Capítulo 10: La tocada.

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A la mañana siguiente John no se sentía muy bien. Le dolían los ojos tanto como el estómago y su aspecto no era el más favorable de todos. Había pasado la noche anterior tomando alcohol mientras que Paul terminó por quedarse dormido en su habitación. Cuando era la hora del desayuno, John bajó a pasos lentos, tomó asiento y pronto su cara se golpeó contra la mesa. En el comedor se encontraban Paul y George.

―¡Odio ésta vida! ―se quejó.

George se limpió la boca cuidadosamente con ayuda de un pañuelo. Desde que se convirtió en mujer era más cuidadoso al momento de ingerir algún alimento.

―No creo que sea algo inesperado ―dijo. ―En fin, ¿qué piensas hacer con el asunto de Mick?, ¿te hirió, cierto Lennon?

John levantó la mirada y le dedicó una sonrisa seca.

―Justo en el orgullo. Pero, pensándolo bien, sé cómo terminar con esto. Ya lo verán. Por el momento tengo una buena excusa para darle fin a nuestra relación.

Paul soltó una ligera risita mientras masticaba el cereal con leche.

―Ahora podrás acostarte con Keith Richards sin sentir temor o culpa, John.

―¡Quisieras! ―bramó John. ―No soy tan perra como tú, Mcca, ¿o ya olvidaste la cajita que me mostraste la otra noche?

―¿Qué cajita? ―inquirió George con cierta curiosidad.

Resulta que nuestro querido y apuesto Paul, o Pauline, había encontrado en uno de los cajones de su closet una pequeña cajita plateada y con decorados dorados en la tapa superior. En ella estaba grabado su nombre artístico: Pauline McCartney. Dentro de la caja se hallaban diversos sobres con diferentes destinatarios; hojitas con números telefónicos escritos, un mechón de cabello negro azabache, un condón y un escrito en forma de lista con nombres masculinos, la mayoría de artistas que él conocía de las giras cuando era un Beatle. Era un total de treinta, y todos ellos remarcados por una pluma de tinta roja. No tardó en darse cuenta de que eso solo significaba una cosa: eran las personas con quienes se había acostado. ¡Y las guardaba como posesión valiosa! Al momento de leer las cartas no pudo evitar ruborizarse. ¡Oh! Algunas eran tan comprometedoras...

"Pauline.

Jamás podré olvidar la noche pasada. Eres toda una diosa. Magnifica. Hermosa. Perfecta. Ninguna mujer puede compararse contigo, mi reina. Tienes unas manos tan suaves, más de lo que llegué a esperar. Ya me di cuenta de que no solo tocas bajos instrumentales muy bien.

Cuando te sostuve cerca fuiste tan sincera conmigo. Llevaré conmigo siempre tus besos y tus caricias. Gracias por brindarme una noche tan excepcional. Espero que algún día volvamos a repetirla. Querré que me trastes como la noche pasada.

Te despertaría para darte un último beso pero, ¡eres tan perfecta cuando duermes! Mejor te lo doy en silencio, ojalá no te moleste.

Siempre tuyo: Bob Dylan."

Cuando Paul le explicó aquella experiencia a George con pena en la mirada, su amigo no pudo evitar reír en compañía de John. Le costaba imaginar a un Bob Dylan tan poético, y sobre todo, imaginar a su amigo Paul en los brazos de aquel cantante, compartiendo su cama. Simplemente le resultó cómico.

―¡Por eso no quería contárselo a nadie! ―se lamentó Paul cruzado de brazos. ―Diablos, ahora no volveré a ver a Dylan con los mismos ojos...
―Al menos no has sentido sus labios sobre los tuyos teniendo conciencia masculina ―articuló John. ―Eso es mucho más asqueroso. Ahg, ya me revolví el estómago. Tienes suerte de no encontrar nada de tu oscuro pasado femenino, George.
―Sí...

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