El concierto

67 15 7
                                    


Estaba tan cerca del escenario que me sentía diminuto, ínfimo. Prácticamente, tenía que mirarlo en vertical. Ahí estaba él, balanceando su pelo ensortijado sobre el entarimado. Explicando que debía hacer esa presentación porque era la forma correcta de decir adiós a sus seguidores. Y yo, uno de ellos, estaba en primera fila atestiguándolo. El estruendo era ensordecedor.

Repentinamente el escenario mutó su cara. Ya no era aquel estadio monumental. ¡Neta, no mames güey! ahora sus rizos se paseaban por la cocina de mi casa y su público éramos mi familia y yo. Quién sabe de dónde carajos provenía la música, si no había ningún músico acompañándole, pero sonaba con una nitidez y una fidelidad poca madre.

Mis familiares estaban (no recuerdo exactamente quiénes), cada uno en un asiento, contemplándolo atacar el micro. Yo, que había estado parado observando desde la entrada de la cocina, me acerqué contagiado por el sonido. A un metro de distancia de él, le acompañe tocando mi "guitarra de aire". Mi cuerpo vibraba, como las cuerdas de mi instrumento imaginario, con cada nota, con cada riff rasposo, de esos que tanto me gustan. Rasgaba mi guitarra y me torcía al son del rock. Noté que en la esquina del "escenario" estaba mi primo Diego hipnotizado; una total y absoluta estatua impresionada por lo que estaba aconteciendo en mi cocina. Me atacó la idea de acercarme para rockear, para compartir con él ese momento tan chingón, pero me detuvo el respeto. Sería una pendejada atravesarme y estorbar al maestro.

Entonces, al término de la rola, él pidió un recipiente. Presto, me puse a buscar como loco lo que pedía. Abrí la estantería y no sabía muy bien que tomar: una copa, un vaso...hasta que hallé un copón de esos enormes, redondos, en los que suelen servir cerveza en los bares. Pero mi madre, muy solícita como siempre, me ganó el encargo. Le dio uno exactamente igual al que yo había agarrado, a excepción del color; el mío era transparente, el que mi madre le ofreció en un tono rosado. ¿Para qué lo quería? No podría precisarlo.

Y de buenas a primeras él se despedía. Alguien, no sé quién chingados, le obsequio un cuadro. Él agradeció con una sonrisa que no le cabía en la cara. Yo, lo único que pude ofrecerle fue mi voz entrecortada y una mirada lacrimógena expresándole toda la admiración que por él sentía. Me echó una mirada amigable, conmovida, y me dijo en ese tono tan fregón: "vos tenés un cabesho bastante maleable, se presta para hacer diferentes cortes de pelo. Mis rizos son demasiado cerrados y, por más que hubiese querido, no podría haber cambiado mi estilo ¿viste?" Yo, sólo atiné a sonreír.

Ibas a decir algo de trascendencia, estoy seguro, pero, ¡mierda!, el maldito despertador te tapó la boca, obstruyó mis oídos y abrió mis ojos. Terminó la conexión. Quizá un día de estos nos volvamos a ver y, entonces sí, escucharé atento lo que sea que vayas a decirme. Mientras tanto me quedo aquí, escuchando tu música. Pensando sí tu visita tiene alguna razón de ser o fue fortuita; en lo azarosa, caprichosa que es la mente, pensando si los sueños son deseos, mensajes, advertencias o sólo eso...sueños, pensando... después de todo ¿quién puede presumir que Gustavo Cerati estuvo cantando en su cocina?

Historias e histerias (en retazos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora