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—Vermillion, querida, me parece que no conoces a lord Derry.

La tía Gabby, en medio de su círculo de admiradores, no deja­ba de sonreír, disfrutando de la alegría que la rodeaba. El salón de paredes altas resonaba con el ruido y las risas de una multitud de hom­bres y mujeres ataviados con sedas y satenes carísimos. Aunque los vestidos de las damas eran un poco más escotados y las telas más vis­tosas que las que se podrían encontrar en cualquier salón a la moda de Londres, nadie reparaba en ello.

Vermillion estudió a lord Derry con los párpados entornados y sus labios dibujaron una sonrisa provocativa.

—No, creo que todavía no nos han presentado, lord Derry —dijo, al tiempo que se agachaba en una reverencia y ofrecía al caballe­ro una mano enguantada en negro.

El conde de Derry inclinó la cabeza sobre la mano de Vermillion sin apartar ni un momento la mirada de sus pechos, que amenaza­ban con salirse del vestido de un momento a otro.

—Es un placer, señorita Durant.

—En absoluto, milord. Sin ningún género de dudas, el placer es mío.

No era cierto, por supuesto. El conde era un decrépito saco de huesos, con las hombreras, bombachos y pantorrillas con tanto re­lleno que parecía un colchón con patas al que se le hubiera metido demasiada lana.

—El conde acaba de regresar a Inglaterra —dijo la tía Gabby—. Es dueño de una muy próspera plantación de cacao en las Indias Occidentales.

—¡Qué emocionante! —mintió Vermillion.

Se preguntó, como había hecho miles de veces, cómo era po­sible que su tía se divirtiera. Sin embargo, sabía que era así. Lee había vivido con ella desde los cuatro años, después de que, muer­ta su madre, la tía Gabriella hubiera aparecido como un ángel ru­bio en el orfanato y se la hubiera llevado a casa. Las dos hermanas no se parecían en nada. Angelique Durant era tímida y reservada, mientras que Gabriella era La Reina, festejada y adorada en su mundo.

Se sabía rodear de los más ricos y era amiga de artistas, actores y aristócratas, la mayoría de ellos hombres, por supuesto. Amaba la vida que llevaba y el poder que ejercía, y era incapaz de imaginar que Vermillion quisiera para sí otra clase de existencia.

—¿Le gustaría bailar, querida? —preguntó lord Derry, acercán­dose demasiado a Vermillion para el gusto de ésta—. Después estaré encantado de contarle mi vida en las Indias.

Vermillion gruñó para sus adentros imaginando una larga pe­rorata de una hora sobre el calor y los bichos y la necesidad de la es­clavitud. Pero no perdió la sonrisa.

—Me encantaría bailar con usted, milord —respondió, pronun­ciando aquellas palabras en un susurro gutural que parecía trans­formar a los hombres de leones en corderos.

Dejó que el conde la apartara de su tía y los amigos de ésta, y la condujera hasta el suelo de madera situado en el extremo del salón, donde cuatro músicos, ataviados con unas libreas azul pálido, inter­pretaban los lentos compases de una contradanza.

Vermillion, con la ensayada sonrisa en los labios, se dejó llevar por los pasos del baile, pero mantuvo su pensamiento todo lo lejos de la plantación de lord Derry que pudo. Era un truco que le había enseñado Lisette Moreau, una amiga de su tía. «Distancíate —le ha­bía dicho—, adopta un aire ensayado que agrade a los caballeros y, mientras, en tu interior, dirígete allí donde más desees estar.»

Mientras ejecutaba los pasos que le había enseñado machaconamente su maestro de baile, Lee cabalgaba como el viento por los verdes prados de Parklands. Se juró que, por más cansada que es­tuviera, a la mañana siguiente se entregaría con pasión al mayor de sus placeres.

CAMINOS DEL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora