Argos; el centinela perfecto

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Hacía varios días que se rumoreaba por todo el Olimpo que el dios Zeus tenía una nueva amante y, según contaban las malas lenguas, parecía que esta vez se había encaprichado de la joven Ío, una de las sacerdotisas de la diosa Hera. Cuando Hera se enteró de que su marido la engañaba de nuevo, y encima con una de sus sacerdotisas, llamó al gigante Argos y le pidió que vigilara de cerca a la enamorada de Zeus.
Argos era el mejor guardián que había en todo el Olimpo. Su cabeza de cien ojos le permitía controlar todo lo que pasaba a su alrededor y, como además nunca dormían sus cien ojos a la vez, pues cincuenta dormían cuando cincuenta vigilaban, nada se escapaba a su mirada. De este modo, Argos controló durante una semana entera, de día y de noche, a la sacerdotisa de Hera.
Zeus esperaba un error del gigante para acercarse a su amada, pero cuando comprobó que le sería imposible acercarse a ella sin ser descubierto, acudió al dios Hermes y le rogó que matara a Argos. Hermes, que siempre obedecía las órdenes de Zeus, llegó hasta el gigante y, ayudado por una varita mágica, le durmió los cien ojos y lo decapitó.
Al descubrir Hera que su fiel guardián había sido asesinado y que la joven Ío estaba libre de nuevo, arrancó con sumo cuidado los ojos del gigante y los bordó sobre la cola de un pavo real. Ese fue el modo que encontró la diosa de que todos supieran el crimen que había ordenado su esposo, pues desde ese día, todo el que mirara la cola del pavo real vería grabados en él los ojos de Argos.

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