Los Brownies; duendes golosos y sensibles

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Desde pequeña, Cristina se había acostumbrado a ese hombrecito que la miraba desde el día en que nació. Conocía perfectamente cada uno de sus rizos, su rostro de color oscuro, como sucio, aunque se acabara de lavar en la fuente, sus enormes cejas, las arrugas de su cara y sus ojitos negros y burlones.
La niña notó muy pronto que los adultos no veían al brownie con el que ella jugaba, y por eso decidió callarse y no hablarles nunca de su existencia. Juntos pasaban la tarde riéndose y, cuando el sol se ponía, el duendecito recogía todos los juguetes y le limpiaba la habitación; a cambio, ella le llevaba por la noche algún dulce que encontraba en la despensa. Al brownie le perdía el chocolate.
Pero los años iban pasando, Cristina crecía y el brownie no parecía notarlo. Una mañana, antes de salir para el colegio, la niña dijo en casa que ese día llegaría más tarde. Era su primera salida y estaba muy ilusionada. Había quedado con unas amigas para ir a un parque cercano; allí pasarían la tarde y se tomarían unos helados.
Aquel día, Cristina llegó a casa más tarde de lo que solía. Estaba tan feliz que sólo pensaba en lo mucho que se había divertido. Se puso su pijama y se fue muy rápido a la cama. El brownie estuvo casi tres horas esperando que la niña le llevara su dulce de esa noche. Cuando vio que la niña roncaba y que ya nadie se acordaría de él, metió sus poquitas prendas en un pequeño saco y se marchó para siempre.

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