces en destruir la fraudulenta leyenda inventada por Thompson, creía, no
obstante, que no debía aprovecharse demasiado de ella; permanecía, pues, encerrado en una prudente
reserva y no se entregaba.
La casualidad no había vuelto a ponerle en contacto con la familia Lindsay. Mañana y tarde
cambiábase entre ellos un saludo. Nada más. Sin embargo, a despecho de la insignificancia de sus
relaciones, Roberto se interesaba, a pesar suyo, por aquella familia y experimentaba algo así como
una especie de celos cuando Roger de Sorgues, presentado por Thompson y ayudado por la obligada
relación de a bordo, departía algunos días íntimamente con las pasajeras americanas.
Sus miradas, por regla general, se dirigían del lado de la familia Lindsay. Pronto advertía
aquella indirecta contemplación y apartaba en seguida los ojos, pero para volverlos treinta segundos
después hacia el grupo que le hipnotizaba.
A fuerza de ocuparse de ellos, llegaba a ser, a pesar de ellas y hasta a pesar suyo, el amigo de
las dos hermanas. Vivía desde lejos con la risueña Dolly y con Alice, sobre todo con Alice, cuya
alma encantadora y seria penetraba y descubría él, bajo la envoltura de su hechicero rostro.
Pero si en las compañeras de Jack Lindsay se ocupaba instintivamente, éste último era para
Roberto objeto de un atento estudio. No se había modificado su primera desagradable impresión;
muy al contrario, de día en día se sentía inclinado a un juicio más severo. Admirábase él y se
sorprendía de aquel viaje emprendido por Alice y Dolly en compañía de un personaje semejante.
¿Cómo era que lo que él veía pasaba a ellas desapercibido?
Más sorprendido todavía habría quedado Roberto si hubiera tenido conocimiento de las
condiciones en que aquel viaje se decidiera.
Hermanos gemelos, Jack y William Lindsay tenían veinte años cuando murió su padre,
dejándoles una considerable fortuna. Pero aun cuando, parecidos por la edad, ambos hermanos
poseían caracteres sumamente dispares. AI paso que Williams continuaba los trabajos de su padre y
aumentaba su herencia en proporciones enormes, Jack, por el contrario, disipaba la suya. En menos
de cuatro años la había devorado totalmente.
Reducido entonces a los últimos recursos, había acudido a los peores expedientes; hablábase de
procedimientos fulleros en el juego, de combinaciones irregulares en las reuniones deportivas, de
sospechosas operaciones de bolsa. Si no totalmente desbancado, hallábase, cuando menos,
sumamente comprometido, y las familias honestas habíanle puesto en entredicho.
Tal era la situación cuando a los veintiséis años Williams encontró, se enamoró y se casó con
Miss Alice Clark. Huérfana, inmensamente rica también por su parte, contaba entonces dieciocho
años de edad.
Williams, por desdicha, estaba condenado por el destino. Seis meses después de su matrimonio
se le encontró moribundo en su hotel. Un accidente de caza trocaba ruda y brutalmente en viuda a
aquella jovencita apenas mujer.
Antes de morir, Williams pudo arreglar sus asuntos. Conocía a su hermano y por su expresa
voluntad la fortuna pasó a poder de su esposa, a quien dio verbalmente el encargo de pasar una
considerable pensión al derrochador Jack.
Aquello fue para éste el último golpe. Maldecía, echaba pestes contra su hermano. De irritado
contra su suerte se convirtió en malvado.
La reflexión vino a calmarle. Resolvió emprender un sitio en toda regla, aprovecharse de la
inexperiencia de su joven cuñada, casarse con ella y conquistar la fortuna a la que creía tener
derecho.
De conformidad con este plan, cambió en el acto su género de vida y dejó de ser causa perpetua
de escándalo.
Cinco años, no obstante, habían transcurrido y la frialdad de Alice había sido siempre un
obstáculo a sus planes, imposible de franquear. Creyó tropezar con una ocasión favorable cuando,
aprovechándose de la libertad americana resolvió Alice hacer con su hermana un viaje por Europa,
por lo cual, y bajo la influencia de un anuncio leído por casualidad -anuncio que derivó en súbito
capricho-, debía en seguida unirse a la excursión de la agencia Thompson. Audaz y osado, propúsose
a sí mismo Jack como compañero de viaje. No sin repugnancia aceptó Alice su oferta; creyóse, sin
embargo, obligada a ello. Desde hacía largo tiempo parecía haberse enmendado Jack; su existencia, a
la sazón, aparentaba ser más normal y decorosa. Tal vez era llegado el momento de volverle a la
familia.
Habría, con todo, rechazado si hubiera conocido los tenebrosos proyectos de su cuñado; si hubiera podido leer en su interior y convencerse así de que Jack continuaba siendo el mismo o peor
aún; que era un hombre, en fin, dispuesto a no retroceder un ápice por nada del mundo, ni aun ante el
crimen, cuando se trataba de conquistar la fortuna.
Por añadidura, Jack, desde la salida de Nueva York, siempre taciturno, concedía a ambas
hermanas su presencia material, pero ocultaba su pensamiento, esperando los sucesos. Su humor
llegó a ser más sombrío cuando Roger de Sorgues fue presentado a las pasajeras americanas, y fue
perfectamente acogido por su jovial distinción. Tranquilizose, sin embargo, al observar que Roger se
ocupaba de Dolly infinitamente más que de su hermana.
En cuanto a los demás huéspedes del Seamew, Roberto apenas si pensaba en ellos; casi ni
siquiera conocía su existencia, y éstos desdeñosamente parecían desconocer la de Roberto.
Alice era menos indiferente. Sus miradas habían notado el evidente desacuerdo entre la
posición subalterna del intérprete y su apariencia exterior, así como la cortés frialdad con que acogía
las atenciones de ciertos pasajeros y especialmente las de Roger de Sorgues.
- ¿Qué piensa usted de su compatriota? -preguntó un día a este último, que en aquel momento
acababa precisamente de dirigir a Roberto algunas frases, acogidas como de costumbre.
- Es un ser altivo, que sabe mantenerse en su puesto -contestó Roger, sin tratar de disimular la
evidente simpatía que le inspiraba su discreto compatriota.
- Preciso es que se encuentre muy por encima de él para en él mantenerse con tan firme dignidad
-dijo Alice con sencillez.
Forzoso sería, no obstante, a Roberto renunciar a aquella reserva, ya que se hallaba próximo el
momento de entrar verdaderamente en funciones. La quietud y tranquilidad presentes eran de
naturaleza muy a propósito para hacerle olvidar su posición real. Pero el menor incidente le volvería
necesariamente a ella, y ese incidente debía producirse aun antes de que el Seamew hubiese tocado
tierra por vez primera.
Desde que se había dejado la Mancha habíase seguido una dirección oeste-sudoeste, un poco
menos meridional de lo que hubiera sido preciso para alcanzar el grupo principal de las Azores.
El capitán Pip, en efecto, había puesto la proa sobre las islas más occidentales con objeto de
asegurar su vista a los pasajeros. Según iban las cosas, no parecía que debiesen sacar mucho
provecho de esa delicada atención de Thompson.
Algunas frases oídas a este respecto por Roger excitaron su curiosidad.
- ¿Podría usted decirme, señor profesor -preguntó a Roberto cuatro días después de la partida-,
cuáles son las primeras islas que el Seamew debe encontrar ante sí?
Roberto permaneció indeciso. Ignoraba por completo aquel pormenor.
- Bueno -dijo Roger-, el capitán nos lo dirá. Las Azores pertenecen a los portugueses, ¿no es
así? -preguntó todavía, tras un corto silencio.
- Yo -balbució Roberto-…también lo creo así.
- Habré de advertir a usted, señor profesor, que me encuentro en la más completa ignorancia
acerca de todo cuanto concierte a ese archipiélago -le replicó Roger-. ¿Cree usted que hallaremos en
él algo interesante?
- Seguramente -afirmó Roberto.
- ¿De qué género? -insistió Roger-. ¿Curiosidades naturales, quizá?
- Sí, naturales, desde luego -dijo Roberto con apresuramiento.
- ¿Y algún edificio, también?
- Y edificios, claro.
Roger miró algo sorprendido a su interlocutor. Una maliciosa sonrisa asomó a sus labios. En seguida reanudó sus preguntas.
- Una palabra más, señor profesor. El programa sólo anuncia desembarque en tres islas: Fayal,
Tercera y San Miguel. ¿No hay más en el archipiélago? Mrs. Lindsay tenía interés en saberlo, y yo no
he podido decírselo.
Roberto se hallaba en un verdadero suplicio. Dábase cuenta, aunque tarde, de que desconocía en
absoluto, por su parte, cuanto tenía precisión de enseñar a los demás.
- El archipiélago tiene cinco islas -afirmó con audacia.
- Mil gracias, señor profesor -dijo por fin Roger, con un ribete de ironía, despidiéndose de su
compatriota.
En cuanto quedó solo, precipitóse éste a su camarote. Antes de salir de Londres había tenido
cuidado de procurarse una colección de libros a propósito para informarle acerca de los países
comprendidos en el itinerario. ¿Por qué había olvidado aquellos libros con tanta negligencia?
Recurrió al Baedeker de las Azores. ¡Ay! Había cometido un grave error no atribuyendo más
que cinco islas al archipiélago; allí se señalaban nueve, nada menos. Quedóse Roberto muy
disgustado y fuertemente avergonzado, aun cuando nadie podía contemplar su vergüenza. Apresuróse
entonces a recuperar el tiempo perdido. En lo sucesivo permanecía durante todo el día leyendo en
sus libros, y su lámpara estaba encendida hasta hora muy avanzaba de la noche. Roger pudo
cerciorarse de estos hechos y se divirtió extraordinariamente.
- ¡ Potasa, mi querido amigo, potasa! -díjose muy alegre-. En cuanto a ser profesor… ¡lo mismo
que yo abuelo!
En la mañana del séptimo día, es decir el 17 de mayo, a las ocho, Saunders y Hamilton se
acercaron a Thompson, y el primero le hizo observar con un tono seco que, según los términos del
programa, el Seamew hubiera debido arribar la noche antes a Horta, capital de la isla de Fayal.
Excusóse Thompson como mejor supo y pudo, echando toda la culpa al estado del mar. ¿Podía él
haber previsto que se hubiera tenido que luchar contra un mar encrespado y un fuerte viento?
No se tomaron los dos pasajeros la molestia de discutir. Habían hecho constar la irregularidad,
y eso era por el momento lo suficiente. Retiráronse, pues, con un aire digno, y el baronet desahogó su
bilis en el seno de su familia.
Es de creer, por otra parte, que el buque y los elementos mismos experimentaron alguna
emoción ante el descontento de un viajero tan considerable. El viento, que desde primeras horas del
día había manifestado cierta tendencia a amainar, fue decreciendo progresivamente. Por un efecto
natural, el oleaje disminuía al propio tiempo. El buque caminaba con mayor rapidez y disminuía su
balanceo. Pronto el viento no fue más que una brisa ligera y los pasajeros del Seamew pudieron creer
que volvían a encontrarse sobre el tranquilo Támesis.
Pronto se dejó sentir el resultado de aquella calma. Los infelices pasajeros a quienes no se
había vuelto a ver desde hacía seis días, subieron unos tras otros sobre cubierta. Sucesivamente
fueron apareciendo con las caras pálidas, las facciones alteradas, trocados, en suma, en verdaderas
ruinas.
Indiferente a aquella resurrección, Roberto, apoyado en la barandilla, hundía sus miradas en el
horizonte, buscando en vano la tierra próxima.
- Perdone usted, señor profesor -dijo de pronto una voz a sus espaldas-, ¿no nos hallamos por
ventura ahora en el sitio ocupado en otro tiempo por un continente desaparecido, la Atlántida?
Roberto, al dar la vuelta, se halló frente a frente de Roger de Sorgues, que le acababa de dirigir
la palabra; de Alice Lindsay, y de Dolly.
Si Roger había contado con poner a su compatriota en un aprieto con aquella repentina pregunta, se equivocó plenamente- Roberto ahora estaba ya preparado.
- En efecto, caballero -dijo.
- ¿Ha existido, pues, realmente ese continente? -preguntó Alice a su vez.
- ¡Quién sabe! -respondió Roberto-. Verdad o leyenda, una gran incertidumbre pesa sobre la
existencia del mismo.
- Pero, al fin -respondió Alice-, ¿hay algunos testimonios en sentido positivo?
- Muchos -dijo Roberto, que se creyó en el deber de recitar cuanto había leído en su *Guía»-.
Sin hablar de la Merópide, de la cual Midas, según Teopompo de Chio, había tenido conocimiento
por el viejo y pobre Sileno, queda, cuando menos, la narración del divino Platón. Con Platón, la
tradición se hace documento escrito y la leyenda, historia. Gracias a él la cadena de los recuerdos
conserva todos sus eslabones. Va ligándose de anillo en anillo, de siglo en siglo, y se remonta hasta
la noche tenebrosa de los tiempos. Los hechos historiados por Platón habían sido recogidos de
Critias, el cual a su vez habíalos oído, a los siete años de edad, de labios de su bisabuelo Drópidas,
a la sazón nonagenario. En cuanto a Drópidas, no hacía sino repetir lo que en muchas ocasiones había
oído contar a su íntimo amigo Solón, uno de los siete sabios de Grecia y legislador de Atenas.
Habíale referido Solón que, recibido por los sacerdotes de la isla egipcia de Sais, fundada ocho mil
años antes, había sabido por ellos que sus monumentos relataban las enconadas guerras sostenidas
antaño por los habitantes de una antigua ciudad de Grecia, fundada mil años antes que la misma Sais,
contra innumerables pueblos llegados de una isla inmensa situada más allá de las columnas de
Hércules. Si esa tradición es exacta, resultaba, por consiguiente, que de ocho a diez mil años antes de
Jesucristo respiraba aún y vivía aquella raza perdida de los atlantes, y aquí mismo era donde se
extendía su patria.
- ¿Cómo -objetó Alice, tras un instante de silencio-, cómo pudo desaparecer aquel tan vasto
continente?
Roberto hizo un gesto evasivo.
- ¿Y de ese continente, nada ni una piedra siquiera ha subsistido?
- Sí -respondió Roberto-. Algunos picos, algunas montañas, algunos volcanes podrían ser los
reveladores de su existencia. Las Azores, las Madera, las Canarias, las islas de Cabo Verde no
serían otra cosa. El resto ha sido sumergido, engullido por el mar. Sobre las llanuras, antes
laboradas, el buque ha venido a sustituir al arado. Todo, salvo las más orgullosas cimas, se ha
hundido en insondables abismos; todo ha desaparecido bajo las olas: ciudades, edificios, seres
humanos, ninguno de los cuales ha vuelto a contar a sus hermanos la espantosa catástrofe.
Esto último no figuraba ya en la «Guía». Roberto lo había puesto de su propia cosecha. Él,
atrevido, se permitía colaborar.
El resultado, por otra parte, había sido afortunado; sus oyentes parecían conmovidos. Si el
desastre era antiguo, con una antigüedad de diez mil años, era también verdaderamente espantoso, tan
espantoso, que los anales del mundo no contenían otro semejante. Con las miradas perdidas en el
horizonte, pensaban ellos en los secretos ocultos en el fondo de aquel océano. Allí, en el abismo,
habíanse cosechado mieses, habían brotado flores, el sol había irradiado sobre sus valles, cubiertos
ahora de una sombra eterna; allí habían lanzado los pájaros sus alegres y variados trinos, habían
vivido los hombres, las mujeres habían amado cuando jóvenes, y cuando madres llorado. Y sobre
todo aquel misterio de vida, de pasión, de dolor, se extendía ahora, como sobre una tumba inmensa,
el impenetrable sudario del mar.
- Perdón, caballero -dijo de pronto una voz-, sólo he podido oír el final de lo que acaba usted
de decir. Si no he comprendido mal, un espantoso y terrible accidente ha tenido lugar aquí, en este sitio. Una tierra importante parece haber sido destruida por el mar. Y bien, caballero… ¡es
verdaderamente extraordinario que los periódicos no hayan contado nada acerca de ello!
Volviéndose con alguna contrariedad y curiosos, los interlocutores se encontraron con el amable
Blockhead, acompañado de su familia. ¡Oh, cuan pálidas estaban sus fisonomías…! ¡Cómo había
adelgazado aquella interesante familia!
Roger se encargó de la respuesta.
- ¡Cómo! ¿Pero no ha visto usted en los periódicos el relato de ese accidente? Yo puedo, sin
embargo, asegurarle que ha sido objeto de muchos y muy apasionados debates.
La campana que sonó entonces, llamando al almuerzo, cortó la contestación de Blockhead.
- ¡He ahí una señal que no me encanta escuchar!
- dijo.
Y con extraordinaria rapidez lanzóse al comedor, seguido de Mrs. Georgina y de su hijo Abel.
¡Extraño y sorprendente fenómeno! Miss Bess y Miss Mary no le acompañaron con aquel
apresuramiento que era muy natural después de tan prolongado ayuno. No; ambas, con un mismo
movimiento, se habían lanzado hacia atrás. Un instante después vióselas regresar escoltando a Tigg,
por fin reconquistado. A algunos pasos, los Hamilton avanzaban a su vez, con los ojos airados y
apretados los labios.
De tal guisa, Tigg semejaba un moderno París al que tres diosas de nuevo estilo se hubieran
disputado. Según el proverbio que afirma que en país de ciego el tuerto es rey, Miss Margaret sería
en verdad la Venus de aquel trío celeste. La activa Mary hubiera desempeñado entonces el papel de
Juno, permaneciendo el de Minerva reservado para Miss Bess, a causa de su aspecto belicoso… Era
evidente que en aquel momento, contra la tradición generalmente aceptada, Minerva y Juno triunfaba.
Venus estaba verde de ira y de rabia.
Por primera vez después de mucho tiempo, la mesa estaba llena de bote en bote. Thompson
experimentó diversos y encontrados sentimientos al notar aquella abundancia de comensales.
Hacia el fin del almuerzo, Blockhead, a través de la mesa, dirigióle directamente la palabra:
- Mi querido señor -dijo-, he sabido hace un momento que estos parajes habían sido teatro de un
espantoso accidente; parece que quedó sumergida toda una comarca entera. Creo, por consiguiente,
oportuno el proponer a usted que se abra entre nosotros una suscripción para las víctimas de la
terrible catástrofe. Yo me inscribiré con mucho gusto por una libra.
Thompson pareció no comprender.
- ¿A qué catástrofe se refiere usted, mi querido señor? ¡ Al diablo si yo he oído decir jamás
nada acerca del particular!
- Sin embargo, yo no invento nada -insistió Blockhead-. De labios del señor profesor he oído yo
esta noticia, y ese otro caballero francés que está junto a él me ha afirmado que los periódicos habían
hablado de ello.
- ¡Perfectamente! -exclamó Roger, viendo que se trataba de él-. Pero… no es precisamente hoy
cuando la cosa ha tenido lugar. Hace de esto algunos años. Era… ¡Espere un momento…! ¿Hace diez
años…? No, no; es más viejo que eso… Era… ¡Ah, ya recuerdo…,! Hará exactamente ocho mil
cuatrocientos años para San Juan, la Atlántida desapareció bajo las olas. Yo lo he leído, ¡palabra de
honor! ¡Lo he leído en las gacetillas de la primera Atenas!
La mesa entera rompió en una estrepitosa carcajada. En cuanto a Blockhead, habíase quedado
sin habla. Tal vez iba a enfadarse, porque la broma resultaba un poco pesada, cuando de pronto una
voz que bajaba del puente extinguió a la vez las risas y la cólera.
- ¡ Tierra por babor, a proa! -gritó un marinero.
En un momento el comedor se quedó vacío. Sólo el capitán Pip permaneció en su puesto,
terminando tranquilamente el almuerzo.
- ¿Es que acaso no han visto nunca la tierra? -preguntó a su fiel confidente, que se hallaba
tumbado a su lado.
Los pasajeros habían subido al spardek y con las miradas dirigidas hacia el Suroeste, trataban
de descubrir la anunciada tierra.
Sólo un cuarto de hora más tarde, para sus ojos inexpertos comenzó a dibujarse una mancha en
el lejano horizonte.
- A juzgar por la dirección que hemos seguido -dijo Roberto a sus vecinos más próximos,
aquello debe ser Corvo, es decir, la isla más septentrional y la más occidental del archipiélago.
El archipiélago de las Azores se divide en tres grupos bien destacados. Uno, el central,
comprende cinco islas: Fayal, Tercera, San Jorge, Pico y Graciosa; otro al Noroeste, con dos islas:
Corvo y Flores; otro al Sudeste, formado igualmente por dos islas: San Miguel y Santa María, más
un conjunto de arrecifes denominados Los Desiertos. Situada a 1.500 kilómetros del continente la
más próxima, aquellas islas, de muy distintas dimensiones, y ocupando más de cien leguas marinas,
apenas suman entre todas ellas 2.400 kilómetros cuadrados de tierra firme y 170.000 habitantes. Es
decir, que se hallan separadas por grandes brazos de mar, y que la vista puede muy difícilmente ir de
una a otra.
El descubrimiento de este archipiélago es atribuido, como de costumbre, a diversos pueblos.
Sean cuales fueren aquellas querellas de vanidad, lo cierto es que aquellas islas recibieron su
nombre de los colonos portugueses que allí se establecieron de 1427 a 1460, a causa de una especie
de ave, muy abundante entonces, y al que los primeros ocupantes tomaron equivocadamente por
milanos o azores.
A ruegos de Thompson, dio Roberto los anteriores informes generales. Obtuvo un éxito en
verdad halagüeño, pues, apenas hubo despegado los labios, la mayor parte de pasajeros se agruparon
a su alrededor, ansiosos de escuchar al profesor francés; aquellos atrajeron a otros, siendo pronto
Roberto el centro de un verdadero círculo.
Por lo tanto, no podía negarse él a aquella especie de conferencia improvisada. Aquello
formaba parte de sus funciones. En la primera fila de los oyentes de Roberto, Blockhead, sin ningún
rencor, había colocado a su interesante retoño.
- ¡Escucha bien al señor profesor! -le decía-. ¡Presta atención!
Otro oyente, y éste por completo inesperado, era Van Piperboom, de Rotterdam. ¿Qué interés
podía éste sentir por discursos completamente ininteligibles para sus neerlandeses oídos? Misterio.
En todo caso, él se encontraba allí, en primera fila también, con el oído atento y la boca abierta, sin
perder una sola palabra. Que comprendiese o no, él quería evidentemente sacarle todo el jugo
posible a su dinero.
Una hora más tarde la isla de Corvo dejó de ser una mancha y dibujóse ya fuertemente. Al
propio tiempo, otra tierra aparecía en el horizonte.
- Flores -anunció Roberto.
El buque avanzaba con rapidez. Poco a poco los pormenores fueron apareciendo, precisándose,
haciéndose más visibles, y pronto se pudo distinguir una costa elevada y abrupta a más de trescientos
metros por encima del mar.
El aspecto de aquella cortadura era terrible y salvaje. A bordo del Seamew los corazones
estaban apretados y casi no se quería creer a Roberto cuando éste aseguraba que aquella agreste isla
contenía y permitía vivir a cerca de mil criaturas humanas. Salvo algunos valles un poco verdosos, el ojo humano encontraba por doquier los signos de la más espantosa devastación.
- He ahí la obra de los terremotos -anunció Roberto.
A esta frase un estremecimiento recorrió las filas de los pasajeros, y, arrollando a todo el
mundo, Johnson, con la mirada airada, plantóse frente a frente del intérprete del Seamew.
- ¿Qué ha dicho usted, caballero? -gritó-. ¿No ha hablado usted de terremotos? ¿Los hay por
ventura en las Azores?
- Los ha habido, cuando menos -respondió Roberto.
- ¿Ahora?
- Ahora -continuó Roberto-. Si bien han cesado completamente en Flores y en Corvo, no puede
decirse otro tanto de las demás islas, sobre todo de San Jorge y de San Miguel.
Al oír esta respuesta pareció Johnson inflamado de cólera.
- ¡ Esto es una indignidad! -vociferó volviéndose hacia Thompson- Se les advierte a las
personas, ¡ qué diablo! ¡Se imprime eso en el programa! Ahora bien, libre es usted de bajar a tierra y
libres son todos los demás de hacer lo mismo, si son tan necios que le siguen… Pero, escuche usted
bien lo que le digo; yo…, yo… no pondré en ella los pies.
Hecha con energía esta terminante declaración, alejóse Johnson tan brutalmente como había
llegado y pronto se oyó su voz tronar en el bar.
Media hora más tarde llegó el Seamew a la extremidad meridional de aquella isla desolada. En
este punto la elevada costa descendía y sus orillas terminaban en una punta bastante baja que Roberto
designó con el nombre de punta Peisqueiro. El capitán viró entonces dos cuartos al Oeste y se acercó
francamente a Flores, a la que sólo una distancia de diez millas separaba de Corvo.
Flores parecía haberse agrandado de un modo singular, pudiendo entonces advertirse su
configuración general. Distinguíase su cima, el Morro Grande, de 942 metros de altura, y su cinturón
de montañas primero, y de colinas después, descendiendo gradualmente hasta el mar.
Mayor que su vecina, Flores mide quince millas de largo por nueve de ancho, o sea,
aproximadamente, unos 148 kilómetros cuadrados, no siendo su población inferior a las 9.000 almas.
Su aspecto es también más suave y atractivo. Las colinas próximas a la costa se hallan cubiertas
de un espeso tapiz de verdura, cortado aquí y allá por bosques. Sobre las cimas, extensos prados
resplandecen al sol. Más abajo se extienden los campos, encuadrados y sostenidos por muros de
lava. Los pasajeros quedaron agradablemente sorprendidos ante aquella naturaleza fecunda y
pródiga.
Cuando sólo una pequeña distancia separaba al buque de la punta Albernas, que forma la
extremidad noroeste de la isla, el capitán Pip oblicuó directamente hacia el Este. El Seamew
atravesó de este modo el canal que separa las islas gemelas, costeando de cerca la riente Flores, en
tanto que Corvo se desvanecía lentamente en el horizonte. El capitán puso sucesivamente proa al
Sudeste y después al Sur. Hacia las cuatro de la tarde, el Seamew se encontraba frente a la capital,
Santa Cruz, distinguiéndose perfectamente sus edificios iluminados vivamente por el sol. Modificóse
nuevamente la marcha, y el navío, dejando a las dos primeras Azores, avanzó a todo vapor hacia
Fayal.
De Santa Cruz a Horta, capital de Fayal, hay una distancia de 130 millas aproximadamente, o
sea una travesía de unas once horas. Antes de las siete apenas eran visibles las cimas de Flores.
Pronto se fundirían definitivamente en la noche.
Habiendo para la mañana siguiente un programa bastante cargado, el puente aquella tarde estuvo
muy pronto desierto. Iba a abandonarlo a su vez Roberto, cuando Roger de Sorgues vino a cambiar
con él algunas frases y a desearle amistosamente las buenas noches.
¡A propósito! -dijo en el momento de separarse-. ¿Sería indiscreto el preguntarle a usted, mi
querido compatriota, en qué liceo, en qué establecimiento de Francia es usted profesor?
Roberto, nada embarazado, se echó a reír.
- En la imaginación de Mr. Thompson -respondió con buen humor-. A él, a él exclusivamente
debo yo este nombramiento, sin haberlo solicitado, puede usted creerlo.
Roger quedó solo, mirándole alejarse.
Pensó:
«No es profesor, claro está; intérprete ocasional, eso es evidente. Me intriga y me preocupa a mí
este caballero
El problema, con todo, le irritaba, y mientras se encerraba en el camarote murmuraba aún:
- Nadie me quitará de la cabeza que yo he visto esa persona en alguna parte. Pero ¿dónde, mil
carabinas, dónde?

Julio Verne
 Agencia Thompson y Cia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora