CAPÍTULO XIV EL «CURRAL DAS FREIAS»

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Ocho hamacas se hallaban al día siguiente ante el «Hotel de Inglaterra». A las seis la reducida
caravana se puso en marcha, acariciada por la deliciosa frescura de la madrugada.
Al paso ligero de sus diez y seis portadores, escoltados por otros diez y seis de relevo,
dirigióse por el Camino Nuevo, y durante hora y media bordeó el mar sobre aquel camino, en muy
buen estado. Antes de las ocho se hizo un breve alto en Cámara de Lobos, y luego se atacó
resueltamente la montaña por un sendero que por lo escarpado y pendiente ha merecido el nombre de
Mata Boes o Mata Bueyes.
Aquel sendero, en que los bueyes sucumben, es asaltado y domeñado por los hombres.
Es maravilloso contemplar a los portadores de las hamacas. Durante dos horas, relevándose de
quince en quince minutos, ascendiendo por el duro sendero con un esfuerzo igual, sin ninguna queja.
Sólo hacia las diez tuvieron que tomar aliento. La senda en aquel sitio franqueaba un pequeño
torrente, en seco a la sazón.
Todavía una hora de marcha y después, habiendo atravesado un bosque de viejos castaños, una
desolada estepa, en que sólo quedaban algunos abetos, restos de una antigua selva, y, por fin una
extensa landa, detuviéronse los conductores junto a una rústica barrera, más allá de la cual aparecía
los rojos muros de la quinta de Campanario.
Elegante mansión en otro tiempo, aquella quinta no es ya otra cosa que una miserable ruina. Más
bien que buscar en ella refugio para el almuerzo, los turistas prefirieron instalarse al aire libre, en un
sitio que los conductores desembarazaron de piedras y estorbos. Fueron sacadas las provisiones de
los sacos. Un blanco mantel recubrió el suelo. La mesa, en suma, resultó atractiva. Mientras se
disponía la mesa, bajo la vigilancia de Roberto, los turistas, lanzando al pasar una mirada al
espléndido panorama, fuéronse a admirar los dos castaños que se alzan cerca de la quinta, el más
grueso de los cuales, verdadera curiosidad de la isla, mide más de once metros de circunferencia. Su
apetito, aguzado por aquella ruda ascensión, condújoles bien pronto hacia la improvisada mesa. Una
desagradable sorpresa les aguardaba; un círculo de cabras y de chiquillos mugrientos y medio
desnudos la rodeaba. Por medio de dádivas y de amenazas, consiguióse, no sin grandes fatigas, alejar
aquella horda, a la que no hubiera podido resistir el estómago menos delicado.
Apenas se encontraban los viajeros a la mitad de su almuerzo, cuando su atención viose
solicitada por un singular y extraño personaje que acababa de aparecer bajo el marco de la puerta de
la arruinada quinta. Sucio, cubierto de miserables guiñapos, su cara con un tinte de ladrillo viejo, con
una barba hirsuta y enmarañados cabellos, que, limpios, hubieran sido blancos, aquel personaje,
apoyado en el quicio de la puerta, contemplaba a la hambrienta tropa. Por fin, tomó su partido, y con
paso indolente se adelantó hacia los turistas.
- Sean ustedes bienvenidos a mi casa -dijo, alzando los restos de un amplio sombrero, del que
apenas si subsistía el ala.
- ¿A su casa? -dijo Roberto, que se levantó y devolvió el saludo al cortés propietario.
Sí, a mi casa, a la quinta de Campanario.
- En ese caso, señor, excuse a turistas extranjeros por la libertad con que han invadido sus
dominios.
- Excusas inútiles -protestó el maderiense en un inglés bastante pasable-. Muy feliz me
considero en ofrecerles hospitalidad.
Roberto y sus compañeros le contemplaban con sorpresa. Sus miradas iban de su miserable
persona a la casucha en ruinas que servía de morada a aquel extraño propietario. Este parecía gozar
con la admiración de sus huéspedes.
- Permítanme -dijo- presentarme a mí mismo a estas señoras, toda vez que nadie puede
prestarme este servicio. Espero que ellas perdonarán esta incorrección a don Manuel de Goyaz, su
muy humilde servidor.
En realidad, bajo sus harapos, aquel indigente no dejaba de tener un aspecto de distinción.
Había dicho las anteriores frases en un estilo delicado. Su cortesía, no obstante, no podía velar el
fuego ansioso de sus ojos, que iban, hipnotizados, de los pasteles al jamón, indicando elocuentemente
el deseo de un estómago hambriento.
Alice tuvo piedad de su desventurado anfitrión. Caritativamente invitó a don Manuel de Goyaz a
que participase del almuerzo.
- Gracias, señora, acepto de muy buen gusto -respondió, sin nacerse de rogar-. Y no crea usted
que almuerza con mala compañía. Esta apariencia oculta a sus ojos a un caballero, un morgado ([3]),
como aquí se nos llama, y ustedes ven en mí a uno de los más ricos terratenientes de Madera,
Ante la indecisa mirada de los turistas don Manuel se echó a reír.
- ¡ Ah! -exclamó-. ¿Ustedes se preguntan, sin duda, cómo serán los otros? ¡Y bien! Sus vestidos
tienen más desgarrones aún que los míos, y sus casas menos piedras que mi quinta. ¡He ahí todo!
Nada más sencillo, como ustedes ven.
Brillaban los ojos del morgado. Era evidente que el asunto le resultaba agradable.
- No, nada es más sencillo gracias a las leyes estúpidas que rigen este país -prosiguió-.
Nuestras tierras, que no podemos cultivar nosotros mismos, fueron alquiladas por nuestros padres en
una forma muy extraña. El terreno viene a ser propiedad del arrendatario; él lo cede, lo lega a sus
hijos, y por todo alquiler entrega al propietario la mitad de sus rentas. Puede además elevar muros,
construir casas, hacer todas las construcciones que le parezcan bien sobre las tierras que le han sido
alquiladas, y el propietario, al expirar el arriendo, para entrar en posesión de sus bienes, debe
comprar todo ello por lo que ha costado. ¿Quién de entre nosotros podría hacerlo? Propietarios en
principio, somos en realidad despojados, sobre todo desde que la invasión de la filoxera ha
permitido a nuestros arrendatarios el suprimir todo pago, so pretexto de que sus rentas son nulas.
Veinte años hace que esto dura y vean ustedes el resultado. Heredé de mis abuelos terreno bastante
para edificar una ciudad y ¡no puedo ni aun hacer reparar mi morada!
El semblante del morgado habíase tornado sombrío.
Maquinalmente tendió su vaso, que se apresuraron a llenar.
Aquel consuelo fue sin duda de su gusto, porque recurrió a él con frecuencia. Apenas si hablaba
ahora. Comía para quince días y bebía para un mes. Gradualmente fue dulcificándose su mirada; sus
ojos se tornaron vagos y tiernos después. Pronto se cerraron por completo, y el morgado,
extendiéndose muellemente sobre el suelo, se durmió con beatitud.
Los viajeros no trataron de despertarle para despedirse de él.
- Se va a buscar muy lejos la solución de la cuestión social -dijo Roger en el momento de
partir-. ¡Hela aquí, pardiez’ ¡Con semejante ley, los campesinos no tardan en convertirse en señores!
Y los señores en campesinos -respondió melancólicamente Roberto.
Nada encontró Roger que contestar a aquel triste argumento, y la pequeña tropa emprendió de
nuevo su camino en silencio.
Restaurados, descansados, los conductores avanzaban con paso rápido. Además, entonces se
bajaba. En menos de media hora, un estrecho y sinuoso sendero llevó a los excursionistas hasta la
pequeña plataforma natural que constituye la cumbre del cabo Girao.
Desde allí descubrían la costa meridional de la isla. Frente a ellos alzaba su seco perfil la cima
de Porto Santo, sin un árbol, sin un monte tallar. Al Oeste distinguíase la gran villa de Calheta, con
una última línea de montañas elevadas y brumosas. Al Este, Cámara de Lobos, Funchal y el cabo San
Lorenzo.
Pero el número de kilómetros que habían de franquearse antes de ponerse el sol no permitía una
larga contemplación. Pusiéronse apresuradamente en marcha, y pronto los conductores avanzaron por
el camino con un paso vivo.
Esta manera de viajar, tranquila y reposada, es seguramente de las menos a propósito para
conversar. Aislados unos de otros, sin poder cambiar impresiones, los viajeros se dejaban
indolentemente mecer, viendo desfilar el hermoso paisaje.
El camino tan pronto se elevaba como descendía; pero a cada nuevo valle aumentaba la altitud
media y se modificaba la vegetación. Poco a poco las especies tropicales cedieron su puesto a las
plantas de las regiones templadas.
Subiendo o bajando, los infatigables conductores conservaban su mismo paso ligero y alargado.
Llegados al fondo de los valles, subían la siguiente cresta, para volver a subir y bajar sin cansarse.
Por trece veces habían realizado aquel esfuerzo, cuando, al ponerse el sol, apareció la villa de
Magdalena.
Un cuarto de hora más tarde deteníanse las hamacas ante un hotel de buena apariencia, en medio
de una banda de chiquillos, astrosos y descamisados que imploraban a gritos la caridad.
Inútilmente repartieron indulgentes golpes para alejarlos Roger y Roberto. Saunders encontró el
único medio verdaderamente práctico. Sacando un puñado de calderilla y habiéndola contado
escrupulosamente, arrojó el tesoro a la multitud, que se precipitó en seguida tras ella, en tanto que
Saunders, extrayendo de su bolsillo un cuadernito, apuntó cuidadosamente el gasto; después de lo
cual, volviendo el cuaderno a su sitio, dirigióse hacia Roberto, intrigado por todos aquellos manejos.
- Usted podrá decir a Mr. Thompson que llevo con regularidad mis cuentas -le dijo, con una voz
llena de los más agresivos matices.
Al siguiente día se reanudó la marcha con el alba, ya que la etapa era larga, y fatigosa sobre
todo, desde Magdalena a San Vicente, en donde debían pernoctar.
Por espacio de dos kilómetros aproximadamente volvió a hacerse el camino recorrido ya la
víspera; y después los conductores, oblicuando hacia la izquierda, penetraron por una senda de
cabras en el fondo de un estrecho y negro valle.
Por aquel camino áspero, empinado y rocoso no avanzaba muy de prisa, pese a su ardor. A cada
instante se relevaban, y de cuarto en cuarto de hora había que resignarse a un breve compás de
espera.
Hacia las diez no aparecía aún la cima de la montaña, cuando se detuvieron una vez más. Al
mismo tiempo un vivo coloquio entablóse entre ellos.
- ¿Qué sucede? -preguntó la voz arisca de Hamilton.
- Un incidente -respondió Roberto- que va, sin duda, a interrumpir nuestra marcha.
Siguiendo su ejemplo, los viajeros echaron en seguida pie a tierra.
Pero, ¿qué sucede? -preguntó a su vez Alice.
- Nada grave, señora Lindsay, tranquilícese usted -se apresuró a contestar Roberto-. Un poco de
leste que hay que sufrir, he ahí todo.
- ¿De leste?
- Vea usted -limitóse a decir el intérprete señalando hacia el mar.
Un cambio singular habíase efectuado en la atmósfera.
Una especie de bruma amarillenta cubría el horizonte. En aquella vasta nube, semejante al oro
fundido, el aire parecía vibrar, como sometido a un excesivo calor.
- Esa nube -explicó Roberto- nos anuncia un golpe de viento del Sahara, y los guías tratan ya de
librarnos de él lo mejor posible.
- ¡ Cómo! -exclamó Hamilton-. ¿Vamos a detenernos por esa nube?
Aún no había terminado de hablar cuando el fenómeno alcanzaba el grupo de los turistas. En un
instante aumentó el calor en increíbles proporciones, en tanto que se mezclaba al aire un fino polvo
de abrasadora arena.
Incluso en las ciudades es imposible defenderse contra aquel terrible viento del desierto. La
arena que arrastra a través de los mares penetra por todas partes, pese a las ventanas mejor cerradas.
En aquel sendero, desprovisto de todo abrigo, la situación era mucho más grave, no tardando en
llegar a ser verdaderamente intolerable.
La atmósfera parecía haber perdido ya toda humedad. Multitud de hojas secas y amarillas en
pocos minutos, volteaban en el aire, y caían tristemente las ramas de los árboles.
Los turistas habían cuidado de taparse la cara, a imitación de los guías, y se encontraban sin
aliento. La arena había penetrado por todas las aberturas; producía accesos de tos irresistible, secaba
sus fauces y les causaba una ardiente sed que comenzaba ya a devorarles.
Aquella situación no podía prolongarse; por suerte, Roberto le halló un remedio.
Los flancos del sendero seguido por los viajeros estaban desde su origen surcados por uno de
esos canales que constituyen la gloria de Madera. A costa de un trabajo gigantesco, los maderienses
han cubierto su isla de una verdadera red de esos acueductos en miniatura destinados a conducir el
agua potable desde las cumbres de las montañas a los lugares habitados. Ocurriósele de pronto a
Roberto la idea de utilizar uno de ellos, el que se encontraba en aquellas proximidades, como eficaz
socorro contra el hálito abrasador llegado del desierto africano.
Por su iniciativa, pronto se alzó en la acequia una barrera de piedras superpuestas. El agua
desbordó en seguida, cayendo en forma de cascada y dejando descubierta una anfractuosidad que
existía en el flanco de la colina.
Aquella pequeña gruta era desgraciadamente muy reducida para que todos los turistas pudieran
refugiarse en ella. Alice y Dolly, por lo menos, hallaron allí un abrigo.
Un tercer sitio quedaba disponible y los hombres fueron ocupándolo sucesivamente. Cada cinco
minutos se reemplazaban, y la ducha obligatoria que para entrar en la excavación recibían, así como
para volver a salir, no les desagradaba lo más mínimo.
Por lo que respecta a los guías, tuvieron que pasarse sin aquellas maniobras, por lo demás,
¿sufrían ellos? Echados junto a los peñascos, con la cabeza metida en sus vastos capuchones,
esperaban inmóviles y pacientes.
Con ello tuvieron ocasión de ejercitar ampliamente su paciencia.
A las cuatro continuaba soplando todavía aquel viento abrasador.
Mas de pronto, oyóse el canto de un pájaro; otros le respondieron en seguida. Después, una tras
otra, se desplegaron las hojas de los árboles, y los guías se pusieron en pie, despojándose de sus capuchones.
Veinte minutos después, cesaba bruscamente el leste y, sin transición, le sucedió una brisa
deliciosamente fresca.
- El impbate -dijo uno de los guías, mientras que los turistas lanzaban a coro un «¡hurra!» de
entusiasmo.
Antes de ponerse en marcha convenía proceder al almuerzo, en tan mal hora retrasado. Hízose,
pues, honor a las provisiones, separándose de la bienhechora cascada, que se tuvo buen cuidado de
suprimir.
Por desgracia, aquel retraso de más de cinco horas complicaba singularmente la excursión. Era
evidente que no les sería posible llegar a San Vicente antes de la noche.
¿Era aquella certeza lo que ensombrecía la frente de los guías cuando hacia las siete se
desembocó sobre el Paul da Serra, vasta meseta situada a 1.500 metros de altitud? Claramente
angustiados, taciturnos, sombríos, apresurábanse tanto como lo permitían sus fuerzas.
Tan visible llegó a ser su angustia, y tan desproporcionada al fin y al cabo con su causa
probable, que Mrs. Lindsay, inquieta, llamó la atención de Roberto en un momento en que sus
hamacas se hallaron, por casualidad, próximas una de otra en uno de aquellos breves altos que la
impaciencia de los guías hacía cada vez más raros. No sólo la aproximación de la noche era lo que
aumentaba el terror de los guías: aun en pleno día estarían trémulos al atravesar el Paul da Serra,
cuyo lugar, según una leyenda local, es el predilecto de los demonios.
No tuvieron los turistas por qué quejarse de aquel supersticioso temor. Apenas se llegó a la
meseta, cuando los guías emprendieron una marcha vertiginosa; no andaban ya los conductores,
corrían en silencio por entre aquel paisaje desolado, sin cultivo y sin árboles, que el crepúsculo
hacía aun más triste. La soledad era casi completa. Tan sólo algunos lejanos rebaños andaban
pastando la hierba escasa y rala.
Antes de las ocho se habían franqueado las tres millas que en su anchura mide la meseta y
comenzó el descenso, al paso que se alzaban las canciones de los guías, proclamando el alivio de los
cantores.
Descenso espantoso por un sendero casi vertical y cuyas dificultades aumentaban las sombras.
Pronto la fatiga extinguió los cánticos de los guías, que se relevaban de dos en dos minutos.
A las nueve y media, por fin, llegóse a San Vicente, a la puerta del hotel, cuyo amable dueño se
multiplicó en torno de sus tardíos pasajeros.
En San Vicente acababa la labor de las hamacas. En lo sucesivo los turistas iban a proseguir su
marcha a caballo por el excelente camino que une aquella villa con Funchal.
Dejando al día siguiente el hotel, situado a la orilla del mar, atravesaron la población de San
Vicente, elegantemente reclinada en el fondo de un verdoso valle que contrasta con las abruptas rocas
que le rodean. El camino serpenteaba de nuevo, y los caballos emprendieron la ruda ascensión de la
montaña.
El tiempo se había modificado profundamente desde la víspera. Ya no había leste, es verdad,
pero tampoco había ya cielo azul. El viento, cosa rara en Madera, empujaba gruesas nubes, que se
amontonaban en las zonas bajas de la atmósfera. Apenas habían subido los turistas doscientos metros,
cuando penetraron en una opaca niebla que permitía tan sólo distinguir el camino, bastante escabroso.
El aire, además, estaba saturado de electricidad; amenazaba una tormenta; personas y animales
experimentaban aquella tensión eléctrica. Aquéllas, taciturnas, no se aprovechaban de las facilidades
que el nuevo modo de locomoción ofrecía para la conversación. Los otros, con la cabeza baja,
resoplando por las narices, subían con penosos esfuerzos, inundados ya de sudor.
Pero, dos horas después de la partida, los ascensionistas, llegados al paso de la Enquemada,
salieron repentinamente de la niebla. Debajo de ellos, las nubes, empujadas por una lenta brisa, se
desprendían aún de las aristas de las montañas; pero por encima de sus cabezas el cielo se extendía
de vapores y sus miradas iban del Norte al Sur hasta las lejanas ondas del mar.
El aire era vivo a aquella altura y experimentaron todos la benéfica influencia del cambio de
temperatura. Por desgracia, el camino, convirtiéndose en sendero, se oponía ahora al cambio de
cordiales impresiones entre los viajeros.
En el paso de la Enquemada comenzaba para los turistas el descenso de la vertiente sur de la
isla. Al principio tuvieron que marchar por el interminable derrumbadero en semicírculo de la
Rocha-Alta. Estrechándose de repente, el camino se extendía por una garganta abrupta, en cuyo fondo
corría un torrente muy disminuido por la distancia.
Durante hora y medía fue preciso avanzar así, con la roca a un lado y el vacío al otro. A pesar
de la ayuda de los arrieros, aquel camino comenzaba a parecer muy largo a los excursionistas,
cuando, al salir de un estrecho corredor, terminaba súbitamente el promontorio, mientras que el
sendero, nuevamente convertido en camino, oblicuaba hacia la derecha.
Pero nadie se apresuró a entrar por aquel camino, excelente entonces. Todos, agrupados en
pelotón, miraban.
Hallábanse al borde del antiguo cráter central de Madera. Ante ellos, a ochocientos metros de
profundidad, abríase un abismo imposible de describir, y admiraban, estupefactos, una de las más
bellas decoraciones que hayan salido del arte sublime del Creador.
En silencio, sumían sus miradas en aquel abismo, lleno antaño por el fuego, cuando en los
tiempos prehistóricos la isla ardía toda, faro inmenso del inmenso océano. Durante largo tiempo
había fulgurado el relámpago y habían corrido las lavas por cien volcanes cayendo en el mar,
rechazando las aguas, creando riberas. Después habíase atenuado la fuerza plutónica, los volcanes se
habían extinguido, el brasero inaccesible se había trocado en la isla suave y maternal para las
criaturas. Aquél, el último, cuando ya hacía siglos que las olas batían sus enfriadas orillas, cuando
todos los demás cráteres se habían apaciguado, aquél debió llenarse todavía de truenos. Pero algunos
siglos habían ya transcurrido y sus cóleras habíanse extinguido a su vez. Los peñascos fundidos se
habían solidificado, dejando entre ellos aquel prodigioso abismo de paredes salvajes; luego se había
formado el humus, habían germinado las plantas y un pueblo, en fin, había podido fundarse allí donde
había rugido el incendio y el terrible cráter se había convertido en el «Curral das Freias» (Parque de
las Religiosas), en cuyo fondo murmura suavemente un arroyo.
Todavía, empero, causa gran impresión aquel lugar donde rugieron los furores de la Tierra, y de
los cuales conserva aún las señales. Nadie podría explicar lo vertiginoso de sus paredes, su
prodigioso amontonamiento de colosales rocas y lo fantástico de los detalles.
Un círculo de montañas le rodea A su izquierda los turistas veían las Torrinhas, elevando sus
torres gemelas a 1.818 metros; a su derecha el pico Arriero, de 1.792 metros de altura, y frente a
ellos la cima más elevada de Madera, el pico Ruivo, alzando hasta 1.846 metros su frente
empenachada de brumas.
El fondo del abismo ha sido adornado por el tiempo de una admirable vegetación, y en medio
aparecían las casas y el campanario de Libramento.
El itinerario de la excursión señalaba un descenso a aquella villa, y hasta se había contado con
que ella suministrara el almuerzo. La pequeña tropa permaneció, sin embargo, vacilante, viendo la
imposibilidad de entrar con las caballerías por aquel espantoso sendero que a costa de mil fatigas se
perdía en las profundidades del «Curral das Freias». Fáciles para bajar, ochocientos metros serían muy duros de subir.
Los arrieros tranquilizaron a los turistas, y entonces comenzó a pie el inquietante descenso. Los
caballos les esperarían para la vuelta en un sitio marcado por los guías.
El sendero, por lo demás, era más temible que peligroso en realidad; no por eso dejaba de ser
muy difícilmente practicable para las señoras, y Alice y Dolly hubieron de aceptar la ayuda de
Roberto y Roger.
No sin alguna vacilación se había atrevido Roberto a ofrecer su auxilio a su compañera de
viaje; hasta entonces no la había él acostumbrado a semejante libertad. Una impresión confusa
incitábale, empero, a salir para lo sucesivo de su discreta reserva. Después de haber empezado esta
excursión, Mrs. Lindsay le dirigía frecuentemente la palabra, le comunicaba sus impresiones,
aceptaba y hasta, en cierta suerte, buscaba su compañía. Roberto, sorprendido y encantado, se
preguntaba si no le habría hecho traición Roger.
No obstante, cualesquiera que fuesen sus deseos, no había salido aún de la estricta cortesía que
convenía a su situación; y durante los primeros momentos del descenso, dejó, muy a su pesar, que su
compañera se debatiese en medio de las dificultades del sendero. Otros había allí más indicados que
él para ofrecerle una mano compasiva; el baronet, Saunders, Jack Lindsay, sobre todo.
Pero Hamilton y Saunders parecían ocupados exclusivamente en sus preciosas personas, y Jack,
por su parte, marchaba el último con un aspecto distraído. Si se inquietaba por su cuñada, era tan
sólo para dirigir con frecuencia sobre ella miradas que habrían dado mucho que pensar a quien las
hubiese sorprendido. Nada en verdad de tierno había en aquellas miradas, que paseaba de Alice a
los precipicios que costeaban el sendero. Tal vez no la habría él dado un empujón, pero no la habría
seguramente sacado de ellos, si por acaso cayera.
Habíase visto, pues, Roberto obligado a acercarse a la abandonada. En un paso más arduo y
difícil que los otros presentó maquinalmente la mano, sobre la cual se apoyó Alice con la mayor
naturalidad del mundo, y así la condujo hasta el fondo del Curral llegando a Libramento sin darse de
ello cuenta.
A medida que habían ido descendiendo, la temperatura se hacía más sofocante; pero un viento
fresco sopló de pronto cuando se terminaba el almuerzo. Era indudable que la tempestad había
descargado; debía estar lloviendo sobre las crestas del Arriero y del Ruivo, cuyas cimas se velaban
tras impenetrables vapores.
En todo caso, en el valle no llovía. Si el cielo aparecía gris, la tierra estaba seca, y no parecía
que aquella situación debiera modificarse. Un indígena, consultado a este respecto, se mostró muy
afirmativo; hizo, con todo, un gesto de desaprobación al conocer el proyecto de los turistas, de seguir
durante dos millas el fondo del Curral. Su mirada indecisa se fijó un instante sobre la cima
empenachada del Ruivo, moviendo después la cabeza de un modo muy poco tranquilizador.
Pero en vano Roberto le acosó a preguntas. Nada concreto pudo sacar de aquel individuo, que
se limitó, sin otras explicaciones, a recomendar a los viajeros que no se acercasen a orillas del
torrente.
Roberto dio cuenta de esta advertencia a sus compañeros.
- Es probable -les dijo- que ese rústico tema una de esas inundaciones que tan frecuentes son
aquí. Cuando descarga una tempestad en las montañas, sucede con frecuencia que los torrentes, casi
secos en aquella época del año, aumentan de pronto de una manera verdaderamente prodigiosa. Sólo
algunas horas dura esta crecida, mas no por eso deja de producir grandes catástrofes. Haremos bien,
por ende, en seguir la opinión de ese campesino.
Sin embargo, tras media hora de marcha, resultó evidente que el tiempo se serenaría por completo. En el cénit las nubes se quebraban, y si las brumas continuaban girando en torno de los
picos, resultaban cada, vez menos espesas y mostraban tendencia a desvanecerse y disiparse en la
atmósfera, que se había refrescado.
Creyeron, por tanto, los turistas poder desdeñar la prudencia.
El suelo, además era sumamente rocoso, en tanto que a unos quince metros más abajo, al borde
mismo del torrente, reducido a un inofensivo hilillo de agua, se extendía un lecho de fina arena que
debía constituir un tapiz excelente para los fatigados pies.
Aventuráronse los viajeros sobre aquella arena elástica, que constituía en efecto un piso muy
propicio para la marcha, y la pequeña caravana avanzó alegremente, cogiendo Roberto y Roger para
sus compañeras varias lindas flores, rosas, violetas, que crecían por centenares en los intersticios de
las rocas.
Pero pronto el valle, que no había dejado de irse estrechando desde Libramento, se halló
reducido casi al lecho del torrente. AI mismo tiempo oblicuaba éste bruscamente en una especie de
corredor, que tenía por la izquierda una muralla cortada a pico, en tanto que la orilla derecha, de muy
difícil acceso, en razón de los bloques que estaban diseminados, se elevaba en pendiente,
relativamente suave, hasta el camino, en el que quinientos metros más lejos debían esperar los
caballos.
Antes de penetrar en aquel corredor los turistas tuvieron la precaución de mirar hacia atrás. La
vista se extendía hasta más allá de un kilómetro, distinguiéndose a lo lejos el campanario de
Libramento. El cielo se despejaba cada vez más. Nada anormal ni extraño aparecía en el valle.
«Júpiter enloquece a los que quiere perder», dijo el poeta. A los viajeros, empero, no les habían
faltado advertencias. Escrita, por boca de Roberto, que repetía las observaciones y enseñanzas de
sus libros; oral, de los labios del campesino de Libramento: la experiencia no les había escatimado
sus consejos. Todos desdeñaron esos consejos, hasta el mismo que los diera, y tranquilizada por el
retorno del buen tiempo, la pequeña caravana siguió con confianza el torrente en la nueva dirección.
Trescientos metros más lejos, estimando Roberto que debían hallarse cerca del lugar de la cita,
se ofreció a llevar a cabo un breve reconocimiento. Uniendo la acción a la palabra, escaló la orilla
derecha y desapareció rápidamente entre las rocas, mientras sus compañeros seguían la marcha más
despacio.
No habían transcurrido aún dos minutos, cuando se pararon en seco. Un estrépito vago y terrible
había nacido en las profundidades del Curral, y aumentaba de segundo en segundo.
En el acto recobraron los imprudentes viajeros la memoria y la razón. Todos comprendieron lo
que aquel pavoroso ruido significaba, y con un mismo movimiento se arrojaron todos sobre la orilla
derecha. Roger, sosteniendo a Dolly, y los demás ocupándose cada uno de sí mismo, con un
apresuramiento febril se elevaron sobre la empinada pendiente de la montaña.
En un instante Dolly, Roger, Hamilton, Blockhead y Saunders se hallaron fuera de peligro, en
tanto que, oculto por un recodo, Jack, algo más lejos, se hallaba en seguridad sobre la cima de una
roca que había escalado. Era tiempo.
El ruido se había hecho silbido, alarido, mugido, y la onda llegaba enorme, furiosa, arrastrando
en sus repliegues amarillentos innumerables despojos.
Inconscientemente había Alice seguido los pasos de su cuñado. Retrasada por una caída, llegó
al pie del peñasco cuando él se hallaba ya en la cima. Esforzóse primero por escalar a su vez el
bloque, pero pronto comprendió que le faltaría tiempo. La onda amenazadora no estaría ya a cien
metros.
Que ella consiguiese, no obstante, elevarse dos o tres metros todavía, y tal vez fuera suficiente. Mas para conseguir esto con suficiente tiempo érale preciso un socorro, socorro que solamente
Jack…
- ¡Jack! -exclamó.
A aquel llamamiento, Jack Lindsay bajó los ojos. La vio. En el acto se inclinó, tendió la mano…
Pero… ¿qué infernal sonrisa se dibujó de pronto en sus labios…? ¿Qué mirada llena de maldad
dirigió, con la rapidez del relámpago, desde su cuñada a la onda arrolladora?
Tras una breve vacilación, Jack se enderezó sin haber prestado el implorado socorro, mientras
que Alice lanzaba un grito de desesperación, pronto ahogado por la ola mugidora, que la cubría y la
arrastraba en su torbellino…
Pálido, sudoroso, como tras un fatigoso esfuerzo, Jack alejóse de un salto del lugar del drama.
Descubrió a sus compañeros, y silenciosamente unióse a ellos; ¡Nadie sabría jamás…! Y ya sus ojos
se volvían hacia Dolly, medio desvanecida, y a quien socorría Roger puesto de rodillas.
Al mismo tiempo que Jack Lindsay, Roberto, con una carrera desenfrenada, se reunió a sus
compañeros. Desde lo alto había visto el rodar del torrente enfurecido y corrió presuroso hacia sus
amenazados amigos… ¡Había llegado demasiado tarde…! A tiempo, no obstante, de conocer, sin que
el autor lo supiera, el drama abominable que acababa de desarrollarse. Un testigo existía que, cuando
menos, castigaría.
¡Gran Dios…! ¡Roberto no pensaba entonces en castigar! Al aire la cabeza, lívido, con rasgos
de locura en los ojos, cruzó a toda velocidad ante sus amigos estupefactos, y, sin una palabra de
explicación, sumergióse y desapareció en el torrente, arroyo convertido en río enorme, impetuoso y
terrible, mientras que Dolly, comprendiendo súbitamente la desgracia que la hería, se alzó, contó con
la mirada a aquellos que la rodeaban y cayó, lanzando un grito desgarrador, en los brazos del
aterrado Roger.

Julio Verne
 Agencia Thompson y Cia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora