CAPÍTULO XXV EN CUARENTENA

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En verdad que tenían mala suerte los infortunados suscriptores de la agencia Thompson!
Sí, una epidemia de las más mortíferas asolaba a Santiago y suprimía, desde un mes antes, toda
comunicación con el resto del mundo. A decir verdad, la insalubridad es el estado ordinario de
aquella isla, denominada, con razón, «La Mortífera», como Roberto, antes de partir de la isla de la
Sal, advirtiera a sus compañeros. La fiebre es allí endémica, y en tiempo normal causa numerosas
víctimas.
Pero la enfermedad local había tomado entonces una extrema virulencia y había revestido un
carácter pernicioso que no la es habitual. En presencia de los estragos que causaba, el Gobierno se
había conmovido, y para arrancar el mal de raíz no vaciló en cortar por lo sano.
La isla entera sufría, de orden superior, un riguroso interdicto. Cierto que los buques
conservaban el derecho de anclar en ella; pero a condición de no abandonarla hasta el fin, imposible
de prever, de la cuarentena y de la epidemia. Concíbese, pues, que los paquebotes se hubiesen
alejado de semejante atolladero, y, en realidad, antes de la llegada de los administrados de
Thompson ni un solo buque había penetrado en la isla durante los treinta días anteriores.
Así se explicaba la vacilación de los pescadores de la isla de la Sal, cuando se les habló de
Santiago; así se explicaba su fuga inmediata tras el nocturno desembarco. Al corriente de la
situación, no habían querido, ni perder por un excesivo escrúpulo el beneficio del viaje, ni verse
retenidos muchos días lejos de sus familias y de su país.
Los pasajeros estaban aterrados. ¿Cuántas semanas tendrían que permanecer en aquella maldita
isla?
No obstante, toda vez que no había más remedio, fuerza era acomodarse a la situación. ¿Había
que esperar…? Pues se esperaría matando el tiempo como cada uno pudiera.
Los unos, como Johnson y Piperboom, habían vuelto sencillamente a su vida habitual y parecían
encantados. Un restaurante para el uno y una taberna para el otro constituían su felicidad; y eso no
faltaba en aquella ciudad.
No hallaban sus compañeros los mismos placeres en la prisión que el capricho de la suerte les
impusiera. Absolutamente aplanados, hipnotizados por temor al contagio, la mayor parte permanecían
día y noche en sus habitaciones, sin atreverse siquiera a abrir las ventanas. Esas precauciones
parecían tener buen éxito. Al cabo de ocho días, ninguno de ellos había sido atacado. En cambio, se
morían de fastidio y aburrimiento, aspirando a una liberación que nada aún hacía presentir.
Otros eran más enérgicos, y no hacían ningún caso de la terrible epidemia. Figuraban entre éstos
los dos franceses y sus amigas americanas. Juzgaban, con razón, que era peor el miedo.
En compañía de Baker, que tal vez en el fondo de su corazón anhelaba estar de veras enfermo, a
fin de tener un nuevo pretexto para recriminar a su rival, salían, iban y venían, como si se hallaran en
París o en Londres.
Desde la llegada a Santiago apenas si vieran a Jack Lindsay, que más que nunca persistía en su vida solitaria. Alice, preocupada con otros ciudadanos, no pensaba siquiera en su cuñado. Si alguna
vez surgía ante ella su imagen, rechazábala incontinenti: la aventura del «Curral das Freias»
palidecía, perdía importancia al correr del tiempo. En cuanto a algún nuevo ataque, tranquilizábala
por completo la profunda seguridad que tenía en la protección de Roberto.
Éste, por el contrario, acordándose de la emboscada de la Gran Canaria, pensaba con
frecuencia en el enemigo, que, en su interior, creía que ya una vez le había atacado. La inacción del
adversario no le tranquilizaba sino a medias, y velaba con gran cuidado, conservando una sorda
inquietud.
Jack durante ese tiempo seguía la pendiente fatal. Impremeditada, su acción del «Curral das
Ferias» sólo había sido un puro reflejo sugerido súbitamente por una ocasión inesperada. Y, no
obstante, el aborto de esa primera tentativa había tocado en su alma el despecho en odio, que,
después de la intervención de Roberto, estaba mezclado de miedo y alejado a la vez de su natural
objetivo. Por un instante, al menos, Jack Lindsay se había olvidado de su cuñada por el intérprete del
Seamew, hasta el extremo de prepararle una emboscada, a la que no debía escapar, aunque hubiera
penetrado por el otro camino.
La resistencia de Roberto y la heroica intervención de Blockhead habían hecho fracasar una vez
más sus proyectos.
Desde entonces Jack no hacía diferencia entre sus dos enemigos. Englobaba a Alice y Roberto
en el mismo odio, exasperado por los fracasos sucesivos que experimentara.
Si estaba inactivo, era a causa de la vigilancia de Roberto; pero si se hubiera presentado una
ocasión propicia, Jack, que había ya rechazado todo escrúpulo, no habría vacilado en
desembarazarse de aquellos dos seres, cuya pérdida le aseguraría su venganza y su fortuna. Pero sin
cesar se estrellaba contra la obstinada vigilancia de Roberto, y de día en día iba perdiendo la
esperanza de encontrar la ocasión favorable en medio de una ciudad populosa.
La ciudad de Praia no puede, por desgracia, ofrecer muchos recursos al desocupado turista.
Encerrada entre dos valles, está edificada sobre una meseta que, terminándose en un brusco
promontorio de cerca de ochenta metros, llega hasta el mar.
El carácter marcadamente Africano que la ciudad de Praia posee en más alto grado que los
demás centros del archipiélago, constituye su única curiosidad para el viajero europeo. Sus calles,
atestadas de cerdos, De aves de corral y de monos; sus casas, bajas y embadurnadas de vivos
colores; su población negra, en medio de la cual se ha implantado una importante colonia blanca,
compuesta en su mayoría de funcionarios, todo ello constituye un espectáculo original y nuevo.
Pero al cabo de algunos días, el turista, harto de aquel exotismo, sólo raras distracciones
encuentra en aquella ciudad de 4.000 habitantes.
Cuando ha recorrido el barrio europeo, con sus calles amplias y bien arregladas, rodeando la
vasta plaza de Opelourinho; cuando ha contemplado la iglesia y el palacio del Gobierno; cuando ha
visto el ayuntamiento, la cárcel y el hospital, por fin, se ha terminado el ciclo; sin inconveniente
podría entonces cerrar los ojos. A esta sazón es cuando el fastidio se apodera del turista.
Los dos franceses y sus compañeros no tardaron en llegar a este punto, y si no el fastidio,
inerme contra cerebros y corazones ocupados, sí encontraron al menos un relativo no saber qué
hacerse.
Poco a poco los paseos fueron remplazados por largas estancias frente al mar, llenando el ruido
de sus olas los silencios de Alice y de Roberto, y cortando a la vez las gozosas pláticas de Roger y
Dolly.
Sobre éstos, en todo caso, no había hecho seguramente presa la melancolía. Él accidente, la desaparición del Seamew, después la cuarentena actual, nada había podido enturbiar su alegría.
- ¡Qué quiere usted! -decía con frecuencia Roger-. ¡Me divierte eso de ser caboverdiano! ¡Qué
nombre tan estrafalario! Miss Dolly y yo nos hacemos muy bien a la idea de convertirnos en negros.
- Pero, ¿y la fiebre? -decía Alice.
- ¡Un embuste! -respondía Roger.
- ¿Y su licencia, que va a expirar? -replicaba Roberto.
- ¡Fuerza mayor! -contestaba el oficial.
- ¿Mas su familia, que le espera en Francia?
- ¿Mi familia…? ¡Mi familia está aquí!
En realidad, Roger estaba menos tranquilo de lo que aparentaba. ¿Cómo no había de pensar con
angustia en el riesgo que todos corrían en aquel país infectado, en aquella ciudad con su población
diezmada? Pero era de esas privilegiadas naturalezas que tratan de no ensombrecer el hoy con los
miedos del mañana; y el hoy no dejaba de tener encantos a sus ojos. Vivir en Santiago, habríale
sinceramente agradado, siempre que viviese como entonces en la intimidad de Dolly. No se había
dicho entre ambos ni una palabra precisa y terminante, pero estaban seguros el uno del otro. Sin
habérselo dicho nunca, se consideraban como prometidos.
Nada menos misterioso que su conducta. Se leía en sus almas como en un libro abierto, y nadie
podía ignorar la existencia de unos sentimientos tan evidentes, que habían ellos juzgado superfluo el
expresarlos.
Mrs. Lindsay, espectadora más interesada que los demás, no parecía preocuparse de aquella
situación. Permitía a su hermana usar de aquella libertad americana de que ella misma se había
beneficiado en su época. Tenía fe en la naturaleza sincera y virginal de Dolly, y Roger era de esos
hombres que inspiraban la más absoluta confianza. Dejaba, pues, Alice que el idilio siguiera su
curso, segura de que un matrimonio lo coronaría al regreso, como el desenlace lógico y previsto de
una historia muy sencilla.
¡ Pluguiese al cielo que ella poseyese en su alma la misma paz y la misma seguridad!
Entre Alice y Roberto una íntima mala inteligencia persistía. Una falsa vergüenza helaba las
palabras en sus labios y sus corazones alejábanse de la explicación franca y precisa que hubiera
podido devolverles la tranquilidad.
No tardaron en resentirse de su turbación moral sus relaciones exteriores. Si no se evitaban, era
porque eso no se bailaba en poder suyo. Pero, perpetuamente arrastrados el uno al otro por una
invencible fuerza, apenas se hallaban cara a cara sentían alzarse entre ambos una barrera, de orgullo
para el uno y de desconfianza para la otra. Cerrábanse entonces sus corazones, y no cambiaban más
que palabras frías, que prolongaban el lastimoso quid pro quo.
Roger asistía descorazonado a aquella ruda guerra. Algo mejor, en verdad, había él augurado
del resultado de su téte-á-téte en la cima del Teide. ¿Cómo no se habían explicado del todo de una
vez y para siempre en aquel minuto de emoción, en medio de aquella naturaleza inmensa, cuya
grandeza habría debido anular, por comparación, el pudor sentimental de la una y la enfermiza altivez
del otro?
Todas aquellas dificultades, que él juzgaba un poco pueriles; todas aquellas discusiones
sostenidas consigo mismo, no podían ser admitidas por la franca y abierta naturaleza del oficial, que
hubiera amado a una mendiga o a una reina con la misma tranquila sencillez.
Al cabo de ocho días de aquella tácita e insoluble querella, juzgó el espectáculo insoportable y
resolvió, como suele decirse, tirar de la manta. Con un pretexto cualquiera llevóse una mañana a su
compatriota a la Gran Playa, completamente desierta a la sazón, y sentado sobre un peñasco entabló una explicación definitiva.
Mrs. Lindsay había salido sola aquella mañana. La explicación que Roger quería imponer a su
compatriota, quería ella tenerla consigo misma, y con ese paso indolente que da la distracción de la
voluntad, habíase dirigido también, un poco antes que los dos amigos, hacia aquella Gran Playa, cuya
soledad la agradaba.
Cansada de su paseo, se sentó al azar, y apoyando la cara en la palma de la mano se puso a
soñar, contemplando las olas.
Un ruido de voces la sacó de aquella meditación. Alice reconoció en los dos interlocutores a
Roger de Sorgues y a Roberto Morgand. Intrigada, Mrs. Lindsay escuchó.
Roberto había seguido a su compatriota con la indiferencia que, a pesar suyo, ponía en muchas
cosas. Anduvo mientras a Roger le plugo, y se sentó cuando Roger le expresó ese deseo. Pero éste
conocía el medio de excitar la atención de su indolente compatriota.
- Sí -decía el oficial-. Hace un calor satánico en este país… ¿Qué dice usted a esto, mi querido
Gramond?
- ¿Gramond…? -repitió para sí Alice, admirada.
Roger seguía diciendo;
- ¿Estaremos aquí aún por mucho tiempo?
- No es a mí a quien hay que preguntarlo -respondió Roberto, sonriendo levemente.
- No es esta mi opinión, porque si la estancia en esta isla no tiene nada de seductor para nadie,
debe ser particularmente desagradable para Mrs. Lindsay y para usted.
- ¿Por qué eso?
- ¿Renegaría usted, pues, de las confidencias que me hiciera cierta tarde, costeando las
Canarias?
- Jamás. Pero no veo…
- Puesto que usted ama a Mrs. Lindsay y está firmemente decidido a no decírselo, creo que la
estancia en este peñasco Africano ni para ella ni para usted debe de tener grandes atractivos
- Mi querido Sorgues -dijo Roberto un tanto conmovido-. Usted sabe lo que yo pienso, conoce
mi situación y los escrúpulos que ella me impone.
- ¡ Vaya! -interrumpió Roger- Es intolerable ver como se hacen ustedes desgraciados, cuando
todo en el fondo es tan sencillo. Yo no puedo darle consejos, pero ¿por qué no se muestra usted como
en realidad es: alegre, amable, enamorado, puesto que la ama? Mírenos a Dolly y a mí. ¿Tenemos
aspecto de enamorados de melodrama?
- Usted le habla a su gusto -observó Roberto con amargura.
- Pues, bien…, marche usted de frente…, suba usted a la habitación de Mrs. Lindsay y cuéntele
toda la verdad sin rodeos. ¡Vamos, hombre, que no se morirá usted por eso! Veremos lo que ella le
contesta.
- Es que no estoy autorizado para plantear esa cuestión…
- ¿Por qué? Por esa tontería de la fortuna… En vano se ha disfrazado usted con otro nombre;
usted volverá a ser marqués de Gramond cuando le convenga, y ¡los marqueses de Gramond no andan
todavía tirados por el arroyo, que yo sepa!
Roberto estrechó la mano de su compatriota.
- Todo lo que usted me dice, mi querido Sorgues, me prueba una vez más hasta qué punto es mi
amigo… Pero, créame usted, vale más callar acerca de este asunto: nada obtendría usted de mí. No
ignoro que se halla muy admitido ese cambio de que usted me habla. Sin embargo, ¿qué quiere
usted?, esos negocios no me agradan.
¡Negocio, negocio! Eso se dice pronto -dijo Roger, sin mostrarse convencido-. ¿Dónde ve
usted un negocio, desde el momento que no le guía ningún pensamiento de interés?
- Sí, pero Mrs. Lindsay no lo sabe. He ahí el punto delicado.
- ¡Y bien, mil carabinas! Tómese usted la molestia de afirmárselo. Suceda lo que quiera, será
preferible a que se haga usted así tan desventurado, sin hablar de la misma Mrs. Lindsay.
- ¿Mrs. Lindsay…? Yo nada hago…
- ¿Y si ella, no obstante, le amase? ¿Ha pensado usted en ello? Ella, después de todo, no puede
ser la primera en hablar.
- He aquí que ya por dos veces me ha hecho usted esa objeción -respondió tristemente Roberto-.
Fuerza es creer que la juzga muy poderosa. Si Mrs. Lindsay me amase, cambiarían, en efecto, las
cosas. Pero no me ama, y no tengo la fatuidad de creer que llegue a amarme alguna vez, sobre todo no
haciendo, como no hago, nada con ese objeto.
- Tal vez por lo mismo… -murmuró Roger entre dientes.
- ¿Dice usted…?
- Nada…; o, a lo sumo, digo que padece usted de una ceguera prodigiosa, si no es voluntaria.
Por lo demás, Mrs. Lindsay no me ha encargado que le revele su manera de ver. Pero admita usted
por un momento que los sentimientos que antes la supuse sean en efecto los suyos. Para que usted lo
creyese, ¿habría de ser preciso entonces que ella misma viniese a decírselo?
- Tal vez no fuese eso bastante -dijo tranquilamente Roberto.
- ¡Cómo…! ¿Hasta después de eso se atrevería usted a dudar?
- Exteriormente, me sería imposible -dijo Roberto con melancolía-; pero en el fondo del alma
me quedaría una angustia muy cruel. Mrs. Lindsay me está obligada, y para almas como la suya esas
deudas son más sagradas que las demás. Creería yo que su amor podía no ser otra cosa que un
delicado disfraz de un reconocimiento demasiado vivo.
- ¡ Incorregible obstinado! -exclamó Roger, contemplando a su amigo, con ojos rebosantes de
admiración-. Confieso que me sería imposible argumentar de tal suerte contra mi placer. Para volver
más ligera su lengua de plomo, habrá que esperar al final del viaje. Tal vez entonces la pena de
perder a Mrs. Alice será más fuerte que su orgullo de usted.
- No lo creo.
- Ya lo veremos. Por el momento -añadió Roger, levantándose- declaro que esta situación no
puede durar. Me voy ahora mismo al encuentro del capitán Pip, a ver si hallamos algún medio de
largarnos de aquí. ¡Qué diablo! En la rada hay barcos, y en cuanto a los fuertes portugueses, ¡eso es
una broma que ya resulta banal!
Alejáronse ambos franceses por el lado de la ciudad seguidos por las miradas de Alice, de cuyo
semblante había desaparecido toda señal de fastidio. Conocía la verdad y esa verdad no la
desagradaba. Sabía que era amada, amada como toda mujer querría serlo, por sí misma y sin que un
pensamiento extraño alterase la pureza de ese sentimiento.
Alegría más viva aún; podía desprenderse de la violencia que de tanto tiempo antes la
paralizaba el alma. Cierto, sí, que no había esperado las revelaciones que acababa de sorprender
para sentirse arrastrada hacia Roberto Morgand; para estar segura, sólo por las apariencias, de que
éste ocultaba algún misterio del género del que acababa de tener noticia de un modo algo irregular.
Los prejuicios, empero, del mundo poseían tanto poder, que su inclinación la había procurado hasta
entonces menos placer que tristeza. Amar al cicerone-intérprete del Seamew, aunque fuera cien veces
profesor, parecíale una caída muy cruel a la rica americana; y desde la partida de Madera la lucha
entre su orgullo y su corazón la había lanzado a un perpetuo descontento de sí misma y de los otros.
Ahora, la situación se simplificaba. Ambos se hallaban al mismo nivel.
Único punto que continuaba siendo delicado: quedaban por vencer los escrúpulos un poco
excesivos de Roberto. Pero de esto apenas se inquietaba Alice. No ignoraba ella cuánta fuerza de
persuasión posee naturalmente una mujer amante y amada. Por otra parte, no era aquella isla el lugar
de las palabras decisivas; antes de que ese momento llegase, ¿quién sabe si no habría pagado Alice
de un modo o de otro su deuda de reconocimiento, y reconquistado así a los ojos de Roberto la
independencia de su corazón?
Hizo Roger como había dicho. Comunicó en el acto su proyecto de fuga al capitán; e inútil es
decir si el viejo marino acogió ávidamente aquella idea. Cierto; todo era preferible a permanecer en
aquella isla maldita, donde había, a su juicio, el «mal de tierra». Deseó tan sólo poner a Thompson y
a los demás pasajeros en la confidencia, y era verdaderamente eso demasiado justo para que Roger
pudiera pensar en oponerse a ello.
El asentimiento fue general y unánime. Los unos, cansados de aquella ciudad demasiado
visitada; aterrados los otros por la abundancia de fúnebres cortejos, que veían desde sus ventanas,
todos se hallaban al cabo de su valor y de su paciencia.
Fue, no obstante, estimado superfluo el pedir la opinión de dos de los pasajeros. A bordo del
futuro buque se cuidaría de colocar en abundancia de comer y de beber; ¿para qué entonces consultar
a Johnson y a Piperboom?
Decidida la marcha, tratábase de realizarla.
Sí, según hiciera observar Roger, había, en efecto, barcos anclados en la rada; esos barcos eran
poco numerosos.
Tres veleros, en junto, de 700 a 1.000 toneladas; y aun esos parecían muy deteriorados a los
ojos de los menos inteligentes. Todos los buques en estado de navegar se habían lanzado
evidentemente al mar antes de la declaración de la cuarentena, y no habían quedado en el puerto más
que los buques fuera de servicio.
Por otra parte, no debía perderse de vista que la partida, caso de resultar posible, tenía que
hacerse de un modo misterioso. Ahora bien: ¿cómo podría disimularse el embarque de un centenar de
personas, así como el del material y los víveres necesarios para tantos pasajeros?
Había ahí un problema muy difícil. El capitán Pip ofreció resolverlo, y diósele carta blanca.
¿Cómo se las compuso? No lo dijo. Pero el hecho fue que al día siguiente por la mañana poseía
ya un amplio conjunto de informes que comunicó a los náufragos reunidos en la Playa Negra, y en
particular a Thompson, a quien correspondía el principal papel en la obra de repatriación.
De los tres barcos anclados en rada, dos eran buenos para ser quemados; en cuanto al último,
llamado Santa María, era seguramente un buque viejo, pero utilizable todavía. Podía fiarse de él sin
gran temor para un viaje bastante corto al fin y al cabo.
Después de visitar de cabo a rabo el buque, habíase el capitán arriesgado a tantear el terreno
con el armador, y su tarea no resultó difícil.
Deteniendo la cuarentena por completo el comercio de la isla, durante un tiempo indeterminado,
el armador había acogido con placer las semiconfidencias del capitán. Podíase, pues, esperar
obtener de él condiciones relativamente suaves.
En cuanto a la resolución que se adoptara, el capitán declaró que quería abstenerse de dar el
menor consejo. No disimulaba que se correría cierto peligro embarcándose en tales condiciones, por
poco que se tuviese que sufrir algún temporal; a cada uno le correspondía elegir el riesgo que le
pareciese menos temible: riesgo de la enfermedad o riesgo del mar.
A este respecto, el capitán hizo tan sólo observar que la imprudencia estaría notablemente disminuida si se evitaba el golfo de Gascuña, desarmando el barco en un puerto de España o de
Portugal. De esa suerte, la mayor parte de la travesía se haría en la región de los alisios, donde los
temporales son bastante raros. Finalmente, en su nombre personal, el capitán votó por un pronto
embarque, y juró que prefería el riesgo del mar a la certidumbre de morir de fiebre o de fastidio.
La deliberación no fue larga.
Por unanimidad se decidió la partida inmediata y el capitán quedó encargado de hacer los
preparativos.
Éste aceptó el mandato y se comprometió a estar listo en cuatro días.
Antes, empero, convenía tratar con el propietario del buque, y ese cuidado incumbía a
Thompson. Pero en vano se buscó por todas partes al administrador general. Thompson, momentos
antes presente, había desaparecido.
Después de haber dado curso a su indignación, los turistas decidieron transmitir a uno de ellos
los poderes del general tránsfuga, y delegarle cerca del armador para tratar de la adquisición en las
mejores condiciones posibles. Baker fue, naturalmente, el elegido, por su experiencia en los
negocios, en aquella clase de negocios sobre todo.
Aceptó Baker sin dificultad sus nuevas funciones y partió en seguida, acompañado del capitán.
Dos horas más tarde se hallaba de regreso.
Todo estaba arreglado, convenido y firmado. Por seis mil francos se tendría derecho al buque
hasta Europa. El armador tomaría ulteriormente las disposiciones que estimase convenientes para
deshacerse de aquel buque, de cuyo regreso no tenían, por ende, que preocuparse. Tampoco había
que inquietarse por la tripulación; el estado mayor y los hombres del Seamew consentían todos en
tomar su servicio, sin otro salario que la alimentación y el pasaje. Debían tan sólo proceder a
algunos arreglos interiores, y el embarque de víveres suficientes para un mes de navegación. En todo
esto estarían eficazmente ayudados por el armador de la Santa Marta, que con cualquier pretexto
haría proceder a las reparaciones por sus propios obreros, y proporcionaría en secreto los víveres
necesarios, que los marineros ingleses transportarían a bordo durante la noche.
Aprobadas por todos aquellas disposiciones, la asamblea se disolvió y el capitán se puso en
seguida a la faena.
Eran, pues, cuatro días en que debían armarse de paciencia. En tiempo ordinario eso no es nada;
pero cuatro días parecen inacabables cuando vienen en pos de otros ocho de terror o de fastidio.
Mrs. Lindsay y sus compañeros habituales, libres de la presencia de Jack, que permanecía
invisible, continuaron sus paseos en torno de la ciudad de Praia. Alice parecía haber vuelto a su feliz
equilibrio de los primeros tiempos del viaje. Bajo su dulce influencia, aquellos paseos fueron otras
tantas partidas de placer.
No había que pensar en excursiones serias por el interior de la isla, que sólo se halla cruzada
por raros y malos caminos. Pero los alrededores inmediatos de la ciudad de Praia eran accesibles, y
los cuatro turistas los visitaron en todos sentidos.
Un día fue consagrado a la ciudad de Ribeira Grande, antigua capital de la isla y del
archipiélago, destruida en 1712 por los franceses. Ribeira Grande, más insalubre aún que Praia, no
ha conseguido alzarse de sus ruinas desde aquella época, y su población no ha cesado de decrecer,
habiendo llegado en la actualidad a una cifra insignificante. Oprímese el corazón al cruzar por las
desiertas calles de la ciudad decaída.
Durante los otros días se recorrieron los numerosos valles que rodean la capital. En aquellas
campiñas, mal cultivadas, habita una población exclusivamente negra, a la vez católica y pagana, en
medio de las vegetaciones de su país de origen, que no son más que palmeras, bananeros, cocoteros, tamarindos, a cuya sombra se alza una multitud de casas africanas, que en ninguna parte se agrupan lo
bastante para constituir una miserable aldea.
En esos cuatro días últimos pareció abandonar a los pasajeros el encanto que les había
protegido contra la epidemia. El 2 de julio dos de ellos, Blockhead y Sir Hamilton, despertaron con
la cabeza pesada, la boca pastosa y sufriendo dolorosos vértigos. Un médico llamado
inmediatamente pronosticó un caso grave de la fiebre reinante. Aquello fue causa de terror entre los
demás… Cada uno de ellos díjose para sí: «¿Cuándo me llegará a mí el turno?»
El día siguiente era el fijado para la partida.
Desde por la mañana los turistas, con gran sorpresa de su parte, apenas si pudieron reconocer el
país en que despertaban. El cielo era de un amarillo de ocre; apenas si se adivinaban los indecisos
contornos de los objetos a través de una bruma especial que vibraba en el aire abrasador.
- No es más que la arena arrastrada por el viento Este -respondieron los indígenas consultados.
En efecto; durante la noche el viento había cambiado, pasando del Noroeste al Este.
¿Modificaría aquel cambio de viento los proyectos del capitán Pip?
No, puesto que aquella misma tarde anunció la terminación de los últimos preparativos, y
declaró que todo se hallaba dispuesto para aparejar. Los pasajeros, por su parte, estaban también
dispuestos. Desde que se resolvió la partida, cada día había salido de sus hoteles respectivos alguna
parte de su equipaje, que los marineros durante la noche transportaban a bordo de la Santa María.
Tan sólo las maletas vacías quedaban en las habitaciones cuando se las dejó definitivamente, y no era
posible llevarlas; pero era eso un contratiempo leve.
- Por otra parte -había declarado Baker-, será preciso que Thompson nos pague las maletas con
todo lo demás.
Admitiendo que Thompson debiese efectivamente sufrir las múltiples condenas con que le
amenazaba Baker, debía creerse probable que tales condenas se pronunciarían en rebeldía. ¿Qué
había sido de él? Nadie hubiera podido decirlo. No se le había vuelto a ver desde el instante en que,
por la fuga, se evadió de la obligación onerosa de repatriar a todo el mundo.
Nadie, además, se preocupaba de él. ¡Ya que tanto le gustaba Santiago, se le dejaría allí, y…
nada más!
Furtivo, el embarque tenía que ser forzosamente nocturno. A las once de la noche, momento
fijado por el capitán, todos, sin una defección, se hallaron reunidos en la Playa Negra, en un sitio
donde las rocas atenuaban la resaca. El embarque comenzó en el acto.
Hamilton y Blockhead fueron conducidos los primeros a bordo de la Santa María, después de
haber estado a punto de ser abandonados en Santiago. Un gran número de sus compañeros se hablan
declarado contra la idea de llevar a los dos enfermos que serían causa de infección para los sanos.
Fueron vanos los esfuerzos hechos por Roger y las dos americanas para que no fuesen abandonados.
Pero el capitán Pip declaró que no se encargaría de dirigir el buque si uno solo de los náufragos
quedaba atrás.
Hamilton y Blockhead dejaban, pues, con los demás las islas de Cabo Verde, sin tener siquiera
conciencia de ello. Desde la víspera había empeorado considerablemente su estado. Su inteligencia
se extraviaba en un perpetuo delirio, y parecía muy dudoso que se les pudiera llevar hasta Inglaterra.
Muchos viajes se necesitaron para transbordar a todo el mundo con los dos únicos botes de la
Santa María, Nada más rudimentario que la instalación apresuradamente improvisada. Si las señoras
no tuvieron que lamentarse demasiado por sus camarotes exiguos, pero pasables, los hombres
tuvieron que contentarse con un vasto dormitorio, dispuesto como se pudo, en la cala.
Los diversos convoyes se sucedieron unos a otros sin incidentes. Nadie en la isla parecía haber advertido aquel éxodo. Sin dificultad llegaron los botes por última vez a la Santa María. Baker, en
su puesto de portalón, tuvo entonces una gran sorpresa. Confundido entre los demás pasajeros,
haciéndose tan chiquito como podía, Thompson acababa de saltar sobre cubierta.

Julio Verne
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