CAPÍTULO XXVI EN EL QUE THOMPSON, A SU VEZ, TIENE QUE SOLTAR SU DINERO

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Sr. Thompson! -gritó Baker con una alegría feroz.
Era real y verdaderamente Thompson en persona, pero un poco corrido, fuerza es confesarlo, a
pesar de su extraordinario aplomo. En la lucha entre su miedo y su avaricia, ésta había sucumbido,
por fin. Pacientemente había esperado la partida, y aprovechándose de la noche se había unido al
último convoy.
- ¡Mr. Thompson! -repitió Baker, mirando a su enemigo como el gato al ratón-. ¡ No
esperábamos nosotros tener el disgusto de verle! ¿Tendremos, pues, el fastidio de regresar con usted
a Inglaterra?
- En efecto -respondió Thompson-; pero pienso pagar mi pasaje -añadió precipitadamente,
esperando desarmar así a su implacable adversario.
- i Cómo! -dijo Baker-. ¡ Eso resulta muy extraño.
- ¿Extraño?
- Sí. Usted no nos ha habituado hasta ahora a semejantes maneras. ¡En fin…! Nunca es
demasiado tarde para obrar bien. Veamos; ¿qué precio vamos a ponerle, mi querido señor?
- El precio que a todo el mundo, supongo yo -dijo Thompson con angustia.
- He ahí la dificultad -dijo Baker con tono bonachón-; nosotros no tenemos tarifa, Aquí donde
usted nos ve, formamos todos una sociedad mutua, una cooperativa, como suele decirse, y en la cual
cada uno pone su parte. Usted… usted es un extraño… ¡Es menester crear para usted una tarifa
especial y personal…! ¡Esto es muy delicado!
- No obstante -murmuró Thompson-, me parece que seis libras esterlinas…
- ¡ Eso es muy poco! -repuso Baker con aire soñador.
- Diez libras…
- ¡Bah…!
- Veinte libras…, treinta libras…
Continuaba Baker moviendo negativamente la cabeza, y parecía realmente muy pesaroso al
verse obligado a rechazar ofertas tan tentadoras.
- Pues bien: cuarenta libras -dijo, por fin, Thompson, haciendo un esfuerzo-. Lo mismo que yo
les llevé a ustedes para conducirles…
- ¡A Cabo Verde! Y muy a pesar nuestro -terminó Baker, en cuyos ojos brillaba una malicia
infernal-. ¿De modo que usted cree que por cuarenta libras…? ¡Bueno…! ¡Vaya por las cuarenta
libras…! No es bastante, evidentemente; yo hago un mal negocio… Pero, ¡el diablo me lleve…! ¡No
sé negar a usted nada…! Si, pues, tiene usted la bondad de entregarme esa suma…
Thompson, suspirando, sacó del fondo de su bolsa los billetes exigidos, que Baker contó por
dos veces con una maravillosa insolencia.
- La cuenta está bien, me apresuro a reconocerlo. Por otra parte, ¿qué tiene eso verdaderamente
de extraordinario? -dijo, volviendo la espalda a su compañero, que corrió a elegir un sitio en el dormitorio común.
Durante esta discusión la Santa María había largado sus velas e izado el ancla bordo. A la una
de la mañana, mediante una brisa del Este bien establecida, salió sin inconveniente ni dificultad de la
bahía de Praia. Ante ella se extendía el mar libre.
Sucesivamente los pasajeros fueron dirigiéndose a su puesto. Uno de los primeros, Thompson,
se había extendido sobre el colchón que se había reservado, y ya iba a entregarse al sueñe, cuando
sintió que una mano se apoyaba en su espalda. Abriendo los ojos con sobresalto, distinguió a Baker,
inclinado hacia él.
- ¿Qué sucede? -preguntó Thompson medio dormido.
- Un error, o más bien un malentendido, mi querido señor. Siento mucho tener que molestarle,
pero no me es posible obrar de otro modo cuando le veo que sin ningún derecho se acuesta sobre ese
colchoncillo.
- ¡Yo he pagado mi puesto, me parece! -exclamó Thompson con mal humor.
- ¡ Su pasaje, querido señor, su pasaje! -rectificó Baker-. Me sirvo de su propia expresión. No
confundamos los términos, si le parece. Pasaje no quiere decir puesto o sitio. Yo debo única y
exclusivamente transportarle a usted, y yo le transporto. Pero no estoy en manera alguna obligado a
procurarle lecho. Los colchones están fuera de precio en Praia, y si usted quiere disfrutar de éste, me
veré obligado a exigirle un ligero suplemento.
- ¡Pero esto es un robo! ¡Se me ha tendido aquí una emboscada! -gritó Thompson encolerizado,
alzándose y dirigiendo en torno suyo miradas extraviadas-. ¿Y qué cantidad pretende usted
arrebatarme para permitirme dormir?
- Me es imposible -dijo sentenciosamente Baker- dejar de contestar a una pregunta formulada en
términos tan escogidos. ¡Veamos…! Sí…, en rigor… Sí, por dos libras puedo alquilarle ese colchón.
Es un poco caro, no lo niego; pero en Santiago los colchones…
Thompson alzó los hombros.
- Eso no vale las dos libras, pero poco importa… Voy a entregarle las dos libras, y queda
entendido que mediante esa suma se me dejará tranquilo para toda la travesía.
- ¡Para toda la travesía…! ¿Piensa usted eso…? ¡Para toda la travesía…! Palabra, señores, este
gentleman está loco -repuso Baker, alzando los ojos al cielo y tomando por testigos a los demás
pasajeros, que, incorporados, asistían a aquella escena, que salpicaban de irresistibles
carcajadas…-. Son dos libras por noche, mi querido señor… ¡Por cada noche, entendámonos!
- ¡Por cada noche! ¿Y sesenta libras, por consiguiente, si este viaje dura un mes…? ¡Pues bien:
sépalo usted, señor mío; yo no pagaré semejante cosa! La broma no resulta -respondió Thompson,
volviendo a tenderse de nuevo.
- En ese caso, caballero -declaró Baker con imperturbable flema-, voy a verme en la precisión
de echarle fuera.
Miró Thompson a su adversario y vio que no lo decía de broma.
Baker alargaba ya sus largos brazos.
En cuanto a esperar un socorro de los espectadores, ni pensarlo. Contentos ante aquella
venganza inesperada, no le harían ningún caso.
Thompson prefirió, cediendo, evitar una lucha cuyo resultado no era dudoso. Se levantó, sin
añadir una palabra, y se dirigió Lacia la escala. Antes de poner el pie en el primer escalón, creyó, no
obstante, conveniente protestar.
- Cedo a la fuerza -dijo con dignidad-; pero protesto enérgicamente contra el tratamiento que se
me ha infligido. Hubiera debido prevenírseme que mis cuarenta libras no me aseguraban la libertad de dormir con tranquilidad.
- Pero la cosa cae por su propio peso -replicó Baker, que parecía bajar de las nubes-. No, en
verdad; sus cuarenta libras de usted no le dan derecho a dormir sobre los colchones de la sociedad,
como no se lo dan para beber en los vasos o comer en la mesa de la sociedad. ¡ Pasaje, creo yo, no
quiere decir ni significa colchón, mantel, vino y Bistec! Si usted quiere, esas cosas tendrá que
pagarlas, y ¡todo eso es terriblemente caro en los tiempos que corren!
Y Baker se tendió indolentemente sobre el colchón que acababa de conquistar, mientras que
Thompson, desfallecido, subía a tientas los peldaños de la escala.
El desventurado había comprendido.
Sin esfuerzo se creerá que durmió mal. Pasó la noche entera en buscar algún medio de escapar a
la suerte que le amenazaba. No halló ninguno, a pesar de su espíritu inventivo. Neciamente se había
dejado coger en un callejón sin salida.
Thompson acabó, no obstante, por tranquilizarse, pensando cuan poco probable era que Baker
realizase sus amenazas hasta el extremo. Era evidente que sólo se trataba de una broma,
desagradable, sin duda; pero una simple broma que cesaría por sí misma en breve plazo.
Esas consideraciones optimistas no tuvieron, empero, el poder de devolver a Thompson calma
bastante para permitirle conciliar el sueño. Hasta la madrugada, sin dejar de pensar en las
probabilidades que tenía de salvar a la vez su vida y su bolsa, estuvo paseando sobre cubierta,
velando como los hombres de cuarto.
Mientras Thompson velaba, los demás pasajeros de la Santa María dormían a pierna suelta el
tranquilo sueño de las conciencias en paz. El tiempo se mantenía bastante bueno, a pesar de lo seco
de aquel viento del Este, que hinchaba las velas del barco, haciéndolo avanzar con rapidez.
Al ser de día, Santiago quedaba a más de veinte millas al Sur.
En aquel momento se pasaba a poca distancia de la isla de Maio; pero nadie, excepto
Thompson, estaba allí para contemplar aquella tierra desolada.
No sucedía lo mismo cuando, cuatro horas más tarde, se cruzó, aunque menos de cerca, frente a
la isla de Buenavista. Todos entonces estaban levantados a bordo de la Santa María. Todas las
miradas se dirigieron hacia la ciudad de Rabil, ante la cual esta vez se descubrían claramente
algunos buques anclados. Buenavista se perdía a su vez en el horizonte cuando la campana llamó
para el almuerzo.
Baker, promovido a administrador de aquel viaje de regreso, había dado libre curso a sus
tendencias, al orden y al método. Quería que a bordo de la Santa María las cosas marchasen como a
bordo de cualquier paquebote, y la puntualidad en las comidas era a sus ojos lo esencial. Aun cuando
fuesen contrarios a sus gustos y a los usos de la marina, había conservado el horario adoptado por su
predecesor. Por sus órdenes, la campana sonaría como antes, a las ocho, a las once de la mañana y a
las siete de la tarde.
A pesar, no obstante, de sus deseos, no era posible que hubiese una mesa correcta. Apenas si el
comedor era suficiente para una docena de comensales. Fue, pues, cosa convenida el que cada uno se
acomodase como mejor pudiese, sobre la toldilla o sobre el puente en grupo, por medio de los cuales
circularía el antiguo personal del Seamew, convertido en personal de la Santa María.
Este inconveniente, por lo demás, no dejaba de tener sus encantos. Aquellas comidas al aire
libre tomaban una apariencia de jira campestre. En caso de mal tiempo, ¿abríanse refugiado en el
dormitorio del entrepuente. Pero la lluvia no era de temer cuando se hubiesen abandonado los
parajes del archipiélago de Cabo Verde.
En el curso de aquel almuerzo, del que Thompson no participó en modo alguno, el capitán Pip hizo una proposición inesperada.
Habiendo reclamado atención, recordó, en primer término, sus reservas tocante s los riesgos de
semejante viaje en un buque como el Santa María. Añadió luego que, ante la responsabilidad enorme
que pesaba sobre él, se le había ocurrido el pensamiento de acudir, no a la costa española o
portuguesa, sino simplemente a la ciudad de San Luis, en el Senegal. No había creído, con todo,
deber proponer aquella combinación a causa del viento Este que había comenzado a soplar, haciendo
aquella travesía casi tan larga como a una de las Canarias o a un puerto europeo. Pero, a falta de San
Luis, ¿no se podría ir a Porto Grande, de San Vicente…? Así, antes de la noche todo el infundo se
hallaría en tierra, con la seguridad de hallar un paquebote.
La comunicación del capitán Pip produjo tanto más efecto, cuanto que hasta entonces no
acostumbrara a emplear palabras inútiles. Preciso era, pues, que juzgase serio el peligro para
haberse aventurado en tan largo discurso.
En su calidad de administrador-delegado, Baker fue quien ocupó la tribuna.
- Sus palabras, comandante, son graves. Pero precisemos y díganos francamente si considera
usted irracional el viaje que hemos emprendido.
- Si tal hubiese sido mi pensamiento, yo se lo hubiera comunicado desde el principio. No; este
viaje es posible, y, sin embargo…, con tanta gente a bordo…
- En fin -interrumpió Baker-, si usted no llevase consigo más que a sus marineros, ¿sentiría tanta
inquietud?
- Seguramente que no, pero no es lo mismo. Navegar es nuestro oficio, y nosotros tenemos
nuestras razones…
- También nosotros tenemos las nuestras -dijo Baker-. Aunque no fuese más que la de los fondos
que nos ha hecho emplear en este buque la codicia de quien hubiera debido pagar por todos. Hay
también otra más seria; la cuarentena que pesa sobre la isla de Santiago, que acabamos de abandonar.
A la hora presente la Santa María se halla tal vez señalada a todas las islas del archipiélago, y estoy
seguro de que se opondrían a nuestro desembarco, tanto más cuanto que no poseemos patente limpia y
que tenemos dos enfermos a bordo. Si, a pesar de todo, llegásemos a tomar tierra, seria para sufrir
una prisión real esta vez; es decir, infinitamente más rigurosa que aquella de la que acabamos de ser
víctima en Santiago. Puede objetarse que lo mismo sucederá en Portugal y en España. Por otra parte,
entonces habremos llegado ya al término, y eso nos dará valor. En tales condiciones, yo voto por la
continuación del viaje comenzado, y creo que todo el mundo es aquí de mi opinión.
El discurso de Baker obtuvo, en efecto, un asentimiento unánime, y el capitán Pip se contentó
con responder por un gesto de aquiescencia.
La solución, sin embargo, no le satisfacía más que a medias, y quien le hubiera escuchado
aquella tarde, habríale oído murmurar con aire preocupado al fiel Artimón:
- ¿Quiere usted conocer mi opinión? ¡Pues bien: esto es una peripecia, caballero, una verdadera
peripecia!
El problema, por lo demás, no dejó de resolverse pronto. Hacia las dos de la tarde la brisa fue
volviéndose progresivamente al Sur, y la Santa María comenzó a caminar viento en popa. El retorno
era imposible; la única ruta abierta en lo sucesivo era la de las Canarias y de Europa.
A las cuatro y media se pasó ante la isla de la Sal, que nadie dejó de contemplar con emoción.
Todos los anteojos se dirigieron hacia aquella tierra, a cuyas orillas llegara a morir el agotado
Seamew.
Poco antes de la noche se perdió de vista aquella última isla del archipiélago de Cabo Verde.
Nada en lo sucesivo rompería el círculo del horizonte hasta el momento en que se hiciera
conocimiento con las islas Canarias, que era asunto de tres o cuatro días, si la brisa actual se
mantenía. No había, en suma, que quejarse de aquella primera jornada. Todo había resultado bien, y
de esperar era que la buena suerte continuase.
Uno solo de los pasajeros tenía el derecho de hallarse un poco menos satisfecho, y para
designarle no es preciso que se le indique por su nombre de Thompson. Para la comida del mediodía
habíase él procurado un plato, y lo presentó audazmente a la distribución general. Pero Baker
vigilaba, y el plato había quedado vacío.
Habiendo Thompson intentado durante el transcurso de la tarde relacionarse con Mr. Bistec, con
la esperanza de que éste no se atrevería a resistir una orden de su antiguo jefe, chocó de nuevo con
Baker, que le vigilaba con incansable celo.
Decididamente, el asunto iba resultando verdaderamente serio.
Muriéndose de hambre, comprendió al fin Thompson que era preciso ceder, y se decidió a ir al
encuentro de su impasible verdugo.
- Caballero -le dijo-, me muero de hambre.
- Me felicito de ello -respondió flemáticamente Baker-. porque eso habla muy alto en favor de
su estómago.
- Basta de bromas, si le parece -dijo brutalmente Thompson, a quien el sufrimiento sacaba de
sus casillas-; y tenga usted la bondad de decirme hasta qué punto piensa llevar ésta de que me está
haciendo víctima.
- ¿De qué broma quiere usted hablar? -preguntó Baker, simulando una profunda meditación-. No
creo haber tenido la menor broma con usted.
- ¿De modo -gritó Thompson- que piensa, usted en serio dejarme morir de hambre?
- ¡Caramba…! ¡Si es usted el que no quiere pagar!
- Está bien, pagaré. Ya arreglaremos nosotros esta cuenta más adelante…
- Con las otras -aprobó Baker con tono amable.
- Dígnese, pues, decirme a qué precio se me asegurara la libertad de dormir y de comer hasta el
fin del viaje.
- Desde el momento que se trata de un total -dijo Baker, con importancia- la cosa se simplifica
extraordinariamente.
Sacó un cuaderno y comenzó a volver las hojas.
- ¡Veamos…! ¡Hum…! Ha entregado usted ya una cantidad de cuarenta libras… Eso es… Sí…
¡Hum…l I Perfectamente…’ Pues bien; trátase solamente de pagar un pequeño suplemento de
quinientas setenta y dos libras, un chelín y dos peniques, para tener derecho a todas las ventajas de a
bordo, sin excepción.
- ¡Quinientas setenta y dos libras! -exclamó Thompson-. ¡ Eso es una locura! Antes que sufrir
semejante exigencia, apelaré a todos los pasajeros. ¡ Qué diablo! ¡Ya encontraré un hombre honrado
entre todos ellos!
- Puede preguntárselo -propuso Baker con amabilidad-. Le aconsejaré antes, sin embargo, que
examine cómo he obtenido esta suma. El flete de la Santa María nos ha costado justamente
doscientas cuarenta libras; hemos tenido que emplear doscientas noventa libras y diecinueve chelines
en la adquisición de los víveres necesarios para la travesía, y, por fin, el arreglo del buque nos ha
hecho gastar ochenta y una libras, dos chelines y dos peniques; o sea, en total, seiscientas doce
libras, un chelín y dos peniques, de la cual, según le dije, he deducido las cuarenta libras que ya
había usted entregado. No creo que contra petición tan justa pueda usted obtener el apoyo de aquellos
a quienes ha despojado… Eso no obstante, si usted lo desea…
No, Thompson no abrigaba ese deseo, y así lo hizo comprender con un gesto. Sin intentar una
resistencia, de antemano inútil, abrió su preciosa bolsa y sacó un fajo de billetes, que volvió a
guardar con cuidado después de entregar la cantidad exigida.
- Todavía queda bastante ahí -dijo Baker, mostrando la bolsa.
Thompson sólo contestó con una pálida e indefinible sonrisa.
- ¡Pero no por mucho tiempo! -añadió el feroz administrador, mientras que de los labios de
Thompson desaparecía la sonrisa que se dibujara-. Pronto tendremos que arreglar las cuentecitas que
nos son personales.
Antes de dejar a su implacable adversario, quiso Thompson, al menos, ganarse algo con su
dinero. A bordo de la Santa María había vuelto a encontrar al fiel Piperboom, y el holandés, como si
la cosa hubiera sido de evidente legitimidad, se había incrustado de nuevo en aquel a quien persistía
en considerar como el gobernador de la errante colonia. Por todas partes pasaba Thompson a aquella
sombra triple de sí mismo, y la obstinación del enorme pasajero comenzaba a fastidiarle
extraordinariamente.
- Así, pues -dijo-, ¿queda entendido que yo tengo los mismos derechos que todo el mundo, que
soy un pasajero como los demás?
- En absoluto.
- En ese caso, hágame usted el favor de desembarazarme de ese insoportable Piperboom, del
que no puedo desprenderme. Cuando era yo administrador general tenía que soportarle; pero ahora…
- ¡ Evidentemente, evidentemente! -interrumpió Baker-. Por desgracia, yo tampoco soy
administrador… Fuera de eso, nada le será a usted más fácil -añadió el implacable burlón,
subrayando las palabras- que el hacer comprender a Mr. Van Piperboom cuánto le fastidia.
Thompson, pálido de cólera, tuvo que retirarse con aquel viático, y, a partir de ese instante,
cesó Baker de prestarle la menor atención.
Al levantarse el día 6 de julio tuvieron los pasajeros la sorpresa de ver a la Santa María casi
inmóvil. Durante la noche la brisa había amainado poco a poco, y al ser de día una calma inmensa se
había extendido sobre el mar y la Santa María conservaba sus velas deshinchadas, golpeando contra
los mástiles y arrollándose a ellos.
A pesar de la satisfacción que todos experimentaron al observar que había mejorado el estado
de Hamilton y de Blockhead bajo la influencia de los aires puros del mar, fue aquel un día muy triste.
Aquella imprevista calma representaba una prolongación del viaje. Sin embargo, más valía
tener poco que demasiado viento.
Hubiérase podido creer que no era ésta la opinión del capitán Pip. Algo anormal hallaba el
valiente marino, cuyas miradas se dirigían constantemente hacia el horizonte del Oeste, de donde
venían las ondulaciones que sacudían la Santa María.
Demasiado al corriente de los tics y de las manías de su estimable comandante para no
comprender su misterioso lenguaje, los pasajeros miraban también aquel horizonte del Oeste, sin
llegar a descubrir nada en él.
Allí, como en todas partes, el cielo era del más puro azul, sobre el cual no aparecía la nube más
insignificante.
Tan sólo por la tarde apareció allí un ligero vapor que fue agrandándose poco a poco pasando
del blanco al gris y del gris al negro
A las cinco, el sol, descendiendo, se ocultó tras aquel vapor, tiñéndose en seguida el mar de un
siniestro color de cobre. A las seis la nube fuliginosa había cubierto ya la mitad del cielo, cuando se
oyeron las órdenes del capitán, mandando amainar velas sucesivamente.
La atmósfera, no obstante, estaba tranquila, aunque nada de tranquilizador tenía aquella calma
demasiado profunda.
En efecto; justamente a las ocho la racha de viento llegó como un rayo acompañada de torrentes
de agua. Se inclinó la Santa María hasta el punto de hacer creer que iba a zozobrar, y luego comenzó
a cortar las olas, súbitamente agitadas.
El capitán entonces invitó a todo el mundo a que se fuera a dormir. Nada había que hacer
entonces sino esperar.
Hasta la mañana, en efecto, la Santa María permaneció a la capa, y los pasajeros se hallaron
fuertemente sacudidos en sus lechos. La tempestad, por desgracia, no mostró durante la noche ninguna
tendencia a decrecer. Muy al contrario, pareció redoblar en violencia a la salida del sol.
Durante todo aquel día no cesó de ir en aumento la furia del temporal. Era indudable que se
tenía que luchar contra uno de esos ciclones capaces de asolar comarcas enteras. Antes de mediodía,
las olas, que se habían hecho monstruosas, comenzaron a agitarse con furia.
La Santa María tuvo que sufrir más de un golpe de mar.
El capitán, no obstante, se empeñaba en capear el temporal. Pero hacia las siete de la tarde en
tales proporciones se agravó el estado del viento y de las olas, y los mástiles comenzaron a oscilar
de un modo tan amenazador, que juzgó imposible mantenerse más tiempo a la capa; y comprendiendo
que sería una locura el obstinarse, resolvió huir viento en popa ante la tempestad.
En la situación en que se encontraba la Santa María, pasar de la capa al viento en popa, o
viceversa, constituye siempre una maniobra delicada. Entre el instante en que el buque presenta su
roda a las olas, y aquel en que ha tomado bastante velocidad para que resbalen bajo su coronamiento,
hay forzosamente uno en que las recibe de costado, y si la ola en este momento es bastante fuerte, el
buque será arrollado. Importa mucho, pues, vigilar el mar y aprovecharse de una momentánea calma.
La elección del momento propicio es del mayor interés.
El capitán Pip cogió él mismo la barra, en tanto que la tripulación entera se hallaba dispuesta a
la maniobra. Haciendo girar rápidamente el timón y mandando al propio tiempo cargar las velas,
consiguió que la maniobra tuviese el más completo éxito.
Bajo el impulso de la vela de mesana, que presentaba al viento su vasta superficie, la Santa
María en algunos segundos comenzó a hender las olas con la velocidad de un caballo al galope.
La nueva posición del buque corriendo el temporal viento en popa, y sucediendo al mantenerse
a la capa, constituyó para los pasajeros un reposo relativo, cuya dulzura apreciaron en sumo grado, y
juzgaron considerablemente atenuado el peligro.
El capitán era de opinión contraria.
Huyendo de aquella suerte hacia el Este, el capitán calculaba que se alcanzaría la costa de
África antes de haber andado trescientas cincuenta millas. Y trescientas cincuenta millas no son
mucho ni tardan mucho en franquearse a la velocidad que el viento imprimía a la Santa María.
Durante toda la noche estuvo velando el capitán. Pero el sol salió el 8 de julio sin que se
hubiesen realizado sus temores; por todas partes el horizonte estaba libre. El capitán esperó haberse
equivocado en su estima, y suspiraba por una racha de Norte que le permitiese ir, costara lo que
costase, a San Luis de Senegal.
Por desgracia, esa racha no llegó, y el viento permaneció fijo en Oeste-Noroeste, y la Santa
María continuó corriendo como un expreso hacia la costa de África.
Puestos al corriente de la situación por indiscreciones de algún individuo de la tripulación, los
pasajeros compartían ahora las angustias del capitán y todos los ojos buscaban en el Este aquella
costa hacia la que corría el buque.
Sólo a las cinco de la tarde fue cuando se descubrió ésta por babor de proa; poco a poco fue
dibujándose más al Sur, y disminuyó rápidamente la distancia que la separaba de la Santa María.
El capitán, solo sobre la toldilla, miraba con toda su alma aquella costa baja, arenosa, limitada
en último término por dunas y defendidas por una barrera de arrecifes.
Enderezóse de pronto, y, habiendo escupido al mar con violencia, dijo dirigiéndose a Artimón.
- ¡Dentro de media hora estaremos allí; pero, por la barba de mi madre, nos defenderemos,
caballero!
Luego, habiendo parecido que Artimón aprobaba vivamente, el capitán mandó, en medio de los
aullidos del mar y del viento:
- ¡Toda la barra a babor…! ¡A largar el foque!
La tripulación se lanzó a cumplir ésta y las sucesivas órdenes del capitán. Diez minutos más
tarde, la Santa María, vuelto a la capa, se esforzaba fatigosamente por separarse de la costa.
El capitán jugaba entonces su última carta. ¿Daría resultado y permitiría ganar la partida? Así
pudo creerse al principio.
En efecto; pocos instantes después de haber cesado el buque de correr viento en popa, la mar y
el viento manifestaron alguna tendencia a apaciguarse.
Por desgracia, cayendo en el extremo opuesto, el viento, poco antes tan furioso, no cesó de ir
atenuándose por grados. En pocas horas la Santa María, atrozmente sacudida por el mar agitado aún,
viose inmovilizada en la tranquilidad de la atmósfera, que ni siquiera un soplo agitaba.
De ese cambio tan brusco dedujo el capitán que se hallaba en el centro mismo de la tempestad, y
no dudó de que renacería en un plazo más o menos largo. En espera de ello, aquella calma hacía el
velamen inútil. La Santa María no gobernaba ya; no era más que una tabla perdida que el mar iba
poco a poco llevando hacia tierra.
A las siete de la tarde encontrábase la orilla a menos de cinco encabladuras: a trescientos
metros del coronamiento, las olas se estrellaban con rabia contra la barra de arrecifes.
Es raro el poder aproximarse tanto a la tierra de África. Debía estarse agradecido a la
casualidad, que, por mal que se presentase, había conducido al menos la Santa María a uno de
aquellos raros puntos en que la sucesión inmensa de los bancos de arena ha sido interrumpida por las
corrientes y los remolinos. No era posible, sin embargo, ir más lejos; el fondo subía rápidamente. La
sonda lanzada incesantemente no acusaba más que una veintena de brazas.
El capitán resolvió anclar a todo evento.
Tal vez, aferrándose con tres anclas, se lograse hacer frente a la tormenta cuando ésta surgiere
de nuevo.
Era, en verdad, muy improbable. ¡Cuántas probabilidades, en cambio, de ver rotas las cadenas,
arrancadas las anclas! Aquello, no obstante, constituiría una esperanza, y un hombre enérgico no
debía menospreciarla.
Iba el capitán a dar la orden de anclar, cuando un incidente inesperado vino a cambiar la faz de
las cosas.
Súbitamente, sin que nada hubiese anunciado tan extraño y sorprendente fenómeno, la mar
comenzó a hervir en torno de la Santa María. No eran ya olas; el agua entrechocaba en una especie
de embates monstruosos.
A bordo del buque habíase alzado un grito general de terror. Sólo el capitán permaneció
impasible. Sin perder el tiempo en buscar las causas del fenómeno, esforzóse en aprovecharse de
él… El remolino empujaba la Santa María hacia la costa.
Precisamente ante la rada un estrecho canal rompía la barrera de arrecifes, más allá de la cual aparecía una balsa tranquila… Si era posible llegar a ella podría considerarse como muy probable la
salvación.
En aquel puerto natural la Santa Marta, sujeta al suelo por sus anclas, resistiría seguramente al
retorno previsto del temporal; luego, tan pronto como hubiese vuelto definitivamente el buen tiempo,
tomaría el largo, saliendo por el mismo camino.
Púsose el capitán mismo al timón y dirigió el buque hacia tierra. Hizo ante todo desocupar el
puente y la toldilla de la multitud que los llenaba. De orden suya, todos los pasajeros tuvieron que
refugiarse en el interior.
Hecho esto, el capitán se encontró con el espíritu más libre y sereno.
Bajo la mano de su dueño, la Santa María penetró en el canal… lo franqueó…
El capitán iba a gritar: ¡Anclad!
No tuvo tiempo.
Una ola enorme, gigantesca, colosal se había formado en el mar y aquel corcel del Océano en
tres segundos alcanzó el buque.
Si éste la hubiera recibido de través, habría quedado deshecho, destruido, reducido a la nada,
disperso en impalpables trozos. Pero, gracias a la maniobra del capitán, presentaba la popa a la
prodigiosa onda, y aquella circunstancia fue la salvación.
La Santa María se vio arrebatada como una pluma, en tanto que una tromba de agua caía sobre
el puente; luego, llevada por la cresta tumultuosa, corrió hacia tierra con la velocidad de una bala. A
bordo todo se hallaba en la mayor confusión. Los unos, sosteniéndose como podían, retenidos por la
maniobra; invadidos los otros por el agua hasta el comedor, tripulantes y pasajeros habían perdido el
juicio. El capitán Pip, firme en su puesto, vigilaba sobre el buque y su mano no había soltado la
barra, a la que se aferraba en aquel desorden de los elementos. Tan pequeño, en medio del furor
grandioso de la naturaleza, su alma la dominaba aún, y su voluntad soberana guiaba hacia la muerte
al revuelto buque. Nada escapó a sus miradas, que ningún estrabismo debilitaba a la sazón. Vio a la
ola llegar a los arrecifes, estrellarse contra ellos, encorvarse y subir al asalto de la orilla, en tanto
que las cataratas del cielo, abriéndose de repente, mezclaban con las de la tierra el diluvio de sus
aguas. En la cima de la montaña de espuma la Santa María, como un bravo buque, se había
arrebatado ligeramente. Un choque espantoso detúvola en su carrera.
Hubo un horroroso crujido; todo quedó roto y trastornado a bordo. Un formidable golpe de mar
barrió la cubierta de punta a cabo. El capitán, arrancado de la barra, fue arrojado desde lo alto de la
toldilla. Con un solo golpe vinieron abajo los mástiles con todos sus aparejos.
En un instante había quedado la catástrofe consumada y la Santa María -lo que de ella quedaba
al menos- permaneció inmóvil en la noche, bajo un verdadero diluvio, mientras en torno de ella
renacía la tempestad, rugiendo.

Julio Verne
 Agencia Thompson y Cia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora