CAPÍTULO XVI LA APARICIÓN DE LA LUNA ROJA

3 1 0
                                    

Asi, pues, los acontecimientos venían a dar la razón a Saunders. El cielo de Thompson se
oscurecía, y he aquí que se alzaba la luna roja, cuyos resplandores había distinguido el agrio profeta
en el firmamento de Horta.
La discusión que Thompson había debido sostener contra la mayoría de sus pasajeros, ¿tendría
compañeras?
El porvenir habría de decirlo; pero muy cierto era que algo se había roto entre el administrador
general y sus administrados.
El sueño, dícese, puede remplazar al alimento para un estómago hambriento; pero no había
podido devolver e] buen humor a los turistas irritados, y el spardek viose poblado de paseantes
descontentos en la mañana del 2 de junio.
Y todavía era una suerte para Thompson el que su latente cólera se hubiese amortiguado ante los
acontecimientos de la víspera. Único asunto de conversación, monopolizando la atención de todos
ellos, dulcificaron los primeros encuentros, que, en otro caso, habrían sido más fértiles en tormentas.
Unánimemente compadecían los pasajeros a Mrs. Lindsay por haber corrido semejante riesgo, y
exaltaban, sobre todo, el heroísmo de Roberto Morgand. Para sus compañeros de viaje, ya bien
dispuestos en su favor por la corrección de sus maneras y también -preciso es confesarlo- por las
habladurías de Thompson, se convertía ahora en todo un personaje, y una acogida halagüeña se le
preparaba para cuando hiciese su aparición sobre cubierta
Pero fatigado sin duda por las emociones y los esfuerzos físicos de la víspera, más o menos
herido acaso en su lucha contra el furioso torrente. Roberto no salió de su camarote en toda la
mañana, y no dio a sus admiradores ocasión ninguna para expresar su legítimo entusiasmo.
Volviéronse, por consiguiente, hacia los testigos del drama. Saunders, Hamilton y Blockhead
tuvieron que dar numerosas ediciones de la larga y dramática aventura.
No hay, con todo, asunto inagotable, y éste se agotó lo mismo que los demás. Cuando todos los
pormenores fueron suficientemente comentados, una vez Roger hubo afirmado que su compatriota no
experimentaba más que una ligera lasitud y que se levantaría probablemente después de mediodía,
cesaron los pasajeros de ocuparse de Alice y Roberto, volviendo a verse acosados por sus
respectivas preocupaciones personales.
A Thompson entonces se le puso de vuelta y media. Si las palabras desagradables poseyesen la
cualidad de la pesantez, hubiera sido indudablemente aplastado. Divididos en grupos, las víctimas de
la agencia desahogaron su bilis unos en otros y bajo formas diversas.
Toda la letanía de los agravios volvió a desfilar de nuevo, sin que fuera olvidado ni uno solo,
recordados sobre todo por Hamilton y Saunders.
Sin embargo, pese a los esfuerzos de esos dos provocadores, el mal humor continuó siendo
platónico. A nadie se le ocurrió la idea de acudir con sus quejas a Thompson: ¿para qué? Éste,
aunque quisiera, nada habría podido cambiar en el pasado. Ya que se había tenido la necedad de creer en las promesas de la agencia, menester era sufrir las consecuencias hasta el fin, próximo, por
otra parte, de aquel viaje, cuyo último tercio no valdría, indudablemente, más que los dos primeros.
Por el momento, aquella tercera parte del viaje comenzaba mal. Apenas dejaba Madera, cuando
un nuevo contratiempo vino a poner a prueba la paciencia de los pasajeros. El Seamew no avanzaba.
No se necesitaba ser marino para darse cuenta de la increíble disminución de su velocidad. ¿Dónde
estaban aquellos doce nudos anunciados, prometidos, sostenidos… durante unos muy pocos días?
¡Apenas si a la sazón se hacían cinco millas por hora! Un barco de pesca hubiera podido seguirle
fácilmente.
Por lo que hace a la causa de aquella excesiva lentitud, fácil era adivinarla por lo? ruidos de la
máquina, que gemía, jadeaba, rechinaba lamentablemente en medio de los silbidos del vapor que se
escapaba por las válvulas.
De aquella suerte, se necesitarían cuarenta y ocho horas para arribar a Canarias; todo el mundo
lo comprendía. Pero, ¿qué hacerle? Nada, indudablemente, según había el capitán Pip declarado a
Thompson, desolado también por aquel retraso tan perjudicial para sus intereses.
Sufrióse en silencio aquel contratiempo. Comprendiendo la inutilidad de la cólera, se dejaron
invadir por la tristeza; la lasitud había venido a remplazar en los semblantes a toda expresión
amenazadora.
Muy profunda debía de ser aquella tranquilidad para que los pasajeros no la perdieran en el
curso del almuerzo, que se verificó a su hora habitual; y, sin embargo, bien sabe Dios que aquel
almuerzo podía servir de tema para las más legítimas quejas.
De creer es que Thompson trataba de restablecer un equilibrio económico, cruelmente
comprometido por los sucesivos retrasos, ya que la mesa se había resentido bastante. ¡Qué diferencia
tan grande entre ese almuerzo y aquella otra comida, durante la cual había dado salida Saunders por
primera vez a su bilis!
Ni aun entonces pensó nadie, sin embargo, formular quejas que habían de ser estériles. Cada uno
devoró en silencio su bastante mediocre pitanza. Thompson, que miraba a sus víctimas con el rabillo
del ojo, tenía razón para creer que todos se hallaban definitivamente domeñados. Tan sólo Saunders
dejaba de rendir armas, y con gran cuidado inscribió aquel nuevo agravio en el cuaderno donde
anotaba sus gastos diarios. Nada debía olvidarse; gastos y agravios se arreglarían a un mismo
tiempo,
Al aparecer Roberto a las dos de la tarde en el spardek dio alguna animación a aquella aburrida
asamblea. Todos los pasajeros se precipitaron a su encuentro, y más de uno que jamás le había hasta
entonces dirigido la palabra le estrechó calurosamente la mano aquel día.
El intérprete acogió con una cortés modestia los cumplimientos que se le dirigieron; y tan pronto
como pudo, se aisló con Dolly y Roger.
Apenas se separaron los importunos, Dolly, con los ojos llenos de alegres y gozosas lágrimas,
habíale cogido ambas manos. Roberto, vivamente conmovido por su parte, no rechazó los testimonios
de tan natural reconocimiento. Un tanto embarazado, empero, agradeció vivamente a su compatriota
el que acudiera en su ayuda.
- Ahora que nos hallamos ya nosotros solos -dijo Roger, tras breves instantes-, ¿tendrá usted la
bondad de referirnos las peripecias de su salvamento?
- ¡Oh, sí, señor Morgand! -suplicó Dolly.
- ¿Qué quieren que les diga? -respondió Roberto-. En el fondo, nada puede ser más fácil y más
lógico.
Sin embargo, a pesar de sus protestas, tuvo que hacer a sus amigos un relato, que Dolly escuchó apasionadamente.
Se lanzó al torrente pocos segundos después que Alice, y tuvo la suerte de alcanzarla en
seguida; pero en aquella corriente furiosa, agitada por terribles remolinos, jamás hubiera conseguido
salvar ni a Mrs. Lindsay ni a sí mismo sin un árbol enorme que, arrancado en las pendientes
superiores de la montaña, era arrastrado también por la corriente y que se transformó en almadía
salvadora.
Desde aquel momento el papel de Roberto quedaba muy simplificado. Llevados por aquel
árbol, Mrs. Lindsay y él se hallaban casi fuera de peligro; sirviéndose de una fuerte rama, a guisa de
bichero, habían conseguido empujar hacía la orilla izquierda al árbol salvador, que se enredó en el
suelo.
El resto se comprendía por sí mismo. A costa de mil fatigas habían llegado exhaustos hasta una
choza. De allí, sobre hamacas ya, habían regresado a Funchal y al Seamew luego, a tiempo de
tranquilizar a sus compañeros.
Tal fue el relato de Roberto. Dolly se lo hizo repetir hasta la saciedad, queriendo conocer hasta
el más insignificante pormenor.
La campana, avisando para la comida, vino a sorprenderla en medio de aquellas alegrías. Para
ella el día se había deslizado como un sueño.
No hubieran, por desgracia, podido decir lo mismo los otros pasajeros, sobre quienes
continuaba gravitando aún la tristeza, cambiando los minutos en horas y las horas en siglos. Si los
tres interlocutores, abstraídos como estaban, no se habían dado cuenta de ello, durante la comida
tuvieron forzosamente que notarlo, pues la mesa estaba tan silenciosa aquella noche como lo había
estado durante el almuerzo. Todos se fastidiaban, salvo, quizá, los insensibles Johnson y Piperboom.
¿Cómo era posible que éstos no se fastidiasen nunca, insaciable esponja el uno, abismo sin fondo
apreciable el otro?
Piperboom, como de costumbre, estaba de continuo fumando tranquilamente en su pipa, cuyas
nubes se llevaban consigo los miserables cuidados de los hombres. Por el momento, indiferente a la
diversa calidad de los alimentos, se los engullía sencillamente, porque tal era su misión aquí abajo.
Digno pendant de esta poderosa máquina de digerir, Johnson, en el otro extremo de la mesa, se
escanciaba variados licores, de manera a propósito para causar la admiración del espectador más
difícil de admirarse. Definitivamente achispado, manteníase tieso sobre su silla, con la frente pálida,
coronando un semblante escarlata, la mano incierta, la mirada vaga y turbia.
Ambos, en la imposibilidad de hablar y de comprender, no conocían el descontento que en torno
de ellos reinaba, y aun cuando lo conocieran, no lo habrían admitido,
¿Puede haber viaje desagradable cuando se bebe hasta saciarse y cuando se come hasta estallar?
Pero aparte de aquellos dos afortunados mortales no se veían en torno de la mesa más que caras
enfurruñadas. Resultaba evidente que si los convidados de Thompson no eran aún sus enemigos
declarados, con mucha dificultad habría podido encontrar entre ellos un amigo.
Uno quedábale, sin embargo. A la primera mirada un recién llegado hubiera distinguido a ese
pasajero en medio de todos los otros. Poco le importaba que sus palabras no hallasen eco y se
perdiesen amortiguadas en la frialdad hostil de sus compañeros.
Por enésima vez contaba el drama que estuvo a punto de costar la vida a Mrs. Lindsay, y, sin
tener para nada en cuenta la falta de atención de sus vecinos, mostrábase pródigo de interjecciones
admirativas acerca de Roberto Morgand.
- ¡Sí, señor -exclamaba-, eso es verdaderamente heroico! La ola era alta como una casa, y
nosotros la veíamos llegar a toda velocidad. Aquello, señor, causaba espanto, y ha sido preciso un valor extraordinario en el señor profesor para saltar allí dentro. Yo, yo que os hablo, no lo hubiera
hecho, lo confieso. ¡ Franco como el oro, caballero, franco como el oro!
¡Ah! ¡En verdad que era un verdadero amigo el que poseía Thompson en la persona del
honorable tendero honorario! Y, no obstante, tal es el poder de la avaricia, Thompson iba a colocarse
en inminente riesgo de perder para siempre aquel amigo.
Acababan de levantarse de la mesa. Los pasajeros habíanse vuelto al spardek, cuyo silencio
apenas si turbaban.
Sólo Blockhead continuaba manifestando urbi et orbi su perpetua satisfacción, y especialmente
a su agradable familia, aumentada con el infortunado Tigg. Mantenido a raya por sus dos carceleros.
- ¡Abel -decía solemnemente Blockhead-, no olvidéis jamás todo lo que os ha sido dado ver en
este magnífico viaje…! Yo espero…
¿Cuál era la esperanza de Blockhead? El tendero honorario no pudo explicarse a este respecto.
Thompson le abordaba, llevando un papel en la mano.
- Usted me perdonará, Mr. Blockhead -dijo Thompson-, por presentarle mi cuentecita. Un
antiguo comerciante no hallará irregular el que los negocios se traten con la regularidad debida.
De repente Blockhead pareció conmovido; su faz bonachona tornóse menos alegre.
- ¿Una cuenta? -dijo, rechazando con la mano el papel que le alargaba Thompson-. Nosotros,
según creo, no podemos tener cuenta ninguna, caballero. Nosotros hemos pagado ya, señor mío.
- No del todo -rectificó Thompson, sonriendo.
- ¡Cómo…! ¿No del todo? -balbució Blockhead.
- Su memoria le hace traición. ¡Yo me atrevo a afirmarlo, mi querido señor! -insistió
Thompson-. Si usted tiene a bien hacer un esfuerzo, no podrá menos de recordar que pagó cuatro
billetes enteros y un medio billete.
- Es cierto -dijo Blockhead, abriendo desmesuradamente los ojos.
- Pues bien -continuó Thompson-: este medio billete era para su hijo, Abel, aquí presente, quien
no contaba todavía diez años en el instante de la partida. ¿Tendré necesidad de recordar a su padre
que hoy mismo precisamente cumple esa encantadora edad?
Blockhead se había vuelto realmente pálido, a medida que Thompson hablaba. ¡Atreverse a
llamar a su bolsa!
- Y entonces… -insinuó con voz trémula.
- No hay ya ninguna razón -respondió Thompson- para hacer que Abel continúe beneficiándose
de la reducción consentida. No obstante, inspirado por el deseo de conciliarlo todo, y considerando
que el viaje se ha realizado ya en parte, la agencia ha renunciado espontáneamente a aquello que le
es debido. Puede usted convencerse de que la cuenta asciende a diez libras, ni un céntimo más.
Esto diciendo, Thompson deslizó suavemente la minuta entre los dedos de su pasajero, y con la
faz sonriente esperó la respuesta. El semblante de Blockhead había perdido decididamente su
habitual serenidad. ¡Qué cólera tan hermosa habría sido la suya, apoco que su alma plácida hubiera
sido accesible a la violencia de ese sentimiento! Pero Blockhead no conocía la cólera. Con los
labios blancos, plegada la frente, permanecía silencioso, aplastado bajo las miradas un tanto
burlonas de Thompson.
Desgraciadamente para éste, no había contado con la huéspeda. El inofensivo Blockhead poseía
muy temibles aliados. De pronto el señor administrador general vio, a tres pulgadas de sus ojos, tres
pares de garras aceradas, precediendo a tres bocas armadas de terribles dientes, en tanto que un
triple grito resonaba en sus orejas.
Mrs. Georgina y las dulces Mary y Bess acudían presurosas en socorro y auxilio de su jefe.
Volvióse Thompson del lado de los asaltantes, y a la vista de aquellas caras convulsas por el
furor, fue acometido de un terror pánico. Rápidamente se batió en retirada; mejor dicho, se puso en
salvo, dejando a Mrs. Georgina, Miss Bess y Miss Mary arrojarse en brazos de Absyrthus
Blockhead, que con dificultad recobró el aliento.

Julio Verne
 Agencia Thompson y Cia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora