CAPÍTULO XVII EL SEGUNDO SECRETO DE ROBERTO MORGAND

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Todos dormían aún a bordo del Seamew cuando al día siguiente por la mañana Jack Lindsay
aparecía por la escalera de los camarotes.
Con paso incierto recorrió algunos instantes el spardek y luego, yendo maquinalmente a sentarse
sobre uno de los bancos de babor, se recostó sobre la barandilla y dejó errar distraídamente sus
miradas sobre el mar.
Un ligero vapor en el horizonte del Sudeste anunciaba la primera Canaria. Pero Jack no veía a
aquella nube de granito; no prestaba atención más que a sí mismo. De nuevo reviví la escena del
torrente. De nuevo oía como si aún estuviera resonando en sus oídos el grito de angustia vanamente
lanzado por Alice.
En aquella cuestión su espíritu se planteaba por enésima vez algo inquietante. ¿Lo habría
comprendido también Alice?
Sí, lo había comprendido; ella había visto claramente como se retiraba la mano tendida…
Ahora iba sin duda a obrar, a buscar fuera de sí misma una protección necesaria… ¡A denunciarle tal
vez…! Y entonces, ¿qué haría él?
Pero un análisis más severo le tranquilizaba. No, Alice no hablaría; jamás consentiría en lanzar
el escándalo sobre el nombre que ella misma llevaba. Aun cuando de todo se hallase enterada,
callaría.
Además, ¿había comprendido Alice? Nada lo probaba. Todo debió de permanecer muy confuso
en aquel caos de los elementos de las almas. A fuerza de pensar en ello, Jack llegó a tranquilizarse
plenamente por aquel lado. Ninguna dificultad había, por consiguiente, en que viviera como antes con
sus compañeros, sin exceptuar a la confiada Alice…
«¡Y viva!», añadía en su interior. Aun poniéndolo todo en lo mejor, fuéle, cuando menos,
preciso reconocer el deplorable éxito del plan súbitamente concebido. Alice se hallaba a bordo del
Seamew bien viva y dueña todavía de una fortuna que se negaba a compartir. Por lo demás, aun
cuando hubiera muerto, no por eso serían menos irrealizables las esperanzas de Jack. No hubiera
sido Dolly más fácilmente conquistable que su hermana; no podía él desconocerlo. La desesperación
de la joven, echando por tierra todas las conveniencias usuales, habría bastado para que el más ciego
se diera cuenta del estado de su corazón; Jack debía renunciar para siempre a hacerse dueño de aquel
corazón que pertenecía por entero a Roger de Sorgues.
Y entonces, ¿a qué…?
A menos sin embargo…, insinuaba una voz interior. Pero Jack, alzando desdeñosamente los
hombros, rechazaba aquellas sugestiones insensatas. Pasivo hasta entonces, ¿iba a convertirse en un
asesino altivo y a atacar abiertamente a dos mujeres…? ¡Locuras…! A falta de otras razones, un
crimen semejante hubiera sido demasiado absurdo. El culpable, único heredero de las víctimas, sería
forzosamente el primero sobre quién recayeran todas las sospechas.
Y además, ¿cómo podría burlar la celosa vigilancia de Roger de Sorgues?
No, aquello no resistía al examen. Nada había que hacer más que esperar. Espera tranquila, si
no había ningún testigo de la tentativa abortada. Pero sobre este punto Jack consideraba absoluta su
seguridad Bien solo estaba con Alice cuando ésta tendiera hacia él sus brazos suplicantes; nadie se
encontraba allí cuando la corriente furiosa había arrebatado a la joven en su torbellino. ¿Otro?
¿Quién?
En el preciso momento de plantearse irónicamente esta cuestión, sintió Jack que una mano se
posaba sobre su espalda con firme energía…
Roberto Morgand se hallaba ante él.
- ¡Caballero! -balbució Jack en un tono que en vano se esforzaba para que apareciera tranquilo.
Cortóle Roberto la palabra con un gesto, en tanto que su otra mano le apretó también.
- ¡Yo lo vi! -dijo tan sólo, con una frialdad preñada de amenaza.
- ¡Caballero! -intentó replicar Jack-. Yo no comprendo…
- ¡Yo lo vi! -repitió Roberto con un tono más grave, en el cual pudo percibir Jack una solemne
advertencia y un aviso.
Enderezóse, una vez libre aquél, y sin fingir por más tiempo ignorancia.
- ¡He aquí un extraño comportamiento! -dijo con altivez-. La agencia Thompson ha escogido de
modo singular sus empleados. ¿Quién le ha dado a usted derecho de ponerme la mano encima?
- Usted mismo -respondió Roberto, no dignándose acusar la intención injuriosa contenida en las
frases del pasajero americano-. Todo el mundo tiene el derecho de poner la mano en la espalda de un
asesino.
- ¡Asesino! ¡Asesino! -repitió Jack Lindsay sin conmoverse-. Así. pues, tiene usted la pretensión
de detenerme -añadió con cinismo, sin hacer el menor esfuerzo para disculparse.
- Todavía no -dijo fríamente Roberto-. Por el momento me limito a darle a usted este aviso y a
hacerle esta advertencia. Si sólo la casualidad me ha colocado esta vez entre Mrs. Lindsay y usted,
en lo sucesivo, sépalo, en lo sucesivo será mi voluntad…
Jack alzó los hombros.
- Entendido, amigo, entendido -asintió, con insolente ligereza-. Pero usted ha dicho: «todavía
no». ¿Es, acaso, que más adelante…?
- Yo daré cuenta de ello a Mrs. Lindsay -interrumpió Roberto, sin perder la calma-. Ella es la
que, instruida por mí, habrá de decidir.
Esta vez perdió Jack su actitud arrogante.
- ¡ Advertir a Alice! -exclamó con los ojos relampagueantes de cólera.
- Sí.
- ¡ Usted no hará eso!
- Lo haré.
- ¡ Tenga cuidado! -gruñó Jack, amenazador, avanzando un paso hacia el intérprete del Seamew.
Llególe a su vez a Roberto el turno de alzar los hombros, Jack, con un violento esfuerzo, había
vuelto a quedar impasible.
- ¡Tenga usted cuidado! -repitió con voz amenazadora-, ¡Tenga entonces cuidado por ella y por
usted!
Y, sin esperar respuesta, alejóse bruscamente.
Una vez solo, púsose a su vez Roberto a pensar. Encontrándose cara a cara con el abominable
Jack, había marchado directamente hacía su objeto, y había realizado sin tergiversaciones el proyecto
resuelto. Aquella lección bastaría probablemente. De ordinario, los malvados son cobardes.
Cualesquiera que fuesen las razones ignoradas, pero sospechadas, no obstante, que le hubieran empujado a aquel semicrimen, Jack Lindsay, sabiendo que estaba vigilado, perdería su audacia y
Mrs. Lindsay nada tendría ya que temer de su dañino pariente.
Terminada la ejecución de su plan, Roberto arrancó desdeñosamente de su espíritu la imagen de
aquel antipático compañero de viaje, v dirigió sus miradas hacia el horizonte del Sudeste, donde el
vapor de antes se había cambiado en una isla alta y árida, en tanto que más al Sur se alzaban
confusamente otras tierras.
- Si usted lo tiene a bien, señor profesor, ¿quiere decirme qué isla es esa? -preguntó tras él una
voz burlona.
Roberto, al volverse, se encontró cara a cara con Roger de Sorgues. Sonrió, pero guardó
silencio, porque después de todo no sabía el nombre de aquella isla.
- ¡Mejor que mejor! -exclamó Roger, burlándose, pero amistosamente-. ¿Hemos, pues, olvidado
consultar nuestra excelente «Guía»? Es, en verdad, una suerte que yo haya sido menos negligente.
- ¡Bah! -dijo Roberto.
- Perfectamente. La isla que se alza ante nosotros es la isla Alegranza, señor profesor… ¿Por
qué esa isla es alegre? Acaso, acaso, porque no tiene habitantes. Insulsa, árida, esa tierra salvaje no
es, en efecto, visitada más que en la época de la recolección de una planta tintórea que constituye una
de las riquezas de este archipiélago. La nube que ve usted más al Sur, indica el lugar de la gran isla
de Lanzarote. Entre Lanzarote y Alegranza, puede distinguirse a Graciosa, otra isla deshabitada,
separada de Lanzarote por un estrecho canal. El Río, y Montaña Clara, simple peñasco, funesto con
mucha frecuencia para los navegantes.
- ¡Un millón de gracias, señor intérprete! -dijo gravemente Roberto, aprovechando el instante en
que Roger se detenía para tomar aliento.
Echáronse a reír ambos compatriotas.
- Verdad es -prosiguió Roberto- que he abandonado atrozmente mis funciones desde hace
algunos días. Pero también, ¿por qué hacerme perder mi tiempo en atravesar la isla de Madera?
- ¿Tan mal, pues, ha empleado usted el tiempo? -objetó Roger mostrando a su compañero a
Alice y a Dolly, que, cogidas del brazo, se adelantaban lentamente hacia ellos.
El paso firme y seguro de Mrs. Lindsay ponía bien a las claras de manifiesto que había
recobrado ya por completo su salud. Un poco de palidez y algunas ligeras manchas en la frente y en
las mejillas eran los últimos vestigios de la aventura, en la que tan de cerca tuvo la más espantosa
muerte.
Roberto y Roger se habían precipitado al encuentro de las dos americanas, que, al descubrirlos,
deshicieron el armonioso grupo que formaban.
Alice oprimió durante largo tiempo la mano de Roberto y clavó en él una mirada más elocuente
que todas las verbales acciones de gracias.
- ¡ Usted, señora! -exclamó Roberto-. ¿No habrá alguna imprudencia en dejar tan pronto su
camarote?
- Ninguna -respondió Alice, sonriendo-. Ninguna, gracias a usted, que tan bien supo protegerme
a sus propias expensas durante nuestro viaje involuntario; involuntario, al menos para mí -añadió,
poniendo en la mirada toda su calurosa gratitud.
- ¡Oh, señora! ¿Qué cosa más natural? Los hombres son mucho menos frágiles que las mujeres.
Los hombres, usted comprende…
En su confusión, Roberto se hacía un lío e iba a decir tonterías.
- En fin, señora -concluyó diciendo-, no hablemos más. Yo me conceptúo sumamente feliz por lo
que ha acontecido, y, la verdad, no quisiera (sentimiento terriblemente egoísta) que hubiera dejado de ocurrir lo que ha ocurrido. Por consiguiente, si de ello hubiera necesidad, yo me juzgaría pagado con
mi propia alegría, y puede usted considerarse honradamente en paz para conmigo.
Y para evitar todo nuevo enternecimiento, condujo a sus compañeros hacia la barandilla, y se
creyó en el deber de hacerles admirar las islas que se dibujaban cada vez con mayor claridad en el
horizonte.
- Nos acercamos, señoras, como ustedes ven, al fin de nuestro viaje -dijo con volubilidad-. He
aquí ante nosotros la primera Canaria: Alegranza. Es ésta una isla árida, inculta y deshabitada, salvo
en la época de la recolección de una planta tintórea, que constituye una de las riquezas de este
archipiélago. ‘Vías al Sur se distingue la isla de Río, separada por un brazo de mar, la Montaña
Clara; un islote igualmente deshabitado, llamado Lanzarote, y Graciosa, simple peñasco perdido…
No pudo acabar Roberto su fantástica descripción. Una gran carcajada de Roger vino a dejarle
con la palabra en la boca.
- ¡Qué gracia! -exclamó el oficial al escuchar aquella traducción demasiado libre de su
conferencia.
- Decididamente -dijo Roberto, haciéndole coro-, necesito estudiar un poco todavía las islas
Canarias.
Hacia las diez, habiendo llegado a cinco millas de Alegranza, el Seamew puso la proa casi
exactamente al Sur. Una hora después se cruzaba ante el peñasco de Montaña Clara, cuando sonó la
campana llamando a los pasajeros.
El menú continuaba su marcha descendente. La mayor parte de los pasajeros, sumidos en una
huraña y feroz resignación, no dieron muestras de fijar en ello la atención. Pero Alice, que no
contaba a su favor con las enseñanzas del día anterior, experimentó alguna sorpresa, y hasta llegó un
momento que no pudo reprimir un ligero gesto de desagrado.
- Es este, señora, el sistema de las compensaciones -le dijo atrevidamente Saunders, a través de
la mesa-. A viaje largo, mala mesa.
Alice sonrió, sin contestar; en cuanto a Thompson, hizo como que no había oído a su
encarnizado perseguidor. Limitóse en señal de indiferencia, a hacer chasquear su lengua con aire
satisfecho. ¡Él se hallaba contento de su cocina!
Cuando se subió de nuevo sobre cubierta, el buque había rebasado ya el islote de Graciosa y
comenzaba a seguir, con una velocidad constantemente más reducida, las costas de Lanzarote.
¿No hubiera debido encontrarse allí en su puesto Roberto Morgand para comentar el
espectáculo que se ofrecía a las miradas de los pasajeros, pronto a contestar todas las dudas? Sí, sin
duda; y, no obstante, el cicerone del Seamew permaneció invisible hasta la noche.
Por lo demás, ¿qué hubiera podido decir? La costa occidental de Lanzarote se desarrollaba con
uniformidad, desplegando unas rocas agrestes que desde las Azores comenzaban a resultar ya un
poco monótonas.
En primer término, un elevado promontorio, el Macizo de Famara; después la costa, más baja,
se cubre de cenizas volcánicas, que forman un verdadero ejército de conos negros, para llegar por
fin, a la playa Quemada, cuyo nombre indica ya con bastante claridad que nada tiene de fértil. Por
doquier, la desolación; por todas partes rocas andas y tristes. Ninguna ciudad algo importante sobre
aquella costa occidental que animan tan sólo rocas y miserables aldeas, cuyos oscuros nombres
puede muy bien ignorar el cicerone mejor informado.
De los dos centros comerciales de la isla, el uno, Teguise, se halla en el interior, y el otro.
Arrecife, ofrece sobre la costa oriental el abrigo de su excelente muelle. Sólo en estas regiones y en
otras análogas expuestas a los alisios del Nordeste, que llevan consigo una benéfica humedad, es donde la vida ha podido establecerse, en tanto que el relato de la isla, y especialmente la parte
costeada por el Seamew, ha sido transformada por la sequía en verdaderas estepas.
He aquí todo lo que Roberto Morgand podría haber dicho, de saberlo y de encontrarse allí.
Como ninguna de esas dos condiciones se había cumplido, forzoso hubo de serles a los turistas
pasarse sin cicerone, de lo cual, por otra parte, no parecieron darse cuenta. Con la mirada lánguida,
el aspecto abatido, dejaban ellos huir de conserva el buque y el tiempo sin mostrar ninguna
curiosidad.
Tan sólo Hamilton y Saunders poseían aún un poco de belicoso ardor. El mismo Blockhead
parecía sensiblemente deprimido desde la víspera.
Durante aquella tarde, Roger, como de costumbre, hizo compañía a las pasajeras americanas.
Repetidas veces manifestaron ellas extrañeza ante la ausencia de Roberto, ausencia que su
compañero explicó por la necesidad de estudiarse su «Guía». ¡Y bien sabía Dios que aquella
necesidad era real!
Una vez encauzada la conversación, los oídos del cicerone-intérprete del Seamew se hubieran
recreado muy agradablemente con las grandes alabanzas que Dolly le dedicaba y que Roger
aprobaba enérgicamente.
- Lo que ha hecho por Mrs. Lindsay -terminó diciendo- es simplemente heroico. Pero Roberto
Morgand es de esos hombres que realizan siempre con sencillez lo que deba realizarse. Es un hombre
en toda la extensión de la palabra.
Soñadora, Alice escuchaba esos elogios con la mirada perdida en el horizonte, vago como los
pensamientos de que su alma se hallaba agitada…
- ¡ Buenos días, Alice! Me alegro en el alma de ver que ha recobrado la salud -dijo de pronto un
personaje cuya aproximación no habían notado los cuatro abstraídos interlocutores.
Mrs. Lindsay tuvo un sobresalto, que reprimió en seguida.
- Se lo agradezco, Jack -dijo con voz tranquila-. Mi salud, en efecto, es excelente.
- Ninguna nueva podría serme más agradable -respondió Jack, lanzando, a pesar suyo, un
suspiro de alivio.
Aquel primer choque, que tanto él temiera, había tenido lugar, y vio que salía de él con honra.
Hasta entonces, por lo menos, dedujo que su cuñada no sabía nada.
Hallóse satisfecho con semejante certidumbre y se animó de un modo excepcional. En vez de
mantenerse retirado, se mezcló en la conversación. Dolly y Roger, que no volvían de su asombro,
conversaban con él tranquilamente, mientras que Alice parecía con el espíritu muy lejano de allí y no
oír nada de lo que en torno suyo se decía.
Hacia las cuatro el Seamew dejó tras de sí la isla de Lanzarote y comenzó a costear las orillas,
casi idénticas, de Fuerteventura. De no ser La Bocaina, canal de diez kilómetros de ancho que separa
ambas islas, no se hubieran dado cuenta del cambio.
Roberto persistía en su ausencia. En vano fue que Roger, intrigado arte aquella completa
desaparición, fuese al camarote en busca de su amigo. El señor profesor no estaba en él.
No se le volvió a ver hasta la comida, que fue tan triste y sombría como el almuerzo; después,
apenas terminó ésta, desapareció de nuevo, y Alice, vuelta al spardek, pudo observar, al venir la
noche, cómo se iluminaba la claraboya del camarote de su casi invisible salvador.
Roberto continuaba ausente, y cuando las pasajeras americanas se retiraron, pudieron percibir
todavía la lámpara del estudioso,
- ¡ Está trabajando rabiosamente! -dijo riendo Roger, que acompañaba a las dos hermanas.
Ya en su camarote, Alice no se acostó con su tranquilidad acostumbrada; sus manos, perezosas, se retrasaban; más de una vez se sorprendió a sí misma sentada y soñando, habiendo interrumpido,
sin darse cuenta, los cuidados de su toilette nocturna. Algo había cambiado que ella no hubiera
sabido decirse. Una indefinible angustia pesaba sobre su corazón.
En el camarote próximo un ruido de páginas vueltas le había probado que Morgand estaba allí, y
que trabajaba, en efecto. Pero pronto tuvo Alice un sobresalto. Se había cesado de hojear páginas.
Cerrado el libro con un golpe seco, una silla había sido arrastrada, y en seguida el ruido de la puerta
que se cerraba reveló a la indiscreta espía que Roberto Morgand había subido a cubierta.
- ¿Es tal vez porque nosotras no estamos allí? -se preguntó involuntariamente Alice.
Con un rápido movimiento de cabeza, desechó aquella idea, y deliberadamente acabó su toilette.
Cinco minutos después, extendida en su lecho, trataba de llamar al sueño, que debía tardar en acudir
algo más de lo ordinario.
Roberto, experimentando tras aquel día de riguroso encierro la necesidad de tomar el aire,
había, en efecto, subido a cubierta.
Luminoso en la oscuridad de la noche, atrájole el spardek. Con una mirada vio que la ruta era el
Sudoeste, infiriendo de ello que el Seamew se dirigía hacia la Gran Canaria. No teniendo qué hacer,
volvió hacia atrás y se dejó caer en una silla al lado de un fumador, a quien no vio. Por un instante su
mirada flotó en la sombra sobre el mar invisible, inclinóse después, y con la frente en las manos
perdióse en profundos pensamientos.
- ¡Pardiez! -dijo de pronto el fumador-. ¡Estáis bien tenebroso esta noche, señor profesor!
Roberto dio un salto y se puso en pie. El fumador se había levantado al propio tiempo, y a la luz
de los fanales Roberto reconoció a su compatriota Roger de Sorgues, alargándole cordialmente la
mano y con una sonrisa amistosa en los labios.
- Es cierto -dijo-; sufro un poco.
- ¿Enfermo? -interrogó Roger con interés.
- No, precisamente. Fatigado, más bien -repuso Roberto.
- ¿Consecuencia del remojón del otro día?
Roberto hizo un gesto evasivo.
- Pero a la vez, ¡qué idea la de encerrarse durante todo el día! -continuó diciendo Roger.
Roberto repitió el mismo gesto, bueno decididamente para toda clase de respuestas.
- Trabaja usted, sin duda…
- Confiese que lo necesito -respondió Roberto sonriente.
- Pero, ¿dónde diablos se ha metido usted para compulsar esas picaras «Guías»? -preguntó
Roger de Sorgues-. Estuve llamando a su puerta, sin obtener respuesta.
- Es que llegó usted precisamente en el momento en que tomaba yo un poco de solaz al aire
libre.
- ¡ Y no con nosotros! -dijo Roger con tono de reproche.
Roberto guardó silencio.
- No he sido yo solo el extrañado por su desaparición. Esas señoras han manifestado muchas
veces su disgusto por ello. Un poco, a ruegos de Mrs. Lindsay, fui yo a llamar en su camarote.
- ¡Sería cierto! -exclamó, a su pesar, Roberto.
- Veamos, entre nosotros -insistió amistosamente Roger-, ¿su reclusión no ha tenido otra causa
que el amor al trabajo?
- No, ninguna otra.
- En ese caso -afirmó Roger-, ha abusado usted, y ha hecho mal. Su ausencia nos ha echado
realmente a perder el día. Todos nosotros estábamos aburridos, y muy particularmente Mrs. Lindsay.

Julio Verne
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