Capítulo 22

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El lunes por la mañana, me encuentro frente al espejo de mi habitación recogiéndome el pelo en una coleta despeinada y aplicándome un poco de delineador negro y rímel. Voy a acompañar a María al Corte Inglés a renovarse la ropa interior y los bañadores. Como Elvira, se marchó ayer a Ibiza con sus primas de allí, me iba a quedar sola en casa. Además, nunca vienen mal unas compritas de más, ¿verdad?

Me he puesto unos vaqueros claritos y una camiseta blanca, donde pone París en negro. Muy básica, como mi estado de ánimo.

El sábado cuando Pablo me dejó en mi casa con unos pantalones de chándal suyos, una sudadera de deporte y los tacones, mis vecinos encontraron el tema de conversación para todo el mes. Encima, no puedo sacar de mi cabeza, su cara al verme; se estaba partiendo de risa a mi costa. Y, para colofón final, la discusión que tuve con Elvira al llegar por haber sido ella quién le contó a Pablo donde estaba con Saúl.

Ayer estuve todo el día sin sacármelo de la cabeza; estoy obsesionada, claramente. Si María cocinaba, lo veía a él haciendo el desayuno. Si Elvira se reía maliciosamente, lo veía a él cuando me vio con su indumentaria. Al dormir, me imaginaba que mi almohada, con lo bien que huele, olía a él.

Aunque he de confesar que la de él olía mil veces mejor.

—¡Aurora, ¿estás lista?! —pregunta María, a voces, desde el salón.

—Sí. —Me aprieto bien la coleta, me paso un momentito la brocha de coloretes por los pómulos, y termino pulverizándome mi perfume de Calvin Klein.

Cierro con cuidado la puerta de mi habitación y camino hasta el salón. Por el camino, me fijo en que al pasillo no le vendría mal una capa de pintura. Desde que nos mudamos, hace tres años, solo hemos pintado una vez, y ya se nota. Mi mente se pierde entre gamas de colores nude, y es que no puedo remediarlo; vocación le llaman.

—¡Aurora! —El chillido de María me saca de mi ensoñación—. ¿Se puede saber que miras? Pareces tonta, de verdad. —refunfuña, muy bien plantada con su bolso cuero, sus pantalones cortos blancos y su top de Chupa Chups rosa.

—Vamos, vamos. —Hago una mueca de disculpa, y se engancha de mi brazo para salir.

Salimos a la calle, poniendo rumbo a la estación de metro más cercana. No merece la pena coger el coche con el tráfico para ir al centro; sería imposible aparcar.

—Me encantan tus gafas de sol —le comento al monito que llevo enganchada a mi brazo, cuan matrimonio octogenario.

María deja de mirar los escaparates de la calle, echa la cabeza hacia atrás y sonríe ampliamente en una mueca de obviedad.

—¿A que sí? Mis buenos euros me costaron —declara, subiéndoselas bien por la nariz.

María solo tiene un vicio irrefrenable: las compras. Estoy segura que puede pasar una semana sin comer, sin beber, sin dormir, pero no sin comprar. Eso sí, también es muy solidaria. Cada seis meses hacemos todas limpiezas de armarios y donamos ropa que nos sobran, colaboramos con Caritas respecto al alimento, y cada navidad vamos a un orfanato de Sevilla, donde se encargan de niños abandonados, huérfanos o con familias a las que les han quitado la tutela. Todo esto viene desde que éramos muy pequeñas. Mi madre, era trabajadora social y pedagoga infantil. Desde siempre, nos inculcó que no estamos solas en el mundo, y que hay muchas personas que sufren a nuestro alrededor. A pesar de que ella ya no está con nosotras, hemos seguido su ejemplo. Cada cinco de enero por la noche, María, yo, Ángela y Maca, nos disfrazamos de Reyes Magos, y vamos a llevarles juguetes a los niños de ese orfanato. Creo que es de las cosas más bonitas que hacemos, aunque siempre acabamos emocionadas con los niños.

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