13. Un rey misericordioso

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Sabía que su fallo no sería perdonado y esperaba que no fuera tarde para que su señor considerara las circunstancias en las que se lió. Corrió a todo lo que pudo, llegando hasta las mazmorras de aquel siniestro castillo en donde le indicaron, estaba quien buscaba.

No prestó atención a la gente impactada cuando se lo topaban de frente, pues la magia rendía poco en el cuerpo que tomó prestado. Sólo entonces aceleró el paso cuando su piel se fue pudriendo, indicándole que el tiempo se le agotaba.

El eco de su armadura rebotando por las piezas que la conformaban se hacía cada vez más notorio a medida que bajaba las cripticas escaleras que llevaban a lo más profundo de aquella fortaleza. Odiaba ese lugar, no entendía cómo el soberano de aquellas tierras le gustaba la inmundicia de las mazmorras a pesar de tener todo un reino a su disposición. Contuvo el aliento a medida que fue adentrándose por los pasillos laberinticos, yendo directo al cuarto predilecto que usaba su señor para practicar magia.

Duró bastante rato caminando, percibiendo el pegajoso sudor adhiriendo sus ropas, causándole comezón en algunas zonas, asentando más el olor a pútrido de su piel que ya se estaba tornando morada. Al encontrarse solo por aquellos pasillos donde las rejas y las antorchas adornaban cada rincón, se fue quitando partes de la armadura hasta que quedó solo con una camisa y un pantalón que en algunas partes mostraban manchones marrones producto de la sangre.

Continuó hasta el último rincón arribando en una enorme mazmorra al final de un ancho pasillo donde la única luz que lo alumbraba provenía de allí. Corrió con sus últimas fuerzas, sintiendo nauseas no sólo por el olor a podredumbre, plantas y metales, sino también porque su cuerpo estaba a punto de desfallecer.

El lugar de rejas cerradas, permitía apreciar a través de ellas todo lo que la conformaba; estantes abarrotados de frascos de diversos tamaños, jaulas con animales, mesas cargadas de cacerolas, libros, pergaminos, plantas y hasta pieles, junto con órganos y miembros amputados, incluyendo humanos y de otras razas. El suelo era el mausoleo de todos los papeles, plantas y frutas muertas e infinidad de cosas pisoteadas que no se volverían a usar.

Estando cerca ralentizó su caminata para revisar su porte; sabía que a su soberano no le gustaba que perturbaran sus momentos de paz que dedicaba para potenciar sus poderes, que le hablaran o tener a alguien cerca, hasta un aroma diferente que alterara el que emanaba aquella mazmorra lo ponía del peor genio posible. Pero era inevitable, el hedor de la piel muerta era insoportable incluso para él y eso no se le pasó por alto al agudo olfato del rey de Kuon.

—¡¿Quién osa molestar?! —gritó, oculto a la vista.

Aclaró su garganta, aunque le dolió hacerlo por el estado crítico en el que estaba ese cuerpo.

—Soy yo, mi señor; el general Rivol a sus órdenes —exclamó, parándose firme a pesar de que el rey no lo veía.

Escuchó una sacudida de metales; al parecer de nuevo trataba de hacer metalurgia e interrumpió su experimento; vaya error. Entre los pasos que poco a poco se acrecentaban, se intimidó porque supo que ante su estado lo regañaría de muerte.

A través de la oxidada puerta, hacia la izquierda, apareció la esbelta figura de un hombre de enmarañados cabellos castaños, vistiendo cueros negros que cubrían todo su cuerpo excepto su rostro en donde unas gafas de vidrios redondos reforzadas en cuero, cubrían sus ojos. Sus labios que no mostraban expresión alguna, eran el claro indicativo de que para nada le agradó su visita.

—Si estás aquí es porque ya cumpliste con tu misión en Arteas, pero no hace falta que pregunte el resultado porque se nota que salió mal —habló Marmax en tono neutral mientras se quitaba las gafas que dejaron a la vista sus ojos castaños, igual de inexpresivos que su rostro.

El mensaje de los Siete [IyG II] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora