CAPÍTULO XXVII EN EL QUE NO SE HACE MAS QUE CAMBIAR DE CARCELEROS

4 1 0
                                    

Era el 9 de julio. Cerca de un mes antes, según el programa de la agencia Thompson, debiera
haberse pisado el suelo de Londres. En vez de las animadas calles, de las casas sólidas de la vieja
capital de Inglaterra, ¿qué se veía?
Limitada de un lado por un océano de olas agitadas, y del otro por una no interrumpida cadena
de dunas estériles y tristes, una simple banda de arena se alargaba hacia el Norte y hacia el Sur.
En medio de esa banda de arena, casi en el centro de su anchura, se alzaba un buque, masa de
informes despojos, llevado por una inconmensurable potencia a doscientos metros del mar.
La noche había sido dura para los turistas náufragos. Andando a tientas entre una espesa sombra,
apenas si habían logrado defenderse de la lluvia, de la cual sólo a medias les abrigaba el
entreabierto puente.
Muy afortunadamente, el viento no había tardado en despejar el cielo, y habíales sido posible
conciliar por algunos instantes un sueño, interrumpido por sus silbidos decrecientes.
Sólo al llegar el día pudieron apreciar toda la extensión del desastre. Era éste verdaderamente
inmenso, irreparable.
Entre el mar y el buque había más de doscientos metros. Semejante distancia, que el mar había
podido hacerle franquear en algunos segundos, ¿qué potencia humana sería capaz de salvarla? Los
más profanos y extraños a las cosas de la mecánica y la navegación perdieron en seguida toda
esperanza de volver a utilizar la Santa María.
El buque, además, no existía; no era ya un buque, era un casco inútil.
El choque habíalo partido en dos. Todo había sido arrancado sobre cubierta; asientos, chalupas,
botes y hasta los palos.
Tal fue el espectáculo que se ofreció a los ojos de los pasajeros, sumiéndoles en un abatimiento
desesperado.
La impasibilidad del capitán Pip fue, como de costumbre, lo que les devolvió algo de valor y de
esperanza.
En compañía de Bishop, completamente curado ya de sus heridas, paseábase tranquilamente por
la playa desde la salida del sol. En pocos momentos ambos paseantes viéronse rodeados del círculo
silencioso de los pasajeros.
Un relámpago de satisfacción brilló en sus ojos al ver que nadie faltaba. La casa quedaba
destruida, pero sus habitantes se hallaban a salvo, y tan feliz resultado era, en gran parte, debido a su
previsión. Si hubiese tolerado que permaneciesen sobre cubierta, ¿cuántas víctimas no habría
causado la caída de los mástiles?
Terminado el llamamiento, el capitán expuso brevemente la situación en que todos se
encontraban.
Por uno de esos extraños efectos que los ciclones provocan con tanta frecuencia, la Santa
María había sido arrojada sobre la costa de África, de tal suerte, que debía considerarse irrealizable ponerla de nuevo a flote. Veíanse, por consiguiente, obligados a abandonarla y a empezar por tierra
un viaje cuyo resultado era bastante problemático.
La costa de África tiene, en efecto, una deplorable reputación, y fuerza es reconocer que la tiene
muy bien merecida.
Entre Marruecos, al Norte, y el Senegal, al Sur, se extienden los 1.200 kilómetros del Sahara.
Aquel a quien su mala estrella hace abordar en un punto cualquiera de esa extensión arenosa, sin agua
y sin vida, tiene además que temer a los hombres, que vienen a añadir su crueldad a la naturaleza. A
lo largo de esas playas inhospitalarias merodean las bandas de moros, cuyo encuentro es peor que el
de los animales feroces.
Importaba, pues, saber a qué distancia de un país civilizado había arrojado el viento a la Santa
María. De esta cuestión dependía la pérdida o salvación de los náufragos.
Para hallar la solución era menester que el capitán procediese a hacer observaciones solares,
que determinarían la posición exacta en que habían naufragado.
A las nueve logró el capitán hacer una primera observación y una segunda a mediodía.
Inmediatamente puso en conocimiento de todos el resultado de sus observaciones. Se hallaban
un poco al sur del cabo Mirik, entre los 18° 37’ de longitud Oeste y los 19° 17’ de latitud Norte.
¡A más de trescientos cuarenta kilómetros de la costa septentrional del Senegal!
La caída de un rayo no hubiera producido mayor estupor. Durante cinco minutos el más profundo
silencio reinó entre los náufragos. Las mujeres no lanzaron un grito; aniquiladas, dirigían sus miradas
hacia los hombres, de los cuales, padres, hermanos o maridos, esperaban la salvación.
Pero la palabra de esperanza y aliento no se pronunciaba.
La situación era demasiado clara en su dramática sencillez para que nadie se forjara ilusiones
sobre la suerte que les estaba reservada… ¡Trescientos cuarenta kilómetros que franquear…!
Necesitaríanse diecisiete días lo menos, admitiendo que una caravana en cuya composición entraban
mujeres, niños y enfermos, hiciese veinte kilómetros diarios por aquel piso de arena.
Ahora bien: ¿era probable que, sin tener ningún mal encuentro, se pudiese seguir durante diez y
siete días un litoral, cruzado de ordinario por tantas partidas de merodeadores?
En medio de la desolación general, alguien exclamó de pronto:
- Lo que es imposible para cien personas, puede hacerlo un hombre solo.
Era Roberto, que había pronunciado estas palabras dirigiéndose al capitán.
- Uno de nosotros -continuó Roberto- podría partir como explorador. Si nos encontramos a
trescientos cuarenta kilómetros de San Luis, antes de San Luis está Portenderck; y entre el Senegal y
esta factoría se extienden bosques de gomeros por los cuales patrullan con frecuencia las tropas
francesas. Hasta allí hay, a lo sumo, ciento veinte kilómetros, que un hombre, poniendo en tensión
todas sus fuerzas, puede recorrer en dos días. Durante esos dos días, nada se opone a que los demás
comiencen a seguir lentamente el litoral. Con un poco de suerte puede reunirse el emisario con sus
compañeros en cuatro días. Yo me ofrezco desde este momento para realizarlo.
- ¡Por la barba de mi madre! ¡Así habla un caballero! -exclamó el capitán Pip estrechando
calurosamente la mano de Roberto-. A todo ello, sólo una objeción tengo que hacer, y es que ese
viaje me corresponde a mí de derecho.
- Es un error, comandante -repuso Roberto.
- ¿Y por qué? -preguntó el capitán frunciendo las cejas.
- En primer lugar -respondió tranquilamente Roberto-, existe la cuestión de la edad. Donde yo
resistiré, usted sucumbirá.
Él capitán movió afirmativamente la cabeza.
Además, su puesto se halla entre aquellos para quienes es usted el guía, el sostén natural. Un
general no se coloca en las avanzadas.
- No -dijo el capitán, estrechando de nuevo la mano de Roberto-; pero envía a sus soldados
escogidos. Partirá usted, por consiguiente.
- Dentro de una hora me pondré en marcha -declaró Roberto, que comenzó a hacer en seguida
sus preparativos.
Roger de Sorgues propuso acompañar a Roberto; pero éste se negó, rogando a su amigo velase
por Alice, a quien juzgaba particularmente en peligro, sin extenderse en más explicaciones.
Roberto se dispuso inmediatamente para la marcha; recogió las provisiones que se le
prepararon, se armó convenientemente y casi le faltó valor cuando se despidió de Mrs, Lindsay.
No profirió ésta ninguna frase de temor o de pena. Pálida y temblorosa, tendió la mano firme y
resuelta a aquel que tal vez iba a morir por todos.
- ¡Gracias! -díjole tan sólo-. ¡Hasta luego!
Y en su voz había algo más que una esperanza: había un deseo, había una orden.
- ¡ Hasta luego! -respondió Roberto, enderezándose, con la súbita certeza de obedecer.
Los náufragos, permaneciendo en torno de la Santa María, siguieron largo tiempo con los ojos
al valeroso correo.
Viósele alejarse por la playa, y saludar una última vez con la mano… Algunos instantes más
tarde desaparecía tras las dunas que bordeaban la costa.
- Me hallaré aquí dentro de cuatro días -había afirmado Roberto.
Cuatro días después era el 13 de julio. Pero no podía esperarse aquella fecha al abrigo del
buque, que hacía inhabitable su inclinación.
El capitán, mientras se esperaba el regreso de Roberto, ordenó improvisar un pequeño
campamento sobre la playa con la ayuda de las velas de la Santa María, Antes de la noche, los
náufragos pudieron refugiarse en el interior de las improvisadas tiendas preparándose para pasar la
noche, mientras marineros armados montaban la guardia, que iría relevándose cada tres horas.
El sueño, no obstante, tardó en llegar en el transcurso de aquella primera noche sobre la playa
erizada de peligros. Más de uno se quedó hasta el alba con los ojos abiertos en la oscuridad, el oído
atento, escuchando el menor ruido.
Para Mrs. Lindsay la noche transcurrió en perpetua angustia. AI dolor que experimentaba había
ido a mezclarse una nueva inquietud, motivada por la inexplicable ausencia de su cuñado.
Al principio no había ella concedido ninguna importancia a esa desaparición, muy singular no
obstante, pero luego pasado el tiempo, había concluido por extrañarse de ella. En vano buscó
entonces a Jack por entre la multitud de pasajeros y tripulantes. No había podido encontrarle.
En medio de la sombra y del silencio de la noche, Alice no podía apartar su espíritu de aquella
sorprendente desaparición; en vano quería desecharlo; aquel extraño suceso se imponía a su
atención, y algo más fuerte que ella, asociaba invenciblemente en su temor, que iba en aumento, los
nombres de Jack y Roberto.
La noche pasó sin incidente, y desde primeras horas de la madrugada todo el mundo se hallaba
en pie.
Habiendo sido la primera en levantarse, pudo Alice comprobar en seguida la exactitud de sus
sospechas. Uno tras otro fue contando £ los náufragos.
Decididamente, Jack Lindsay no se encontraba entre ellos.
Alice guardó silencio acerca de aquella ausencia que la atormentaba. Preocupados por otros
cuidados, no apercibiéronse los demás náufragos de la tan inexplicable desaparición.
En el transcurso de aquel día procedióse a la descarga de la Santa María. Poco a poco las
cajas de bizcochos y de conservas se alinearon sobre la playa donde fueron dispuestas en una
especie de trinchera. Había, en efecto, resuelto el capitán Pip que se aguardase allí el regreso de
Roberto Morgand. Si admitía que fuera posible llevar consigo víveres bastantes para el recorrido, no
había, por el contrario, encontrado ninguna solución para el problema del agua; y esta insuperable
dificultad había dictado su resolución.
Si al cabo del tiempo fijado por el mismo Roberto no se hallaba éste de regreso, entonces
habría que adoptar un partido enérgico. Hasta entonces las cajas de víveres y los toneles llenos de
agua o de alcohol constituirían una muralla, apoyada en el mar por sus dos extremidades, y a cuyo
abrigo una tropa tan numerosa no tendría que temer una sorpresa. Todo el día se pasó en aquellos
transbordos y aquellos preparativos.
La inclinación de la Santa María complicaba mucho el trabajo y duplicaba la fatiga de los
trabajadores. El sol se ocultó cuando la última tienda de campaña se elevó en medio de una trinchera
sin solución de continuidad.
Comprobada la seguridad de la noche pasada, el capitán Pip ordenó que tan sólo dos hombres
montaran guardia durante la noche, relevándose cada hora. El mismo inició la primera en compañía
de su fiel Artimón.
Una hora después era reemplazado por el segundo, quien, a su vez, sería reemplazado una hora
más tarde por el contramaestre.
Antes de retirarse al abrigo de la muralla de cajas, el capitán echó en torno una última mirada.
Nada insólito aparecía; el desierto se hallaba tranquilo y silencioso, y Artimón no manifestaba, por
añadidura, ninguna inquietud.
Después de recomendar a su segundo la mayor vigilancia, el capitán penetró en la tienda, donde
reposaban ya muchos pasajeros, y, dominado por la fatiga, se durmió en el acto.
Hacía aproximadamente unas tres horas que el capitán dormía cuando fue despertado por su
perro que se le había abalanzado encima mientras lanzaba agudos ladridos, como queriendo avisar a
su amo de un inminente peligro. De un salto el capitán Pip se puso en pie y se dispuso a seguir a
Artimón fuera de la tienda, pero no tuvo tiempo.
El capitán sintió como le empujaban por la espalda, y al caer vio a sus compañeros, capturados
por una banda de moros, cuyos albornoces les hacían asemejarse a una invasión de fantasmas.

Julio Verne
 Agencia Thompson y Cia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora