CAPÍTULO XV CARA A CARA

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Palidecia la estrella de Thompson? Era indudable que las cosas se ponían mal a bordo del
Seamew. La hidra de la revolución alzaba audazmente la cabeza.
El 30 de mayo, como la víspera, los pasajeros habían desembarcado por la mañana. Lo mismo
que la víspera, la mesa redonda del Hotel de Inglaterra les había reunido, y, como la víspera, habían
empleado el día en recorrer Funchal y sus cercanías.
Pero por la tarde, al volver a bordo, el pensar que tenían que repetir durante cuatro días más lo
mismo que habían hecho los dos primeros, comenzó a descorazonarles de tal suerte, que el día 31 la
mitad se negaron a salir del buque.
Thompson, ciego y sordo de conveniencia, no pareció advertir el general descontento. Sin
dificultad aceptó aquellas defecciones económicas, y con radiante fisonomía desembarcó a la cabeza
de su reducida falange para ir a presidir la mesa del almuerzo.
Fuéle, empero, preciso abrir los ojos y los oídos.
Durante aquella fastidiosa jornada pasada a bordo, un complot se había urdido entre los
recalcitrantes, y cuando el administrador general volvió al buque no pudo menos de conocer que
cierta efervescencia agitaba a los turistas, ordinariamente pacíficos, confiados a sus cuidados. Era
indudable que se preparaba una tormenta.
Estalló en la mañana del 1.º de junio, cuando al mal humor de los que se habían empeñado en no
dejar el Seamew, vino a añadirse el de los demás. Furiosos también éstos por aquellas diez horas
pasadas estúpidamente por tercera vez en errar a través de las calles de Funchal, y muy decididos a
no comenzar de nuevo aquella ridícula broma.
Al llegar el día 1.º de junio el momento de la partida, viose Thompson solo en el portalón. No
del todo, sin embargo. Un compañero le quedaba, bajo envoltura de Van Piperboom, de Rotterdam,
cuyo oído continuaba cerrado, y por ende, indiferente a todas las excitaciones exteriores.
La propaganda revolucionaria no producía efecto sobre él; era una presa que se le escapaba.
Persistía en adherirse a los pasos del único compañero cuyo carácter oficial conocía, y Thompson
venía a ser el cornac de aquel elefante de los pasajeros.
Durante aquellos tres días no le había dejado a sol ni a sombra. Dondequiera que iba
Thompson, allí le había seguido Piperboom. Y aun en aquel momento él estaba allí, único seguidor
del jefe abandonado por sus soldados.
Viendo «su séquito» reducido a una sola unidad, Thompson, a despecho de su ordinario aplomo,
permaneció perplejo en el momento de dejar el buque. ¿Qué debía hacer? Creyó oír a Saunders y a
Hamilton, que le contestaban: «El programa, caballero, el programa»; y obedeciendo a las supuestas
órdenes de aquellos terribles contradictores, bajó el primer tramo de la escala, cuando violentos
rumores estallaron entre los pasajeros reunidos en el spardek.
Indeciso de nuevo, Thompson se detuvo. En un instante veinte semblantes irritados le rodearon.
Uno de los pasajeros se hizo el portavoz de los demás.
Así, pues, caballero -dijo, tratando de conservar su tranquilidad-, usted se marcha hoy a
Funchal.
- En efecto, señor -respondióle Thompson en tono de inocencia.
- ¿Y mañana? ¿Y pasado mañana?
- Será lo mismo.
- Pues bien, señor mío -dijo el pasajero, alzando a su pesar la voz-, yo me permito informarle
de que nosotros hallamos esto sumamente monótono.
- ¡Es posible! -exclamó Thompson con encantadora sorpresa.
- Sí, señor, monótono. No se les obliga a personas sensatas a visitar seis días seguidos una
ciudad como Funchal. Nosotros contábamos con paseos, con excursiones…
- Sin embargo, caballero -replicó Thompson-, nada de eso promete el programa.
El pasajero respiró fuertemente, como quien hace un esfuerzo para dominar su cólera.
- Es cierto -dijo-, y en vano buscamos nosotros la razón de ello. ¿Tendría usted a bien decirnos
por qué no se conduce en Madera como se condujo en las Azores?
La razón era que los precios se «civilizan» con las costumbres de los habitantes. Thompson
había temido el coste de una excursión en aquel país maleado por los ingleses. Pero, ¿podía aducir
un argumento semejante?
- Es muy sencillo -respondió, llamando en su auxilio a la más amable de las sonrisas-. La
agencia ha creído que no habría de pesarles a los pasajeros el descansar un tanto de su habitual
ajetreo, que organizarían excursiones particulares, que aquí hace tan fáciles la difusión de la lengua
inglesa; que…
- ¡Pues bien! La agencia se ha equivocado -interrumpió vivamente el orador del spardek-, y por
consiguiente…
- ¡Equivocado! -exclamó Thompson, interrumpiendo a su vez al abogado de la parte
querellante-. ¡ Equivocado! Yo me conceptúo dichoso al ver que es de un simple error de lo que se
me acusa.
Saltó entonces al puente, corriendo del uno al otro de los pasajeros.
- Porque, en fin, señores, la agencia, ustedes lo saben, nada omite para asegurar el bienestar de
sus pasajeros. La agencia no retrocede ante nada, ¡yo me atrevo a afirmarlo!
Thompson se entusiasmaba.
- ¡La agencia, señores, la agencia es la amiga de sus pasajeros, una amiga infatigable y
abnegada! Pero ¿qué digo? ¡La agencia es una madre, señores!
Thompson se enternecía. Un poco más y comenzaba a llorar.
- Felizmente, no se la acusa de haber olvidado a sabiendas cosa alguna para vuestra
satisfacción. Semejante acusación habríame trastornado. ¡Trastornado, sí, yo me atrevo a
afirmarlo…! ¡Sólo me he equivocado…! Equivocado, ya es otra cosa. Yo puedo, en efecto, haberme
equivocado. Todo el mundo puede equivocarse. Yo me excuso de ello, señores; yo me excuso por
ello. E] error no se cuenta, ¡eh, señores!
- No hay, por consiguiente, otra cosa que hacer que repararlo -dijo el pasajero con un tono frío,
dejando pasar toda aquella gárrula e inútil palabrería.
- ¿Y cómo, caballero, de qué manera? -preguntó Thompson con suma amabilidad.
- Improvisando desde mañana una excursión, en vez de detenernos dos días más en Funchal.
- ¡ Imposible! -replicó Thompson-, La agencia no ha preparado nada, no ha previsto nada. Nos
falta ya el tiempo. Una excursión exige ser maduramente estudiada con atención, organizada de
antemano. Exige grandes y numerosos preparativos…
Una carcajada general cortó la palabra a Thompson. ¡Habían sido magníficos los preparativos
hechos por la agencia para las excursiones precedentes! Pero Thompson no se aturdió, no se dejó
arrollar.
- ¡Imposible! -repitió con nueva energía.
Algo había en su voz que mostraba que respecto de aquel particular sería inconmovible. El
orador, intimidado, no insistió.
- ¡Entonces, vámonos! -gritó una voz agria entre los pasajeros.
Al oír semejante proposición, Thompson hízola suya en el acto.
- ¿Partir, señores? ¡Pero si yo no quiero otra cosa! La agencia está por entero a su servicio,
inútil es repetirlo. Veamos; vamos a someter el asunto a votación.
- ¡ Sí, sí, partamos! -gritó la unanimidad de los pasajeros.
- Se hará según su deseo -declaró Thompson-, en esta circunstancia, como siempre, ¡yo me
atrevo a afirmarlo!
Renunciando a ir a tierra, dio nuevas instrucciones al capitán Pip, mientras que Piperboom,
viendo que decididamente no se iría a Funchal aquel día, se tendió tranquilamente en una mecedora y
encendió su eterna pipa. Nada podía ser imprevisto para su soberbia indiferencia.
No era, empero, posible aparejar en el acto. Era preciso esperar la vuelta de los ocho pasajeros
que habían partido la antevíspera; vuelta que no debía tardar ya. Antes de las cinco habrían tornado a
bordo.
En el transcurso de aquel día tuvo Thompson ocasión de ejercer sus raras facultades de
diplomático. Aun cuando se hubiese firmado un tratado de paz entre los beligerantes, la paz no
residía en el fondo de los corazones.
Adversarios y partidarios de aquella partida apresuradamente votada, Thompson sólo contaba
enemigos a bordo.
A este respecto, fingía una admirable ignorancia. Nadie le dirigía la palabra; casi, casi se
apartaban de su paso. Todas aquellas pequeñeces se deslizaban sin herirle. Sonriente, como de
costumbre, atravesaba los grupos hostiles con su habitual desenvoltura.
Esto no obstante, hacia las cinco de la tarde experimentó un verdadero malestar. Saunders y
Hamilton iban a volver. ¿Qué dirían los eternos gruñones de aquel nuevo ataque al programa?
Thompson sentía frío en la medula.
Pero las cinco, las seis, las siete sonaron sin que los excursionistas estuviesen de vuelta.
Durante la comida los pasajeros hablaron acerca de aquel inexplicable retraso, y las familias
Hamilton y Blockhead comenzaron a alarmarse seriamente.
Todavía vieron aumentar su inquietud cuando la noche hubo entrado sin que ninguna nueva
llegase de los pasajeros. ¿Qué podía haberles acontecido?
- Todo, caballero, todo, y el resto -dijo confidencialmente Johnson con una voz pastosa al
clergyman Cooley, que retrocedió sofocado por el vaho del prudente borracho.
A las nueve y media decidíase Thompson a ir en busca de informes a Funchal, cuando, al fin,
una embarcación se acercó al Seamew por estribor. Sucesivamente viose llegar al puente a los
excursionistas retrasados; pero ¡ay! disminuidos en número.
¡Alegre partida; regreso triste! ¡Cuan largo les había parecido el camino de vuelta a Funchal!
En primer término, hubieron de ocuparse exclusivamente de Dolly, cuya razón parecía haber
sido arrebatada por aquella catástrofe. Durante largo tiempo habíanse multiplicado todos en torno a
ella. Tan sólo Roger, a fuerza de buenas palabras, consiguió atenuar aquella espantosa desesperación.
Cuando la lasitud hubo, por fin, dulcificado los primeros sollozos en la infortunada joven, ingenióse Roger en infundirle esperanza. Morgand era diestro y valiente; él salvaría a aquélla por
quien se había sacrificado. Durante una hora Roger repitió sin cansarse la misma seguridad, y poco a
poco una calma relativa penetró en el alma desolada de Dolly.
Ayudóla entonces a subir hasta el camino donde esperaban los caballos; después, habiéndola
colocado en la silla, permaneció a su lado repitiendo obstinadamente palabras de esperanza y de
consuelo.
Jack, sombrío y absorto en sí mismo, no había tratado de intervenir entre ellos.
No se había aprovechado de sus lazos de parentesco para reclamar aquel papel de benéfico
consolador. Hasta hubiera parecido extraña aquella indiferencia a sus compañeros, si éstos no
hubiesen tenido el espíritu demasiado herido por la repentina catástrofe para poder notar nada de lo
que en torno pasaba. Caminaba en silencio, pensando en los lamentables sucesos que acababan de
desarrollarse. Ni uno hubo que abrigara aquella esperanza que Roger trataba caritativamente de
sugerir a Dolly.
Lentamente habían seguido el camino que corre a lo largo de la pendiente oriental del «Curral
das Freias», hasta su punto de intersección con el Camino Nuevo Durante todo aquel largo trayecto
no habían cesado de hundir sus miradas en la bullente agua, cuya cólera parecía irse ya apaciguando.
Al caer la tarde alcanzaron el Camino Nuevo, que les alejó con rapidez del torrente en el que dos de
sus amigos habían desaparecido.
Una hora más tarde estaban en Funchal, y una barca les transportaba al Seamew, donde
Thompson les esperaba con una impaciencia no desprovista de angustia.
Thompson sacó de aquella angustia el valor de la desesperación. Más valía acabar de un golpe.
Habíase, pues, precipitado ante los retrasados. Precisamente fue el baronet el primero que
asomó en el portalón; pero los gruñidos que se dejaban percibir detrás de él denunciaban la
proximidad del terrible Saunders. Thompson tenía frente a sí a uno de sus enemigos; el otro no estaba
lejos.
- ¿Cómo llegan tan tarde, señores? -exclamó, llamando en su ayuda a la más seductora sonrisa,
sin reflexionar en que la oscuridad neutralizaba y hacía nulo su efecto-. Comenzábamos todos a
experimentar muy grande inquietud.
En el estado de sus relaciones con el administrador general, aquella expresión de inquietud
debía sorprender a Hamilton y a Saunders; pero, preocupados éstos de otra cosa muy distinta,
escuchaban a Thompson sin comprender, mientras los demás excursionistas llegaban a su vez sobre
cubierta y se colocaban allí en semicírculo inmóviles y silenciosos.
- Os esperábamos nosotros con tanta mayor impaciencia -prosiguió Thompson con volubilidad-,
cuanto que en vuestra ausencia estos caballeros y estas señoras me han pedido, han exigido de mí
(¡yo me atrevo a afirmarlo!) una pequeña modificación al programa.
Tembloroso y anhelante había Thompson pronunciado sus últimas palabras. No recibiendo
respuesta, se enardeció, adquirió bríos
- ¡ No gran cosa, en verdad! Esos caballeros y esas damas encuentran un poco larga la estancia
en Funchal y desearían abreviarla, partiendo esta misma noche. Yo supongo que no tendrán ustedes
objeciones que presentar contra esta modificación que nos hace ganar dos días sobre los tres que
llevamos de retraso.
Siempre la misma respuesta: el silencio. Sorprendido Thompson por lo fácilmente que había
logrado el éxito, contempló con mayor atención a sus mudos oyentes. Lo extraño de su actitud le hirió
súbitamente. Dolly lloraba, apoyada en el hombro de Roger. Sus cuatro compañeros esperaban
gravemente que el charlatán de Thompson les permitiera decir una palabra, que debía ser grave, a juzgar por la expresión de sus rostros.
Con una mirada recorrió Thompson el grupo de excursionistas y advirtió dos vacíos.
- ¿Les ha acontecido algo a ustedes? -preguntó con la voz súbitamente temblorosa.
Como provocado por un misterioso presagio, un gran silencio se hizo entre los pasajeros, que se
agruparon febrilmente en torno de Thompson.
- ¿Mrs. Lindsay? -insistió éste-. ¿Mr. Morgand…?
Saunders, con un gesto desolado, comentó un sordo sollozo de Dolly. Después, por fin, Jack
Lindsay, adelantándose un poco a sus compañeros, iba a tomar la palabra, cuando de súbito
retrocedió palideciendo y con el brazo extendido.
El interés de la escena había monopolizado la atención general. Nadie se había preocupado de
lo que pudiera pasar al otro lado del buque. Al movimiento hecho por Jack, todas las miradas se
dirigieron hacia el punto que éste designaba.
Entonces, a la claridad de los fanales, un grupo trágico se ofreció a la vista. La frente
ensangrentada, los vestidos chorreando y manchados de lodo, Roberto Morgand estaba allí,
sosteniendo a Alice Lindsay, desfallecida, pero alzando, no obstante, enérgicamente su rostro de una
palidez cadavérica.
Ella fue quien cuidó de contestar a la pregunta de Thompson.
- Henos aquí -dijo sencillamente, fijando sus ojos ardorosos de fiebre sobre su cuñado que
retrocedió, más pálido aún que ella misma.
- Henos aquí -respondió Roberto con voz que sonaba como una acusación, una amenaza, un reto.

Julio Verne
 Agencia Thompson y Cia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora