CAPÍTULO XIII LA SOLUCIÓN DE UN ANAGRAMA

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A 900 kilómetros del punto más próximo de Europa, a 700 de Marruecos, a 400 del


archipiélago de las Canarias, separada por 400 millas marinas de Santa María de las Azores,


extiéndese Madera en una longitud de cerca de 70 kilómetros, casi en la intersección del grado 33 de


latitud Norte y del grado 17 de longitud Oeste.


Imposible imaginar oasis más grandioso en el inmenso sahara del mar.


De la cadena montañosa, que alcanza su extrema cresta a 1.900 metros y corre cerca de la costa


norte de la isla -de la que forma algo así como su gigantesca espina dorsal-, despréndense varios


afluentes de aquel conjunto de cimas que, separadas por profundos valles de lujuriante vegetación, va


a morir al mar en ásperos promontorios.


A pesar de sus rocas, a pesar de los violentos desniveles de que se halla atormentada la isla, es


de aspecto dulce y suave. Un incomparable manto de verdura, suavizando los ángulos demasiado


agudos, redondeando las cimas sumamente puntiagudas, cae en cascadas hasta el último límite de los


promontorios.


En ningún otro punto del globo tiene la vegetación aquella energía y aquella exuberancia. En


Madera, nuestros arbustos se convierten en árboles y nuestros árboles adquieren proporciones


colosales. Allí, más todavía que en las Azores, se alzan unos al lado de otros los vegetales de los


más diversos climas; allí prosperan las flores y los frutos de las cinco partes del mundo. Los


senderos están cargados de rosas y basta inclinarse para coger fresas en medio de la hierba.


¡Qué sería, por consiguiente, aquella isla paradisíaca en el instante de su descubrimiento,


cuando los árboles, relativamente jóvenes hoy, y muchas veces seculares entonces, alzasen sobre las


montañas sus frondas gigantes! No era entonces la isla otra cosa que una vasta selva, sin una pulgada


de tierra de cultivo, y el primer gobernador debió emplear el incendio para penetrar allí.


Cuentan las crónicas que el fuego ardió durante seis años consecutivos, y se asegura que la


fecundidad del suelo proviene de aquél, tal vez necesario, acto de vandalismo.


Pero, sobre todo, a su feliz clima es al que Madera debe su espléndida vegetación. Pocos países


pueden comparársele bajo este respecto. Menos cálida en estío que las Azores, menos fría en


invierno, la temperatura en sus dos estaciones extremas apenas si difiere en diez grados centígrados.


Es el paraíso de los enfermos.


Por eso acuden por legiones a principios de cada invierno los enfermos, ingleses sobre todo, a


pedir la salud de aquel cielo suave y azul. Esto produce a los habitantes de Madera una suma anual


de tres millones de francos; al paso que las tumbas abiertas para los que no vuelven, hacen de


Madera, según una dura expresión, «el mayor de los cementerios de Londres».

Julio Verne
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