CAPÍTULO | AGUANTANDO EL CHAPARRÓN

35 3 1
                                    

Dejando vagar su mirada por los brumosos horizontes del ensueño, Roberto Morgand hacía más
de cinco minutos que permanecía inmóvil frente a aquella larga pared completamente cubierta de
anuncios y carteles, en una de las más tristes calles de Londres.
Llovía torrencialmente. El agua subía desde el arroyo e invadía la acera, minando la base del
abstraído personaje cuya cabeza se hallaba asimismo gravemente amenazada.
La mano de éste, debido a su ensimismamiento, había dejado que el protector paraguas se
deslizara con suavidad, y el agua de la lluvia caía directamente del sombrero al traje, convertido en
esponja, antes de ir a confundirse con la que corría tumultuosamente por el arroyo.
No se daba cuenta Roberto Morgand de esta irregular disposición de las cosas, si tenía
consciencia de la ducha helada que caía sobre sus hombros. En vano sus miradas se fijaban en las
botas; tan grande era su preocupación, que no notaba cómo lentamente se transformaban en dos
pequeños arrecifes, en los que rompían los húmedos embates del arroyo.
Toda su atención hallábase monopolizada por el misterioso trabajo a que entregábase su mano
izquierda; sumergida en un bolsillo del pantalón, aquella mano agitada, sopesaba, dejaba y volvía a
coger algunas monedas, que totalizaban un valor de 33 francos con 45 céntimos, tal como había
podido asegurarse después de haberlas contado repetidas veces.
De nacionalidad francesa, habiendo ido a parar seis meses antes a Londres, después de penosa y
súbita perturbación de su existencia, Roberto Morgand había perdido aquella misma mañana la plaza
de preceptor que le permitiera subsistir hasta entonces. Después de haber comprobado de una manera
harto rápida el estado de su economía, había salido de su domicilio, caminando sin rumbo, cruzando
plazas y calles en busca de una idea, de un objetivo y así continuó hasta el instante en que le vemos
detenido inconscientemente en aquel lugar.
Ante él surgía el terrible problema: ¿qué hacer, solo, sin amigos, en aquella vasta ciudad de
Londres, con 33 francos y 45 céntimos por todo capital?
Tan difícil era el problema que aún no le había hallado solución. Y, no obstante, no parecía
Roberto Morgand un hombre dispuesto a dejarse descorazonar fácilmente.
De tez blanca, su frente era despejada; sus largos y retorcidos bigotes separaban de una boca de
afectuosa expresión una nariz enérgica modelada en suave curvatura; sus ojos, de un azul oscuro,
denotaban una mirada bondadosa que sólo conocía un camino, el más corto.
El resto de su persona no desmentía de la nobleza de su rostro: anchas y elegantes espaldas,
pecho robusto, miembros musculosos, extremidades finas y cuidadas, todo denunciaba al atleta hecho
a la práctica de los deportes.
Al verle, no podía menos de exclamarse: «He ahí un bravo muchacho.»
Roberto había demostrado que no se dejaba desazonar por el brutal choque con el destino, pero
el mejor y más firme caballero tiene el derecho de perder por un momento los estribos. Roberto,
sirviéndonos de estos términos de equitación, había perdido los estribos y vacilado en la silla, y procuraba volver a recobrar aquéllos y afirmarse en ésta, incierto acerca del partido que hubiera de
adoptar.
Habiéndose planteado por centésima vez el problema, levantó la vista al cielo, como si en él
quisiera hallar la solución. Sólo entonces se apercibió de la lluvia torrencial, y descubrió que sus
obsesionantes pensamientos le habían inmovilizado en medio de un charco de agua frente a aquella
negra pared cubierta de carteles multicolores.
Uno de estos carteles, de tintas discretas, parecía reclamar especialmente su atención.
Maquinalmente púsose Roberto a recorrer con la vista aquel cartel, y una vez terminada su
lectura, volvió a leerlo nuevamente, y hasta lo releyó por tercera vez, sin que a pesar de ello hubiera
conseguido hacerse una clara idea de su contenido.
Sin embargo, una nueva lectura le produjo un sobresalto; una breve línea impresa al pie de la
hoja despertó su interés.
He aquí lo que decía aquel cartel:
AGENCIA BAKER amp; C.°, LIMITED
69 - Newgate Street - 69
LONDRES
GRANDIOSA EXCURSIÓN
a los
TRES ARCHIPIÉLAGOS
AZORES- MADERA -CANARIAS
con el magnífico yate a vapor The Traveller
DE 2.500 TONELADAS Y 3.000 CABALLOS
Salida de Londres: el 10 de mayo, a las siete de la tarde
Regreso a Londres: el 14 de junio a mediodía
Los señores viajeros no tendrán que hacer ningún gasto
aparte del precio estipulado
GUÍAS Y CARRUAJES PARA EXCURSIONES
Estancia en tierra en hoteles de primera categoría
Precio del viaje comprendidos todos los gastos:
78 libras esterlinas
Para toda clase de informaciones dirigirse a las oficinas de la Agencia
Se desea un cicerone-intérprete
Roberto se acercó al cartel y aseguróse de haber leído correctamente. En efecto, sí, se buscaba,
se requería un cicerone-intérprete.
En el acto y en su fuero interno resolvió que él seria aquel intérprete…, por supuesto, si la
Agencia Baker and C.° le aceptaba.
¿No podía acontecer que su figura no pareciera a propósito…? Aparte de que la plaza podía
estar ya ocupada.
No era inverosímil que ocurriera lo primero y en cuanto a lo segundo, el aspecto del cartel
indicaba haber sido colocado aquella misma mañana, o, todo lo más, la víspera por la tarde. No
había, pues, que perder tiempo. Un mes de tranquilidad, dándole la seguridad de hallar de nuevo su
perdida moral; la perspectiva de ahorrar una buena cantidad -porque no dudaba que a bordo le
mantendrían gratuitamente-, y, a mayor abundamiento, en agradable e interesante viaje, todo ello constituía algo que un capitalista como Roberto no podía despreciar.
Encaminóse, por tanto, hacia Newgate Street. Eran las once en punto cuando abrió la puerta del
número 69.
El vestíbulo y los pasillos que recorrió precedido de un empleado, le produjeron una impresión
favorable.
Tapices visiblemente desteñidos, colgaduras presentables, pero que habían perdido su
frescura… Agencia seria, con toda seguridad; empresa que no había nacido la víspera.
Roberto fue introducido en un confortable despacho, en el que, tras una amplia mesa, un
caballero se levantó para recibirle.
- ¿Mr. Baker? -preguntó Roberto.
- Mr. Baker se halla ausente, yo le sustituyo -respondió el caballero, al mismo tiempo que
invitaba a Roberto a que tomara asiento.
- Caballero -dijo éste-, por el cartel en que anuncian su excursión he sabido que ustedes tienen
necesidad de un intérprete; y he venido a solicitar esa plaza.
El subdirector examinó con atención a su visitante.
- ¿Qué idiomas domina usted? -le preguntó, tras un instante de silencio.
- El francés, el inglés, el español y el portugués.
- ¿Y., bien?
- Soy francés; por lo que hace al inglés… puede juzgar usted mismo… Lo mismo hablo el
español y el portugués.
- Muy bien; pero, como es lógico, es preciso además hallarse muy bien informado acerca de los
países que abarca nuestro itinerario. El intérprete debe al propio tiempo ser un cicerone.
Roberto vaciló un segundo.
- Así lo comprendo -respondió.
- Pasemos a la cuestión de honorarios -continuó el subdirector-. Nosotros ofrecemos en total
trescientos francos por el viaje; manutención, alojamiento y gastos pagados.
- Perfectamente -declaró Roberto.
- En ese caso, si puede usted ofrecernos algunas referencias…
- Señor, sólo llevo muy poco tiempo en Londres. No obstante, he aquí una carta de Lord Murphy
que les instruirá acerca de mí y les explicará a la vez la causa de hallarme sin empleo -respondió
Roberto, al mismo tiempo que alargaba a su interlocutor la carta que había recibido aquella misma
mañana.
La lectura fue detenida. Hombre eminentemente puntual y serio, el subdirector pesó una tras otra
cada una de las frases, cada una de las palabras, como para extraerles todo el jugo. Sin embargo, la
respuesta fue clara y terminante.
- ¿Cuál es su domicilio?
- Cannon Street, 25.
- Hablaré de usted a Mr. Baker -concluyó diciendo el subdirector, tomando nota de las señas-.
Si los informes que voy a tomar concuerdan con lo expuesto por usted, puede considerarse ya como
perteneciente a la agencia.
- ¿Entonces, señor, estamos de acuerdo? -insistió Roberto, satisfecho.
- De acuerdo -respondió el inglés, levantándose.
En vano intentó Roberto proferir algunas frases de agradecimiento. Apenas pudo bosquejar un
saludo de despedida, cuando viose ya en la calle aturdido y lleno de sorpresa ante lo fácil y
repentino de su buena fortuna.

Julio Verne
 Agencia Thompson y Cia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora