CAPÍTULO III EN LA BRUMA

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Afortunadamente, amaneció el 10 de mayo sin que los temores de Roberto se confirmaran.
Roberto embarcó de buena mañana para hallarse temprano en su puesto; pero, una vez a bordo,
comprendió que se había excedido en su celo profesional. Ningún viajero habíase presentado aún.
Habiendo dejado su reducido equipaje en el camarote que se le había asignado, el 17, se
dispuso a recorrer la nave.
Un hombre cubierto con una gorra galonada, el capitán Pip indudablemente, se paseaba de
estribor a babor sobre el puente, mordiendo a la vez su bigote gris y un cigarro. Pequeño de estatura,
las piernas torcidas, el aspecto rudo y simpático, era un acabado modelo del lupus maritimus, o,
cuando menos, de una de las numerosas variedades de esta especie de la fauna humana.
En el puente dos marineros preparaban las jarcias para cuando fuera menester aparejar.
Terminado este trabajo, descendió el capitán del puente y desapareció en su camarote. Pronto le
imitó el segundo de a bordo, en tanto que la tripulación se deslizaba por la escotilla de proa. Sólo un
teniente, el que había acogido a Roberto a su llegada, permaneció cerca del portalón. El silencio más
absoluto reinaba a bordo del desierto navío.
Roberto, continuando su recorrido, observó la disposición de los diversos compartimentos del
buque; en la proa la tripulación y la cocina, y debajo una cala para anclas, cadenas y cuerdas
diversas; en el centro, las máquinas, hallándose la popa reservada para los pasajeros.
En el entrepuente, entre las máquinas y el coronamiento, se hallaban los camarotes en número de
setenta, uno de ellos destinado a Roberto.
Debajo de los camarotes se encontraba la despensa. Encima, entre el puente propiamente dicho
y el falso puente superior, llamado spardek, el salón-comedor, muy amplío y decorado con gran lujo.
Una gran mesa, atravesada por el palo de mesana, lo ocupaba casi por completo.
Este salón recibía la luz por numerosas ventanas que daban al corredor que lo rodeaba, y
terminaba en un pasillo, al que venían a parar las escaleras de los camarotes. La rama transversal de
ese pasillo, en forma de cruz, daba de una a otra parte al corredor exterior. En cuanto a la rama
longitudinal, antes de llegar al puente separaba varias estancias, teniendo a estribor el vasto
camarote del capitán y a babor los más reducidos del segundo y del teniente. Una vez terminada su
inspección, subió Roberto a cubierta en el momento que en un lejano reloj daban las cinco.
El aspecto del tiempo habíase modificado radicalmente. Una bruma amenazadora, aunque
todavía ligera, oscurecía la atmósfera. Sobre el muelle los perfiles de las casas empezaban a
difuminarse; los gestos y actitudes de la multitud de cargadores y operarios eran vagos e indecisos, y
en el navío mismo los dos mástiles iban a perderse en inciertas alturas.
El silencio continuaba imperando en el buque; tan sólo la chimenea, lanzando un humo espeso y
negro, daba indicios del trabajo que se realizaba en el interior.
Cansado de pasear por la cubierta, Roberto se sentó en un banco, en la parte anterior del
spardek, y esperó. Al poco tiempo llegó Thompson a bordo. Dirigió una amistosa señal de bienvenida a Roberto y comenzó a dar grandes pasos, lanzando continuamente inquietas miradas al
cielo.
En efecto, la bruma se espesaba cada vez más, hasta el punto de hacer dudosa la partida. A la
sazón no se descubrían ya los tinglados de los muelles. Por el lado del agua, los mástiles de los
buques más próximos trazaban sobre la niebla líneas indecisas, y las aguas del Támesis se deslizaban
silenciosas e invisibles, veladas por grisáceos vapores. El ambiente iba impregnándose de humedad.
Pronto advirtió Roberto que estaba mojado, a tal extremo que se proveyó de un impermeable y
continuó en su puesto de observación.
Hacia las seis, cuatro camareros hicieron su aparición, saliendo cual vagas formas del pasillo
central; detuviéronse delante de la cámara del segundo y aguardaron la llegada de todos aquellos a
quienes debían atender.
A las seis y media se presentó el primer inscrito. Así al menos lo creyó Roberto al ver a
Thompson lanzarse y desaparecer, súbitamente escamoteado por la niebla. Agitáronse en seguida los
camarotes. Alzóse un ruido de voces, y algunas formas vagas pasaron al pie del spardek.
Como si aquello hubiera sido una señal, empezaron a llegar numerosos pasajeros, y Thompson
realizó continuos viajes desde el portalón a los pasillos de los camarotes. No era fácil distinguir a
los recién llegados. ¿Eran hombres, mujeres, niños? Pasaban, desaparecían, semejando inciertos
fantasmas cuyas fisonomías no podía Roberto descubrir.
Pero ¿debería él mismo hallarse al lado de Thompson en aquellos momentos, prestarle su ayuda
y dar, desde ese momento, principio a su misión de intérprete? No se encontraba con valor suficiente
para ello. Súbitamente habíale invadido una indefinible tristeza y un profundo malestar. No se habría
podido decir cuál era la causa. Sin duda era aquella bruma densa y fría que le atenazaba. Y
continuaba inmóvil, perdido en su soledad, al paso que desde el puente, desde los muelles, desde
toda la ciudad llegaba hasta él, como en un ensueño, el incesante movimiento, la agitación continua
de la vida universal, de la vida de seres invisibles, con los cuales no tenía entonces, ni tendría jamás,
nada de común.
El buque, no obstante, había despertado. Las luces del salón irradiaban en la niebla. El puente
se llenaba de ruido. Algunas personas preguntaban por su camarote, y no se las veía; apenas si
lograban distinguirse los marineros que cruzaban de un lado a otro.
A las siete alguien pidió gritando un grog. Instantes después, y en un momento de silencio, se
oyó claramente en el spardek una voz seca y altiva:
- ¡Creo, no obstante, haberos rogado que me prestaseis atención!
Roberto se inclinó. Una sombra larga y estrecha, y en pos de ella otras dos, apenas visibles, dos
mujeres tal vez.
En aquel momento se hizo un claro en la bruma. Roberto no pudo con toda certeza reconocer a
tres mujeres y un hombre, avanzando rápidos, con la escolta de Thompson y cuatro marineros
cargados de bultos y equipajes.
Pronto fueron absorbidos otra vez por la bruma.
La mitad del cuerpo fuera de la barandilla, Roberto permanecía con los ojos muy abiertos y
fijos en aquella sombra. ¡ Nadie, ni una sola de aquellas personas para la que él fuera y significara
alguna cosa!
Y mañana, ¿qué sería él para todas aquellas gentes? Una especie de factótum; uno de tantos que
ajusta y estipula el precio con el cochero y no paga el carruaje; uno que retiene la habitación y no la
ocupa; uno que discute con el dueño del hotel y entabla reclamaciones por las comidas de otros.
En aquellos momentos lamentó amargamente su decisión, mientras le invadía nuevamente una gran pesadumbre.
Se avecinaba la noche, oscureciendo aún más el ambiente ya de por sí oscuro debido a la
niebla. Las luces de posición de los buques anclados permanecían invisibles; invisibles también las
luces del puerto de Londres.
De repente se oyó en la sombra una voz:
- ¡Abel!
Una segunda llamó a su vez, y otras dos repitieron sucesivamente:
- ¡Abel…! ¡Abel…! ¡Abel!
Siguió un murmullo. Las cuatro voces se unieron en exclamaciones de angustia, en gritos de
ansiedad.
Un hombre grueso pasó corriendo, rozando a Roberto. El hombre gritaba siempre;
- ¡Abel…! ¡Abel!
Y el tono desolado era al propio tiempo tan cómico que Roberto no pudo contener una sonrisa.
Por lo demás todo llegó a calmarse. Un grito de muchacho, dos sollozos convulsivos y la voz
del hombre gordo, que gritó:
- ¡Helo aquí, helo aquí…!; ya lo tengo…
Comenzó de nuevo, aunque atenuado, el ir y venir confuso y general; la ola de viajeros comienza
a calmarse… Ya cesa del todo. El último, Thompson, apareció un momento a la luz del pasillo para
desaparecer en el acto tras la puerta del salón. Roberto continuaba en su puesto; nadie le buscaba,
nadie preguntaba por él, nadie se ocupaba de él.
A las siete y media los marineros subieron a las primeras escalas de la gavia en el palo mayor;
se habían fijado ya las luces de posición, verde a estribor y rojo a babor. Todo se hallaba listo para
la partida, si la bruma al persistir no la hacía del todo imposible.
Afortunadamente, a las ocho menos diez minutos una fuerte brisa sopló en cortas ráfagas. La
niebla se condensó; una lluvia fina y helada disolvió la bruma; en un instante la atmósfera se volvió
diáfana; surgieron las luces de posición, tenues, pero visibles.
No tardó en subir al puente el capitán Pip. Su voz potente se destacó en la noche silenciosa:
- ¡Todo el mundo a sus puestos! ¡Preparados para la maniobra!
Se oyó el característico ruido de muchos pies agitándose rápidamente. Los marineros corrían
hacia sus puestos. Dos de ellos fueron a colocarse casi debajo de Roberto, prontos a largar, a la
primera señal, una amarra que allí estaba sujeta. Nuevamente resonó la voz del capitán:
- ¿Lista la máquina?
Una sacudida hizo retemblar la nave, la hélice entró en movimiento; luego llegó una respuesta,
respuesta sorda, lejana:
- ¡Dispuesta!
- ¡Larguen estribor de proa! -gritó nuevamente el capitán.
- ¡Larguen estribor de proa! -repitió, invisible, el segundo, en su puesto en las serviolas.
Una cuerda batió el agua con gran ruido. El capitán gritó:
- ¡Atrás, una vuelta!
- ¡Atrás, una vuelta! -se contestó desde las máquinas.
- ¡Larguen estribor a popa…! ¡Avante!
La nave experimentó una sacudida. La máquina aumentó sus revoluciones.
Pero pronto se detuvo, y el bote rozó las bordas después de haber largado los cabos de las
amarras que quedaban en tierra.
En seguida se reanudó la marcha.
¡Icen el bote! -ordenó el segundo.
Un ruido confuso de poleas se extendió por el puente al mismo tiempo que los ecos de una
canción, con la cual armonizaban sus esfuerzos los marineros:
Il a deux fi-ill’; rien n’est plus beau!
Goth by falloe! Goth boy falloe!
Il a deux fi-ill’; rien n’est plus beau!
Hurra! pour Mexico-o-o-o!
- ¡Un poco más de prisa! -dijo el capitán.
Pronto se pasaron los últimos buques anclados en la ribera. El camino estaba ya libre.
- ¡Avante, a toda presión! -gritó el capitán.
- ¡Avante, a toda presión! -repitió el eco de las profundidades.
La hélice batió el agua turbulentamente; el buque se deslizó dejando atrás una estela de ondas
espumosas; se había iniciado la travesía.
Roberto apoyó entonces la cabeza sobre su brazo extendido. La lluvia continuaba cayendo, pero
él no le prestaba atención perdido en los recuerdos que acudían a su mente.
Revivía todo el pasado. Su madre, apenas entrevista; el colegio donde tan dichoso fuera; su
padre, tan bondadoso. Después, la catástrofe que tan hondamente había perturbado su existencia…
¿Quién hubiera podido vaticinarle en otro tiempo, que un día se vería solo, sin recursos, sin amigos,
transformado en intérprete, saliendo para un viaje cuyos resultados tal vez presagiaba aquella
lúgubre partida en medio de la bruma, bajo aquella lluvia helada?
Un gran tumulto le hizo volver en sí y erguirse rápidamente. Se oían gritos, voces, juramentos…
Resonaron recias pisadas sobre el puente…; luego se oyó un desagradable frotamiento de hierro
contra hierro… y una masa enorme apareció a babor para perderse velozmente en la noche.
Por las ventanas asomaron caras asustadas; los pasajeros aterrados invadieron el puente; pero la
voz del capitán se alzó tranquilizadora. Aquello había sido un simple incidente; no había ocurrido
nada.
«Por esta vez», díjose Roberto, subiendo de nuevo al spardek, mientras el puente volvía a
quedarse desierto.
El tiempo se modificó nuevamente. Cesó la lluvia; disipóse la niebla; surgieron las
constelaciones del firmamento e incluso llegaron a hacerse perceptibles las bajas orillas del río.
Roberto consultó su reloj. Eran las nueve y cuarto.
Hacía tiempo que se habían perdido en la lontananza las luces de Greenwich; por babor, todavía
eran visibles las de Woolwich, en el horizonte asomaban las de Stonemess, que pronto fueron
dejadas atrás, cediendo el puesto al faro de Broadness. A las diez se pasó frente al faro de
Tilburness, y veinte minutos después se dobló la punta Coalhouse.
Roberto se percató entonces de que no estaba solo en el spardek; a pesar de la oscuridad se
distinguía el pequeño resplandor de un cigarrillo a unos diez pasos de él. Indiferente, continuó su
paseo, y luego maquinalmente se acercó a la claraboya iluminada del gran salón.
Todo ruido habíase extinguido en el interior. Los viajeros habían marchado en busca de sus
respectivos camarotes. El gran salón estaba vacío.
Tan sólo una pasajera, medio acostada sobre un diván, leía atentamente. Roberto pudo
examinarla a su sabor a través de la claraboya; observó sus rasgos delicados, sus blondos cabellos,
sus ojos negros. Era fina, delgada y esbelta, el pie menudo salía de una falda elegante. Con razón, pues, juzgó encantadora a aquella pasajera, y durante algunos instantes no cesó de contemplarla
absorto.
Pero el pasajero que fumaba en el spardek hizo un movimiento, tosió, pisó con fuerza. Roberto,
avergonzado de su indiscreción, se alejó de la claraboya.
Continuaban desfilando las luces. A lo lejos oscilaban en la sombra los faros del Nove y del
Great-Nove, centinelas perdidos del océano.
Roberto decidió retirarse a descansar. Descendió por la escalera de los camarotes y se encontró
en los pasillos; caminaba maquinalmente absorto en sus últimas impresiones.
¿En qué soñaba? ¿Proseguía el triste y desconsolador monólogo de poco antes? ¿No pensaba
más bien en el gracioso cuadro que acababa de admirar? ¡Pasan, con frecuencia, tan de prisa las
tristezas de un hombre de veintiocho años!
Cuando puso la mano sobre la puerta de su camarote, volvió a la realidad. Entonces pudo
advertir que no estaba solo.
Otras dos puertas se abrían al mismo tiempo. En el camarote vecino del suyo entraba una mujer,
y un pasajero en el siguiente. Los dos viajeros cambiaron un saludo familiar; volvióse después la
vecina de Roberto, lanzándole una rápida mirada curiosa, y antes de que hubiera desaparecido
reconoció Roberto a la agraciada joven del gran salón.
A su vez empujó la puerta.
Al cerrarla, el barco se alzó gimiendo, cayendo después en un lago de espuma, y al tiempo de
llegar la primera ola silbó en el puente al primer aliento del mar.

Julio Verne
 Agencia Thompson y Cia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora