16. Largos años de paz [Prt. II]

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Cargada de desilusión, tuvo mente apenas para repasar las palabras que retumbaban en sus oídos. Fue como si le hubiesen anulado todas las ganas de pelear por lo que era suyo, ya ni prestaba atención a su exterior. Estaba perdida, contando la frase que paseaba por su mente, las letras que las conformaban y el número de veces que resonó hasta llegar a su recámara.

En su cuarto, custodiado esta vez por los guardias de su padre, se tumbó bocarriba en la cama y empezó a llorar desconsolada, aferrándose a su cabello, queriéndoselo arrancar.

Quería ser reina pero también quería conservar a Asturian, y el hecho que su padre le buscara remplazo le era inconcebible. Lo quería todo y a la vez nada, no tenía deseos de seguir rabiando con su mente que le ordenaba estar con Drek, ni quería hacer uso de su razón al considerar que las palabras duras de su padre tenían validez.

—Largos años de paz no traen lo que en la guerra aguarda —habló alguien, haciendo que dejara de quejarse para sentarse de un tirón en su cama.

Miró alrededor, espantada pues lo oyó muy cerca de su oído.

—¿Q-quién está ahí? —balbuceó, temerosa de que por preguntar le hiciera daño.

—¿Tan pronto me olvidaste, mi reina?

La esbelta silueta de un hombre apareció al pie de la ventana, anulándole la respiración. No se dio cuenta hasta que cerró la boca y tragó fuerte, lo acelerado que estaba su corazón. Era un sujeto de cabellera rubia, bañado bajo la luz de la luna, quien le sonrió de medio lado mientras se asomaba a ver por la ventana.

Irritada, Evereth se levantó de su cama. Sabía de quién se trataba. Lo que le molestaba no era que luego de tantos años se dignara a aparecer sino que estuviera en su habitación, a tientas de que alguien los descubriera.

—¿Qué haces aquí? ¿Sabes lo que haría mi padre si te ve aquí? —siseó, disgustada, conteniendo las ganas de gritar pues no quería llamar la atención de los guardias.

El hombre dio media vuelta, sonriendo de forma serena, tratando de comunicarle paz, mientras extendía los brazos a los lados, esperando que lo abrazara.

Era imposible no perderse en su belleza, en su piel tan nívea y en sus ojos de un intenso azul cielo. Pero lo que por poco le hizo morder el labio fue su pecho, apenas cubierto con un chal de cuero pardo sin mangas, dejando a la vista sus torneados brazos y su trabajado torso.

Estando ante él lo abrazó con fuerza, llorando sin reparo, mientras que él le acariciaba la espalda y cabeza, paseando sus manos por su ébano cabello.

—No llores más, mi reina, no tienes por qué sufrir —serenó, depositándole un beso en la coronilla.

—Es tan injusto —murmuró, ahogando su lamento en el pecho del hombre.

Se quedaron un par de minutos al pie de la ventana, él consolándola con total delicadeza, ella aferrándose a sus brazos como si no quisiera que se fuera.

Estando más calmada, se separó apenas un instante para luego, restando importancia a su rostro empapado en lágrimas, levantar la mirada para enfocarlo, apoyando su barbilla en su pecho, admirando con una sonrisa leve a ese hermoso espécimen.

—¿Hace cuánto volviste? Ya va para tres años que te marchaste.

—Deberías saberlo, mi reina. ¿Quién crees que te susurraba al oído antes de dormir y después de despertar?

La princesa por un segundo frunció el ceño, para luego abrir los párpados y al final arrugar la nariz de disgusto. Molesta dejó de abrazarlo, dándole un manotazo en el pecho, empujándolo, provocando que se riera por tal berrinche.

El mensaje de los Siete [IyG II] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora